Gareth Bale da un golpe en la mesa

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El fútbol son momentos y Gareth Bale ha hecho esperar al Real Madrid cinco años para tener el suyo.

Es cierto que el galés marcó un golazo que valió la Copa del Rey en su primer año en el club y que remachó a la red el jugadón de Di María que encarriló la décima Champions League en Lisboa, pero desde entonces Gareth Bale llevaba cuatro años prácticamente perdidos entre lesiones, malos modos y desconexiones futbolísticas. Hasta ayer. Hasta el minuto 63 de la final de Kiev en la cual el Real Madrid se jugaba ganar su decimotercera Champions League.

Hasta ese momento en el partido había ocurrido de todo. Kiev se había teñido de rojo. Los hinchas del Liverpool, que no saboreaban una final desde 2005, llegaron a la capital ucraniana desde todos los lugares del mundo para alentar a los suyos. El Estadio Olímpico rebosaba con hinchas de un equipo que saltó al campo a apabullar a los blancos con su juego rápido y certero. Jürgen Klopp no engaña a nadie y Zinedine Zidane lo sabía: su mediocampo presionaría sin cesar, sus delanteros buscarían contras rápidas. En una hora de juego hubo dos lesiones de gravedad, dos disparos a los palos de la portería del Liverpool, un gol anulado por fuera de juego al Real Madrid, un error tremendo del portero red Loris Karius, regalando el 1-0 a Karim Benzema, y un empate casi inmediato de Sadio Mané que puso de nuevo las tablas en el marcador a base de empuje.

En las gradas del campo del Dinamo de Kiev, me fijé en un niño de unos 8 años sentado cerca de mí junto a su padre, ataviado el pequeño con su bufanda de la final y su camiseta de Steven Gerrard. El niño miraba ensimismado todo lo que pasaba a su alrededor, quizás consciente de que aquello sería difícil de que se repitiera algún día y dispuesto a capturar en su memoria cada detalle de un día tan especial.

A su lado un hincha del Liverpool gritaba improperios a Sergio Ramos constantemente por haber lesionado de gravedad a Mohamed Salah en el minuto 30 de partido, mientras que otro aficionado del Real Madrid pedía con ahínco a Cristiano Ronaldo que apareciera en un partido en el que el portugués estuvo obtuso en el campo y muy desacertado después de los 90 minutos. El niño miraba a ambos lados y no entendía muy bien que pasaba, pero la emoción del momento se reflejaba en su cara.

Cuando al minuto 60 saltó Gareth Bale al campo, el encuentro dio un vuelco. Isco había tenido un partido decente; muy impreciso en los primeros 20 minutos, pero fluido y certero en los otros cuarenta. Lanzó un balón al larguero digno de un crack como él, manejó el esférico hasta la saciedad cuando más presionaba el Liverpool y brindó la pausa necesaria al juego blanco, y justo antes de salir del campo controló un balón en el área pequeña y disparó, de nuevo, al palo de Karius. Sin embargo, el partido pedía rock and roll, y Gareth Bale trajo los decibelios.

El Real Madrid dominaba indisimuladamente el encuentro, ante un Liverpool que estaba grogui, que no sabía cómo recuperar el balón —propiedad desde el minuto 20 de Luka Modric y Toni Kroos— y que cuando lo hacía no tenía ideas para ejecutar en ataque. Zidane plantó una defensa de tres, con Casemiro incrustado en la última línea secando a Firmino, desaparecido todo el partido por el mismo motivo, Ramos encargándose de Mané, que había cambiado de banda tras la lesión de Salah, y un Varane espectacular haciendo de libero y rebañando a cualquiera que se presentara por su zona. Con ese sentido táctico, y Nacho –que había entrado por el malogrado Dani Carvajal– apoyando en la recuperación, Kross y Modric adelantaron su línea de presión y sofocaron a un Liverpool que no podía conectar más de dos pases sin forzar una perdida, mientras Benzema se peleaba con Van Dijk y Ronaldo y Bale caían a banda para forzar el uno contra uno con los laterales.

