Francia sigue acusando a los fans del Liverpool de su propio desorden

La policía rocía gas lacrimógeno a los fanáticos del Liverpool fuera del estadio mientras hacen cola antes del partido final de la Champions League de la UEFA entre el Liverpool FC y el Real Madrid en el Stade de France el 28 de mayo de 2022 en París, Francia. (Foto:Matthias Hangst/Getty Images)
La policía rocía gas lacrimógeno a los fanáticos del Liverpool fuera del estadio mientras hacen cola antes del partido final de la Champions League de la UEFA entre el Liverpool FC y el Real Madrid en el Stade de France el 28 de mayo de 2022 en París, Francia. (Foto:Matthias Hangst/Getty Images)

En ocasiones como esta, puede ser difícil saber a quién creerle exactamente. Por un lado, están los miles de testimonios de testigos del Liverpool, los reportajes contemporáneos de buena parte de los medios informativos del mundo, el sinfín de videos y un inventario de fotografías de alta resolución que parece interminable y todos cuentan una historia sobre la final de la Liga de Campeones entre el Real Madrid y Liverpool.

Y por el otro lado, están las declaraciones de los políticos, administradores y agentes del orden que fueron responsables de organizar el evento principal del fútbol europeo y a quienes, a final de cuentas, se les responsabilizará si se revela que supervisaron un fracaso completo y colosal de organización. Es tan difícil saber quién pudiera estar diciendo la verdad.

Y no es que importe, claro está, porque el daño está hecho. Unos 20 minutos antes de la hora que estaba programada para el inicio del partido, la UEFA, el órgano rector del fútbol europeo, les anunció al Estadio de Francia y al mundo que observaba que el partido se iba a demorar por la “llegada tardía” de aficionados al estadio.

Al parecer, no fue relevante que durante más de dos horas hubieran circulado imágenes en línea de filas enormes no solo a las puertas del estadio, sino también en su perímetro, ni que durante un tiempo hubiera sido evidente a todas luces que había cuellos de botella para acercarse al sitio ni que varios periodistas le habían informado a la UEFA sobre los problemas.

No, todo eso se dejó de lado y la UEFA culpó a los aficionados. Lo hizo sin conocer a ciencia cierta la situación en su propio evento —una ignorancia imperdonable— o que era claro que su declaración era engañosa como mucho o, en el peor de los casos, una mentira descarada y perniciosa.

Y eso fue todo lo que se necesitó. En cuanto la UEFA decidió que el verdadero problema con este evento deportivo eran todas las personas que querían verlo, la desinformación —hagamos felices a los abogados— se propagó, se diseminó e infectó todo lo que tocó. A partir de ese momento, se presumió que los aficionados del Liverpool eran culpables hasta demostrar su inocencia y en particular lo supusieron porciones considerables de la gente que, en realidad, debió haber sido su aliada: otros aficionados al fútbol.

Sin embargo, la UEFA puede consolarse un poco con el hecho de que —incluso con esa ventaja— no ha sido el peor actor en la triste historia que se ha desarrollado durante más o menos la última semana, un periodo que se debió dedicar a celebrar la maravilla que es este equipo atemporal del Real Madrid.

Los policías de Madrid chocan con los aficionados después de que el Real Madrid ganó la final de la Champions League. (Foto: REUTERS/Vincent West)
Los policías de Madrid chocan con los aficionados después de que el Real Madrid ganó la final de la Champions League. (Foto: REUTERS/Vincent West)

No, ese dudoso honor recae en varios elementos del Estado francés. No solo la policía antimotines vestida con equipo de protección personal —que roció gas lacrimógeno a los aficionados que estaban esperando con paciencia para asistir a un evento deportivo, que intentó hacer pasar a miles de personas a través de dos huecos angostos debajo de un paso a desnivel, que cerró los puntos de entrada sin explicación alguna durante horas mientras la multitud se juntaba y crecía y que luego cerró el estadio durante el partido para encerrar adentro a los aficionados—, sino sus defensores: el ministro del Interior, Gérald Darmanin, y su homóloga encargada del deporte, Amélie Oudéa-Castéra.

Durante casi una semana, Darmanin y Oudéa-Castéra han culpado a los aficionados del Liverpool en Twitter, en comentarios a los medios informativos y frente a una audiencia en el Senado que se convocó con rapidez.

Han culpado a los aficionados del Liverpool a pesar de todas esas fotos de multitudes enormes y pacientes. Han culpado a los aficionados del Liverpool a pesar de ver videos de niños que son levantados por los aires para evitar que los aplasten. Han culpado a los aficionados del Liverpool a pesar de ver videos en los que sus propios policías rocían gas pimienta y disparan gas lacrimógeno a la gente que está intentando, con calma, que le escaneen sus boletos.

