El plan para llevar las semifinales y final de la Champions a una sola ciudad
Ahora las noches de partidos extraordinarios de la Champions League ocurren con tanta frecuencia que sin duda no se puede descartar la posibilidad de que sean una coincidencia. Suceden con una regularidad tan sorprendente que en realidad no cuentan como raras, ya no. Siguen teniendo la textura y el eco de una excepción, pero para esta etapa es mejor considerarlas como parte de la regla. Son un distintivo, no una peculiaridad en el código.
Hasta ahora, se han celebrado 26 partidos en las etapas finales de esta temporada de la Liga de Campeones. Un estimado conservador sugeriría que siete de esos juegos —poco más de una cuarta parte, si prefieres ver tu información en fracciones— califican para ser incluidos en la creciente lista de los clásicos de la competencia.
No todos han sido idénticos. La disección que hizo el Villarreal de la Juventus fue apasionante de una manera completamente distinta al regreso estimulante del Real Madrid en contra del París Saint-Germain. El empate caótico e inocente del Benfica con el Ajax tuvo poco en común con la determinación y el nervio de la eliminación del Atlético de Madrid a manos del Manchester City. Sin embargo, el hecho de que no hayan seguido un patrón no significa que no sean parte de uno.
En la actualidad, esto es lo que pasa en las rondas finales de la Liga de Campeones. Ha sido de la misma manera al menos durante cinco años: la derrota del Barcelona 6-1 frente al PSG en 2017 es una candidata tan viable como cualquiera para ser el punto de inicio de la época. Después de eso, la cautela y el miedo que habían caracterizado a esta competencia durante la mayor parte de la primera década de este siglo fueron tirados por la borda y remplazados por un compromiso en apariencia irrompible con el desenfreno, la audacia y la ambición. Los partidos que alguna vez habían sido precavidos, reservados y cínicos, ahora, en cambio, se celebraron confiablemente en una especie de ensoñación empapada de dopamina
Ha llegado la etapa en la que es posible preguntarnos en qué momento se le acabarán las maneras de superarse a la Liga de Campeones, cuándo seremos insensibles frente a su maravilla. Y, a pesar de todo, de alguna forma, sigue minando nuevas vetas, descubriendo nuevas alturas. Era difícil imaginar cómo podía haber mejorado el torneo tras esa victoria del Real Madrid sobre Lionel Messi, Neymar y Kylian Mbappé… pero, como era de esperarse, más o menos un mes después, estaban los mismísimos jugadores del Real, tendidos con las piernas abiertas sobre el terreno del Bernabéu, intentando procesar cómo un juego podía tener dos resurgimientos, uno detrás del otro.
Tal vez sea el sesgo de la inmediatez el que habla, pero se sintió como si incluso eso hubiera palidecido en comparación con el producto de la primera semifinal. El Real Madrid estuvo involucrado de nueva cuenta —es justo decir que eso no parece una coincidencia— en un choque frenético, imperfecto y completamente desconcertante con el Manchester City. El Real perdió el partido cuatro veces y pudo perderlo muchas veces más y, sin embargo, escapó con su reputación y sus esperanzas de regresar de alguna forma mejorado, a pesar de todo, a la final por primera vez desde 2018.
Al menos vale la pena hacer el intento por considerar qué hay en el origen de este cambio. Después de todo, tal vez sea la primera vez en más o menos siete décadas de Copa de Europa en la que las etapas finales no han sido definidas con regularidad por una tensión inherente, una ansiedad por lo que se podría perder, sino por una emoción eufórica y desbocada por lo que se puede ganar.
En parte, esto se debe atribuir a la extraordinaria calidad de las estrellas en exhibición, el hecho de que tantos de los mejores jugadores del mundo estén amontonados más o menos en una media docena de clubes, esos que se han acostumbrado a llegar a esta etapa de la competencia. Asimismo, parece evidente que en la actualidad los márgenes entre estos equipos son tan finos que se vuelve inevitable la volatilidad de sus encuentros. El más mínimo cambio de impulso o convicción, el más pequeño de los errores, el movimiento táctico más imperceptible puede tener consecuencias sísmicas, de una manera u otra.
El formato también ayuda. La UEFA, encabezada como nunca por las voces estridentes de sus principales clubes, ha considerado la idea de abolir las semifinales de ida y vuelta para favorecer un único “festival de fútbol” de una semana, celebrado en una ciudad, en el que las semifinales se despacharían tan solo en 90 minutos.
Para los estándares de la UEFA, esta no es una idea particularmente mala. Las semifinales de un solo partido aumentan el riesgo. En términos generales, se debe fomentar eso. Reunir todo el drama posterior en una ciudad ofrece una oportunidad de crear un evento carnavalesco, un torneo miniatura dentro de un torneo, un clímax definitorio para la campaña europea. A un nivel más básico, es difícil negar que sería emocionante.