El murmullo en el estadio era unánime; era cuestión de tiempo. Tres minutos, para ser exactos. Los que pasaron desde el cambio de Bale hasta que Marcelo cruzó un balón templado con la derecha, al corazón del área, que el propio galés alcanzó en una acrobática chilena que sorprendió absolutamente a todos, incluido el pobre Karius, que ni siquiera sacó la mano para intentar bloquear el disparo.

El tanto del Expresso de Cardiff, que estaba en todas la quinielas para ser titular aunque al final se quedó en el banquillo, fue el golpe en la mesa definitivo de un jugador que a falta de buen juego y continuidad, ha amortizado los 100 millones de euros que costó su fichaje a base de golazos; el de ayer, sin ir más lejos, reportó al Real Madrid 18.7 millones de euros.

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Todavía quedaría tiempo para que el Real Madrid anotara otro gol, este si cabe más incomprensible que el primero, cuando tras otro disparo de Gareth Bale, Karius falló estrepitosamente y se metió un balón en su propia portería que parecía tener más que controlado.

Era la decimotercera Copa de Europa del conjunto merengue. Era la tercera consecutiva. Era la cuarta en cinco años para el club vikingo. Era la consagración de Zinedine Zidane, a la altura ahora de Carlo Ancelotti y Bob Paisley con tres títulos continentales en su haber, pero con añadido de haberlo conseguido de manera consecutiva y sólo en dos años y medio como entrenador de primer nivel.

Un logró incontestable del Real Madrid y de Zidane, que sin embargo quedaría empañado por las palabras de Cristiano Ronaldo nada más terminar el encuentro: “Ha sido bonito jugar en el Real Madrid”, dijo el portugués dejando entrever su adios al club que lleva defendiendo 10 temporadas. La prensa mundial dejó de hablar de la proeza blanca y giró su atención hacia el futuro del crack, que con esas palabras eclipsó al propio Gareth, a la redención de Marcelo tras las multiples críticas recibidas, al soberbio partido de Sergio Ramos, odiado en todo el mundo árabe por la lesión de Salah, a la nueva exhibición de ese mago con botas llamado Luka Modric e incluso a la felicidad desbordada de una afición que merecía, cuando menos, disfrutar de una celebración por todo lo alto sin tener que preocuparse por los ataques de vanidad de su máxima estrella.

Tras el partido y mientras el Real Madrid alzaba la copa de campeones, el niño que se sentaba enfrente mía estaba desconsolado. En su cara se podía sentir el dolor que le corrompía por dentro, mientras seguía mirando a todos lados e intentaba no dejar caer una sola lágrima. El hincha del Liverpool que estaba a su lado hacía rato que se había marchado, maldiciendo cualquier cosa vestida de blanco, mientras que el hincha merengue al otro lado no paraba de saltar y celebrar al grito de “Campeones”.

En ese momento me hubiera gustado recordarle a ese niño que esto es fútbol, y que el fútbol a veces te da y a veces te quita. Que ese hincha madridista que hoy celebraba a su lado, quien mediaría la cuarentena en edad, seguro que aun recuerda como en 1981, más o menos con su misma edad, vio perder al Real Madrid contra su Liverpool, y que luego tuvo que esperar 17 años más para ganar una Champions League. Que a pesar de que en los siguiente 20 años celebraría siete títulos continentales, también pasó una época de ocho años entremedio en los que ni siquiera olió unos cuartos de final del torneo y que, entre tanto, sufrió con cuatro títulos levantados por su máximo rival (nunca se sabe si es peor que pierda tu equipo o que gane tu rival) jugando al fútbol como los ángeles, además.

Porque en el fútbol todo puede cambiar en un minuto, si no que se le digan a Gareth Bale, a Mohamed Salah, a Karim Benzema o a Karius. Que se lo digan a Cristiano Ronaldo y a todos los aficionados blancos que se fueron a dormir con un regusto amargo tras ganar un título importantísimo pero con la duda implantada en el corazón por las palabras de su gran ídolo.

Ojalá el pequeño hincha del Liverpool recuerde que esto no es más que un juego.

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