Anuncios

El Liverpool, el Nápoles y el problema con los sistemas

El 4-3-3 no existe. Lo mismo se puede decir de todas esas series de números que están integrados en la jerga futbolística, la lista desplegable común y universal de patrones legítimos con los que puede alinear un equipo: 3-5-2 y 4-2-3-1 e incluso el legendario pero deteriorado 4-4-2. Son familiares, reflexivos. Sin embargo, ninguno de ellos existe. No en realidad.

Por ejemplo, la alineación de un equipo al inicio de un partido estará muy poco relacionada con su aspecto durante el choque cuando los jugadores giren por el campo, involucrados en lo que cualquiera que no haya visto mucho fútbol de la Liga Premier podría describir como un ballet complejo e instintivo.

La mayoría de los equipos adoptan una forma cuando tienen el balón y otra cuando no lo tienen. Cada vez es más frecuente que muchos cambien sus planteamientos en el transcurso del partido, a manera de respuesta frente a las arremetidas, las bloqueadas y las estocadas de sus adversarios.

Un equipo presentado con un 4-3-3 en una gráfica antes del inicio del partido podría ser un 3-5-2 aunque esa imagen siga fresca en la memoria. Un entrenador puede decidir que un mediocampista se ubique entre los defensas centrales para controlar la posesión, subir con atrevimiento a los laterales o adelantar un poco más a un delantero. El 4-3-3 nominal podría, si todo sale bien, ser denotado con mayor precisión como un 3-1-4-1-1. Algo así. Más o menos.

Nada de esto quiere decir que las formaciones carezcan completamente de sentido. Como regla general, los directores técnicos suelen burlarse de su mera mención. Suponen que cuando escuchan que se le atribuye cualquier valor a la idea de “formación” es una señal infalible de que se encuentran ante la incapaz compañía de un civil obtuso o tal vez de un niño.

Sin embargo, son abreviaturas útiles: lineamientos generales y poco sutiles que los aficionados y oponentes pueden utilizar para intentar encontrar un patrón en lo que puede parecer —al principio— un caos sin restricciones. Son una forma de establecer el aspecto que creas que puede tener un equipo una vez que sale al campo, lo que puede intentar hacer, cómo puede intentar ganar.

O, al menos, así han sido siempre las formaciones. Podría dejar de ser así. Ahora, hay una posibilidad de que el gran salto progresivo del fútbol vuelva casi moribundas por completo todas esas ideas antiguas y cómodas.

Las tres décadas de ambos lados del milenio —en términos futbolísticos, el periodo que comienza con el A. C. Milán de Arrigo Sacchi y termina con el Manchester City de Pep Guardiola— se recordarán, con el tiempo, como la era del sistema, la primera vez que sus talentos más codiciados no fueron los jugadores, sino los entrenadores.

Y, ahora, se vislumbran en el horizonte los primeros destellos de lo que podría venir después. En toda Europa, los equipos de sistema empiezan a flaquear. El caso más evidente es el del Liverpool de Jürgen Klopp, el cual está batallando no solo contra una fatiga física y mental, sino también una filosófica. Sus rivales y pares ya están vacunados contra sus peligros.

En cambio, el futuro parece pertenecerles a los equipos y entrenadores que están dispuestos a ser un poco más flexibles y que ven su papel como una plataforma en la que sus jugadores pueden improvisar.

Por supuesto que el Real Madrid siempre ha tenido ese enfoque, pues elige controlar momentos específicos de los partidos en lugar del juego en sí, pero lo ha hecho con la ventaja bastante significativa de poseer a muchos de los mejores jugadores sobre la faz de la Tierra.

El hecho de que otros, en condiciones menos exclusivas, hayan empezado a seguir ese modelo es mucho más instructivo. El Nápoles de Luciano Spalletti, el equipo más cautivador de Europa, avanza a toda velocidad hacia el título de la Serie A gracias a un estilo libre y virtuoso que no utiliza como marionetas a jugadores como Khvicha Kvaratskhelia y Victor Osimhen, sino que los anima a pensar e interpretar por sí mismos.

Fernando Diniz, el entrenador del Fluminense brasileño, incluso le ha dado un nombre: el “estilo aposicional”, que lo coloca en conflicto directo (aunque tal vez no intencional) con el “juego posicional” que Guardiola y sus equipos han perfeccionado.

Diniz, como Spalletti, no cree en asignarles posiciones o papeles específicos a sus jugadores, sino en permitirles intercambiarse a voluntad, para responder a las exigencias del juego. No le preocupa el control de zonas específicas del campo. La única zona que le importa a él y a su equipo es la cercana al balón.

En su perspectiva, el fútbol no es un juego al que defina la ocupación del espacio. Mas bien, se centra en el balón: siempre y cuando sus jugadores estén cerca de él, no importa en lo más mínimo la posición teórica en la que jueguen. No necesitan adherirse a una formación específica, a una serie de números codificados en sus cabezas.

En cambio, son libres de ir donde quieran, donde su juicio les diga. Si eso hace que sea casi imposible presentar una clave de cómo juega el equipo, pues mucho mejor. Después de todo, los entrenadores diseñan los sistemas con el propósito expreso de quitarle al juego toda la espontaneidad posible. Los entrenadores quieran controlar lo que hace un jugador en cualquier circunstancia y es comprensible. Anhelan la previsibilidad. La ansían.