Y siguen culpando a los aficionados del Liverpool, aunque su propia historia no deje de cambiar, aunque la cantidad de “boletos falsos” presentados en el Estadio de Francia esa tarde ha disminuido de “30.000 a 40.000” a una fracción de eso. Se han aferrado a su historia aun cuando viró hacia calumnias infundadas, cuando involucró a Oudéa-Castéra cuando esta dijo que los aficionados del Liverpool —tal vez solo los aficionados ingleses— representaban un “riesgo muy específico” para la seguridad pública.

Lo han hecho a pesar de no tomar en cuenta los problemas que enfrentaron los aficionados del Real Madrid ni los videos y las fotografías de los residentes locales que entraron a la fuerza ni los relatos corroborados de actividad a gran escala de pandillas antes y después del juego.

Lo han hecho aun cuando hay más preguntas que respuestas: ¿adónde fueron, exactamente, los poseedores de 40.000 supuestos boletos y por qué no los capturaron deambulando por las calles de Saint-Denis? ¿Eran fantasmas? Otras excusas han derivado hacia el terreno de la fantasía distópica: en cierto momento, Darmanin aseguró que la policía tuvo que actuar debido al riesgo de una “invasión de cancha”.

Todo esto podría sonar a encubrimiento —y ni siquiera a uno especialmente bueno, si consideramos la frecuencia con las que se han contradicho las autoridades francesas—, pero existe la posibilidad de que no lo sea. Tal vez no es una serie de mentiras descaradas e indignantes. Tal vez no han visto todas esas imágenes, ni escuchado todos esos testimonios. Tal vez solo se trata de dos políticos que confían de buena fe en una información prematura y mediocre. Tal vez.

Sin embargo, es difícil no inferir cierta premeditación en la persistencia con la cual Darmanin y Oudéa-Castéra han diseminado sus acusaciones.

A pesar de que se puede demostrar y comprobar que su interpretación de la tarde del sábado pasado es falsa, la han respaldado porque la alternativa es intragable: admitir que los servicios de seguridad franceses se equivocaron en esta ocasión implicaría admitir que también han equivocado la estrategia de vigilancia para el fútbol nacional de Francia y que es probable que también se equivoquen en la Copa del Mundo de Rugby del próximo año y las Olimpiadas de París en 2024.

Más que nada, la han respaldado porque, en el fondo, saben que funcionará. Al menos saben que podría crear la ilusión de un conjunto alternativo de hechos. También saben que buena parte del trabajo pesado quedará en manos del prejuicio, de quienes señalarán, con picardía, que esto parece pasarles demasiado a los aficionados del Liverpool, de Inglaterra o tan solo a los aficionados al fútbol en general.

Saben que, a pesar de que las redes sociales permitieron que salieran a la luz y se propagaran todas esas imágenes, todos esos videos y todos esos relatos de primera mano, el periodismo ciudadano es una fuerza mucho menos potente en línea que un partidismo muy arraigado. Saben que esto último abrumará a lo primero en algún momento, al menos lo necesario para enturbiar las aguas, para ocultar no solo esta verdad específica, sino también la idea de verdad, para garantizar que una parte de la culpa está repartida en otra parte.

Lo ocurrido en el Estadio de Francia y la campaña de desprestigio desatada después tiene consecuencias que van mucho más allá de la reputación de los aficionados del Liverpool. Permitir que se arraiguen las acusaciones de Darmanin y Oudéa-Castéra es permitir que esto vuelva a pasar, garantizar que se repita, que —quienes están en el poder, los responsables, quienes deben cuidar a los aficionados—canalicen a otro grupo de aficionados, lo encapsulen, lo atrapen, lo rocíen con gas y le digan que es su culpa.

En momentos como este, no debería ser difícil elegir a qué lado creerle y saber quién está diciendo realmente la verdad.

Eso no funcionó. Hagámoslo de nuevo.

Hubo un momento, hace algún tiempo, en el que era posible sentirse bastante motivado por el Barcelona. Xavi Hernández había tenido un comienzo brillante como entrenador, tras redirigir al club a la Liga de Campeones. En Gavi, Pedri, Ansu Fati y Ronald Araújo, estaba empezando a surgir el joven y talentoso núcleo de un nuevo equipo.

Xavi Hernández, entrenador del Barcelona, da instrucciones a sus jugadores durante un partido de LaLiga Santander entre el FC Barcelona y el Villarreal CF en el Camp Nou el 22 de mayo de 2022 en Barcelona, España. (Foto: José Bretón/Pics Action/NurPhoto vía Getty Images)
Xavi Hernández, entrenador del Barcelona, da instrucciones a sus jugadores durante un partido de LaLiga Santander entre el FC Barcelona y el Villarreal CF en el Camp Nou el 22 de mayo de 2022 en Barcelona, España. (Foto: José Bretón/Pics Action/NurPhoto vía Getty Images)

Incluso la actividad en las transferencias del club lucía bastante inteligente. Ferran Torres y Pierre-Emerick Aubameyang le habían dado un subidón al equipo en enero. Se había garantizado la transferencia gratuita del Franck Kessié, el mediocampista de Costa de Marfil del AC Milán, para el verano, a fin de darle al equipo un dinamismo que le ha faltado durante algún tiempo.