Por supuesto, hay complicaciones logísticas. Tan solo un puñado de ciudades de Europa podría albergar a cuatro equipos al mismo tiempo (hasta ahí llegó la propagación de las grandes ocasiones). Parece una idea diseñada para ser transportada fuera del continente: esto también es menos que ideal. Lo más probable es que los aficionados gasten de más, con base en la lógica incontrovertible de que todo lleva a que los aficionados gasten de más. Y el mayor daño de todos es que eliminaría de golpe el partido más importante que cualquier club pueda celebrar en su propio territorio.
No obstante, el argumento más convincente en contra del cambio es que, de todas las cosas en el fútbol a las que les vendría bien una alteración, una mejora o una renovación total, las semifinales de la Liga de Campeones están en el fondo de la lista, básicamente. Durante media década, las etapas finales de la Liga de Campeones han provocado bocas abiertas y alientos entrecortados de manera constante. La estructura actual tiene el equilibrio perfecto entre riesgo y recompensa, sufrimiento y salvación, y todo se lleva a cabo con una serie de telones de fondo ferozmente devotos y desquiciadamente escandalosos. Eso también es parte de su magia.
No obstante, cada vez es más difícil dejar de sospechar que estos espectáculos representan la culminación natural y el beneficio único del profundo abismo que separa a la élite del deporte del resto. Parece muy probable que sean un producto de la era de los superclubes del fútbol.
En las competencias locales, esos equipos que son la materia prima de las rondas finales de la Liga de Campeones gozan de una superioridad tan abrumadora sobre la mayoría de sus oponentes que cualquier amenaza que enfrentan suele ser fugaz y pasajera. Los equipos superados por el talento y los recursos apisonan sus defensas y se aferran con todo; después de todo, eso es lo único que pueden hacer.
Eso es lo que sucede si el equilibrio de poder también está desviado en la Liga de Campeones. Tomemos como ejemplo la otra semifinal de esta semana, la derrota relativamente serena del Villarreal frente al Liverpool. Sin duda, ese no fue un clásico. En cambio, se sintió mucho más parecido a los partidos que representan la gran mayoría de los juegos entre la élite y el resto en las cinco principales ligas de Europa: un equipo intenta contener y frustrar, mientras el otro intenta encontrar la manera de entrar y la única pregunta verdadera es si el favorito aprovechará sus oportunidades cuando surjan de manera inevitable.
Levantar el vuelo
Si consideramos que ni siquiera ha saltado al campo para disputar un juego en una competencia, hay un extraordinario sentido de anticipación alrededor del Angel City FC, uno de los dos equipos de expansión en la National Women’s Soccer League este año.
Por supuesto que en parte eso probablemente esté relacionado con el encanto del consorcio que posee al club, su habilidoso desarrollo de marca, su considerable presencia en redes sociales. Pocos equipos han logrado atraer tanta atención en tan poco tiempo.
Sin embargo, en su mayor parte, el éxito del lanzamiento del Angel City es testimonio del apetito por el fútbol femenil de élite en el sur de California. Casi medio millón de personas vio la transmisión del encuentro de pretemporada del equipo en contra del San Diego Wave hace unas semanas. El equipo ya asegura tener seis grupos oficiales de aficionados. Se han vendido unos 15.000 abonos para la temporada; nada mal para un equipo que todavía no tiene una sede permanente.
No es aminorar ese logro decir que, desde una perspectiva europea, eso produce una pregunta fascinante: ¿cómo se llega a apoyar a un equipo antes de que exista?
Aquí, es un asunto de fe que la afición a un equipo no pueda generarse al instante. La afición es algo que se pasa de generación en generación, que se entrega y está en algún lugar entre una religión y un virus: apoyar a un equipo es entender su historia y su tradición, identificarte como miembro de una tribu antigua. Es una expresión de solidaridad con un lugar geográfico, una demografía social, una comunidad preexistente.
Por eso, conforme el juego de mujeres ha crecido en Europa, el instinto ha sido vincular los clubes femeniles a los equivalentes varoniles, en parte con la esperanza de que la lealtad se pueda transferir de inmediato, en parte por una seguridad financiera y un reconocimiento de marca y en parte porque un equipo llamado Manchester Spirit, o algo parecido, uno que juegue de rojo con rayas azul celeste, alienaría a toda una ciudad antes de haber empezado.
Así que es perjudicial pensar que 15.000 personas puedan tener sentimientos tan arraigados por algo que, hasta marzo, era totalmente teórico.
Esto no significa que haya dudas sobre la sinceridad de ese vínculo, que se suponga que es artificial. Más bien, el fenómeno pone en duda si la afición funciona como quienes vivimos en Europa suponemos que lo hace. Tal vez es un proceso más consciente del que nos queremos convencer. Tal vez es una decisión, en vez de una compulsión. Después de todo, hace más de un siglo, eso fue precisamente lo que ocurrió aquí. Los equipos salieron de la nada y la gente fue a ver, a aclamar y a apoyar.