En ese entorno, es natural que la imprevisibilidad se convierta en una ventaja.

Una votación dividida

El año de Alexia Putellas en esencia terminó el pasado 5 de julio, el día que sintió un chasquido en una de sus rodillas durante un interescuadras de entrenamiento. Pocas horas después, se encontraba en el hospital King Edward VII de Londres, donde intentó asimilar la noticia de que se había roto el ligamento cruzado anterior, con la Eurocopa a unos pocos días de distancia. Se iba a perder el torneo y en ese momento su participación en la Copa Mundial Femenina de este verano también estuvo en duda.

Por suerte, el progreso de Putellas es excelente. Su recuperación ha sido tan buena como para que no solo esté corriendo de nuevo, sino también realizando lo que todo el mundo en el fútbol denomina “trabajo con balón”: el delicado proceso de asegurarse de que las conexiones reparadas en su rodilla puedan soportar los giros y vueltas repentinos y bruscos que es probable que exijan los partidos. A menos que se presente algún contratiempo importante, Putellas jugará con España en el Mundial que se inaugura en julio y el torneo será mucho mejor por ello.

Sin embargo, fue difícil no sorprenderse de que la hayan elegido la mejor jugadora del planeta en la ostentosa entrega de premios de la FIFA celebrada el lunes por la noche en París. Sería injusto sugerir que Putellas fue una ganadora indigna. Después de todo, es una futbolista excepcional. No obstante, al mismo tiempo, tan solo había jugado la mitad del año. No participó en la Eurocopa, el torneo femenil más importante del año. Su club, el Barcelona, perdió la final de la Liga de Campeones.

La sospecha inmediata, cuando se trata de cualquier premio de la FIFA, es que su victoria es un testimonio del poder de la reputación. Después de todo, tanto los premios en las categorías varoniles como los femeniles tienen el hábito de volver a los valores predeterminados: los entrenadores y capitanes de las selecciones nacionales y los representantes de los medios internacionales por lo general suelen favorecer al más famoso, al de más alto perfil, a la opción más segura.

Sin embargo, en el caso de Putellas, es probable que sea otra cosa. Las campeonas de Europa, Inglaterra, no tuvieron ninguna jugadora destacada, aunque se podría argumentar a favor de Beth Mead, la máxima goleadora, o Leah Williamson, la capitana. Keira Walsh de Inglaterra fue la mejor jugadora del torneo, pero es una mediocampista defensiva y las mediocampistas defensivas no ganan premios.

Del mismo modo, la carrera del Lyon hacia el título de la Liga de Campeones no fue inspirada por una sola persona, como ocurrió cuando los goles de Ada Hegerberg lo llevaron a la gloria en 2019.

En otras palabras, el campo de este año fue tanto amplio como profundo. En este contexto, Putellas tuvo a su favor lo que consiguió—campeona de España, máxima anotadora de la Liga de Campeones— y lo que no: la percepción de que la candidatura española a la Eurocopa se vino abajo en su ausencia fue una evidencia para respaldar su legitimidad.

Más gente como el justificado David Alaba

Uno creería que hay un punto en el que todos los implicados deberían analizar su comportamiento y sentir cómo se les sonrojan las mejillas de vergüenza. Hay un nivel de mezquindad que es inevitable en una rivalidad tan virulenta e inextricable como la que comparten el Real Madrid y el Barcelona. No obstante, luego llega la controversia que ha envuelto a David Alaba esta semana, lo que hace que todos los implicados parezcan niños.

Alaba, el defensa del Real Madrid, también es el capitán de la selección varonil de Austria. Como tal, calificaba para votar por el Mejor Jugador Varonil en la brillante celebración de la arrogancia de la FIFA. Alaba eligió, de manera razonable, a Lionel Messi, al igual que una abrumadora mayoría del electorado designado. (Vale la pena dedicar una nota aquí para el capitán de Gabón y el seleccionador de Botsuana, quienes vieron cómo Messi inspiraba a Argentina hasta la obtención del título de la Copa del Mundo, pero declararon a Julián Álvarez como la verdadera estrella del espectáculo).

Sin embargo, tan solo Alaba tuvo que explicar su decisión más tarde. El asunto es que no solo los aficionados madridistas en las redes sociales consideraron inaceptable que un jugador del Real Madrid no eligiera a Karim Benzema, sino que también lo fue para varios medios de comunicación madrileños. El hecho de que, en cambio, apoyara a Messi, quien está vinculado de forma tan indeleble con el Barcelona, fue totalmente inaceptable.

A su favor, Alaba les dio por su lado, explicando que el equipo austriaco votó como colectivo y que la mayoría del concilio de jugadores había preferido a Messi. Quiso dejar claro que consideraba a Benzema el “mejor delantero del mundo”. Y lo más impresionante fue que hizo todo esto sin siquiera mencionar una sola vez cuán estúpido había sido todo el debate ni hacer notar que animar a los jugadores a votar políticamente le quita por completo el sentido al concepto del premio.

Alaba tenía todo el derecho de votar por Messi, tras haberlo consultado o no con sus compañeros. Benzema lo habría entendido al instante. No le habría ofendido más la elección de Alaba de lo que le provocó ver que el capitán de Francia, Hugo Lloris, y el seleccionador, Didier Deschamps, tampoco votaran por él. Después de todo, es un adulto. Es una pena que al parecer no lo sean muchos de los comentaristas.

c.2023 The New York Times Company