Es verdad, las deudas siguen siendo enormes, pero el club parecía haber aceptado la fría realidad. Estaba actuando a la altura de sus limitantes, equilibrando sus cuentas, adaptándose a sus nuevas restricciones. Incluso estaba intentando rehabilitar su relación con Ousmane Dembélé, un intento admirable, aunque algo quijotesco para reconocer que rescatar un activo afligido es más barato que adquirir uno nuevo.

Y luego, salió a la luz que tal vez estaba considerando la idea de vender a Frenkie De Jong al Manchester United. Ahora, la primera impresión es que eso se sintió como una necesidad desafortunada: con 25 años, De Jong es el tipo de jugador que podría generar un ingreso con el cual se podría reconstruir un equipo. A veces, se debe tomar ese tipo de decisiones difíciles.

Pero luego resultó que el Barcelona estaba planeando usar al menos una porción del dinero que podría recibir por De Jong —lo más probable que del Manchester United— para comprar a Marcos Alonso y César Azpilicueta.

Ambos son, por supuesto, buenos jugadores. Azpilicueta, sin duda, sería un activo para el Barcelona dentro y fuera del campo. Sin embargo, están lejos de cocerse al primer hervor: Alonso tiene 31 años y Azpilicueta, 32. Alonso sobresale como lateral, una posición que el Barcelona ni siquiera utiliza. Este no es el trabajo de un club que ha aprendido su lección. En lo más mínimo.

No todos pueden ser LeBron

Así pues, todo se revelará el 17 de junio. En menos de dos semanas, la humanidad por fin descubrirá la respuesta a la pregunta más urgente de la era: ¿cuál equipo tendrá acaloradas e infinitas discusiones en torno al rendimiento necesario de Paul Pogba la siguiente temporada? Y lo hará en el medio más apropiado que se pueda imaginar: viendo su propio documental personal.

Esta semana que acaba de pasar, The Pogmentary —sí, estás leyendo bien— produjo apenas una leve punzada, cuando el Manchester United confirmó que Pogba saldría del club al final de su contrato, seis años después de su llegada de 100 millones de dólares. Resulta que la “enorme decisión” que se encuentra en el centro de buena parte de la perorata promocional del documental no es una que él haya tomado por sí mismo.

El exjugador del Manchester United Paul Pogba. (Foto: REUTERS/Craig Brough)
El exjugador del Manchester United Paul Pogba. (Foto: REUTERS/Craig Brough)

Por supuesto que Pogba no es el primer jugador en seguir este camino. Su compañero de la selección francesa, Antoine Griezmann, también anunció su cambio al Barcelona en la forma de lo que perfectamente podría llamarse, en términos generales, un documental. El hecho de que Griezmann, al igual que Pogba, es un aficionado devoto de la NBA tal vez no sea relevante. Las dos cintas son homenajes transparentes a The Decision, el gran regalo de LeBron James al arte de los documentales.

El problema, claro está, es que James es uno de los mejores jugadores de la historia en honrar una cancha de baloncesto, un estatus que quizás supere a Pogba y Griezmann. Si el anuncio de James estuvo lleno de soberbia y arrogancia —la frase “llevaré mi talento” siempre, pero siempre, debería estar salpicada de ironía—, entonces es fácil sentir que hay algo un poco más sórdido en las versiones sucedáneas del fútbol, algo un poco, digamos, desesperado.

No obstante, para los futbolistas ese es el precio que vale la pena pagar. El tiempo que pasó Pogba en el Manchester United ha sido, según casi cualquier medida, anticlimático. Los mejores años de su carrera, al menos a nivel de clubes, se han pasado mientras desaparece poco a poco su estatus y ahora el jugador que en algún momento fue considerado como uno de los mejores mediocampistas del mundo es considerado en general como un lujo caro.

La grandilocuencia y la pomposidad apenas visible de un documental brillante, un anuncio sobre su futuro —si develamos un poco el final: es probable que regrese a la Juventus— es, en esencia, una manera de aseverar que sigue siendo una estrella, que todavía puede llamar la atención, que aún puede dictar sus propios términos. En parte, es un mensaje diseñado para el club (de nuevo: la Juventus) al que vaya a unirse. Sin embargo, más que eso, tiene el aire de un mensaje para sí mismo.

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