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Pelé, el rey de los Mundiales que se consagró en México 70 con un futbol incomparable

Pelé celebrando el Campeonato Mundial en el Estadio Azteca. Brasil derrotó 4-1 a Italia. (AP Photo/File)
Pelé celebrando el Campeonato Mundial en el Estadio Azteca. Brasil derrotó 4-1 a Italia. (AP Photo/File)

Pelé decidió que no bastaba con el triunfo. El futbol, en su filosofía, no podía reducirse al resultado. Brasil le ganaba 3-1 a Uruguay en las Semifinales del Mundial de 1970. Tostão, uno de los cinco magos del reparto protagónico, puso un balón a la medida para la carrera de O Rei. El meta charrúa, Ladislao Mazurkiewicz, salió apurado a cortar el paso. Como respuesta, encontró un amague de Pelé: el balón se escurrió por un costado del arquero para dibujar un autopase formidable. El tiro del diez, sin embargo, no entró a la red.

Habría sido uno de los mejores en la historia de los Mundiales. Pero no pasó. Y, de todas formas, esos segundos han vivido en la memoria futbolística por más tiempo que millares de goles insípidos. El no gol de Pelé era la evidencia suprema del ingenio y la magia pura que destilaba ese equipo. Antes de que reinaran la especulación y el miedo a perder, existió el Brasil del 70. Jugaban con cinco dieces, un elenco incomparable: Pelé, Rivelino, Jairzinho, Tostão y Gerson.

La Canarinha cambió de entrenador a tres meses del Mundial. Joao Saldanha dinamitó la armonía del grupo y hasta amagó con dejar fuera a Pelé de su último Mundial. En su lugar entró Mario Zagallo, bicampeón como jugador en 1958 y 1962. Ya en México, asentaron su fortaleza en Guadalajara, Jalisco. Particularmente, entrenaron en el Club Providencia, adonde llegaron por cierta mezcla de confusión y suerte. Chivas y Atlas habían preparado todo para competir por tener al tricampeón en sus instalaciones, pero dos directivos del Providencia recibieron a Brasil en el aeropuerto y, no sin mentiras, les hicieron creer que eran los delegados enviados por la FIFA. El truco funcionó. Al equipo le gustó la privacidad que tendrían en esa fortaleza de cancha enrejada y no quisieron saber más nada.

El guion siguió su lógica apenas arrancar el Mundial. Brasil debutó con un 4-1 sobre Checoslovaquia. En el siguiente partido, sacaron provecho del carisma que habían derrochado entre la afición tapatía. El Estadio Jalisco se volcó en favor suyo en el partido que les enfrentó a Inglaterra, campeona vigente. Eran los consentidos. En ese juego, otro no gol pidió sitio en la historia de los Mundiales. Jairzinho desbordó vehementemente por derecha y envió un centro medido. Pelé remató con furia y precisión, pero Gordon Banks, el portero inglés, reaccionó fugazmente para sacar el balón en la línea.

Si el resultadismo se ha apoderado del futbol, aquel partido contiene un hecho clarificador: esa jugada, por su perfección, es incluso más recordada que el gol. Y eso que el gol también fue un arrebato de genialidad tejido entre Tostão, Pelé y Jairzinho, que fusiló al heroico Banks.

En el primer Mundial transmitido a todo el mundo, vía satélite, y a color, Pelé lideró a un equipo que encontró el clímax de sus cualidades progresivamente: cada partido sucesivo era más cercano a la perfección. Cerraron la fase grupal con un 3-2 sobre Rumania. En Cuartos de Final (en ese momento había sólo 16 países participantes), Brasil enfrentó a otro equipo gustoso del buen juego, el Perú de Teófilo Cubillas. El partido fue una palpitación sin freno: seis goles en total. El 4-2 final honró a dos equipos que sentían respeto mutuo.

Al finalizar el partido, Pelé nombró a Cubillas como su sucesor. Y es Cubillas quien da fe de la genialidad alcanzada por sus verdugos. "¿Qué cómo eran los brasileños de cerca? Como se los imagina uno por su calidad. La zurda de Rivelino era única. La velocidad de Jairzinho, tremenda. Para los peruanos pelearles el partido fue el mayor premio que pudimos tener. Lástima que no nos encontráramos un poco más adelante, en semifinales. Brasil fue un digno campeón. Ganó con categoría, con clase. Estaba sobrado. Daba la sensación de que si necesitaba marcar cinco goles, lo hacía", contó Teófilo Cubillas a El País.

Brasil se midió con Uruguay en Semifinales. Ese partido tenía que jugarse en el Azteca, pero la sede cambió de última hora para que se disputara en el Jalisco. Los uruguayos, enojados, rechazaron la bienvenida del gobernador del estado, Francisco Medina.

El Brasil del 70 es uno de los equipos más elogiados de cualquier época. (AP Photo)
El Brasil del 70 es uno de los equipos más elogiados de cualquier época. (AP Photo)

La constelación amarilla se vio abajo en el marcador gracias a un gol tempranero de Luis Alberto Cubilla. Pese a las patadas de los charrúas, el equipo de Zagallo no cesó en su deseo de hacer magia. Y esa convicción los llevó al empate, obra de Clodoaldo antes del intermedio. En el complemento, el dominio brasileño derrumbó el muro de La Celeste: Jairzinho y Rivelino sellaron el triunfo. Y Pelé, ya con el pase a la final, estuvo a punto de hacer arte. O mejor dicho: lo hizo, aunque el balón haya elegido no coronar su excelsa jugada.

 

"El pueblo mexicano fue muy cariñoso con Brasil y digo con Brasil porque soy brasileño y ellos me trataron a mí y a la selección brasileña maravillosamente. Olvidando el fútbol, éramos bien recibidos en cualquier lugar al que íbamos y después con el premio que Dios nos dio de ser Campeones del Mundo en México, a la afición mexicana le agradezco de corazón todo el cariño y toda la atención que nos dieron", dijo Pelé en un mensaje para la Cancillería mexicana en 2020.

La Final enfrentó a los dos exponentes de las tesis más potentes en el futbol de aquella era: la libertad e inventiva brasileñas contra el rigor y mecanización de los italianos. Dos escuelas contrapuestas que querían demostrar su omnipotencia. Pelé abrió el marcador con un cabezazo imprevisto y celestial. Un espanto de Clodoaldo, queriendo jugar de lujo, provocó el empate de Boninsegna todavía en el primer tiempo. Pero no quisieron hacer más los italianos y el balón fue de un solo equipo. Gerson desemparejó el cotejo con un zurdazo preciso. Y Jairzinho empujó el 3-1 lapidario.

Pero faltaba lo mejor. En una sinfonía de toques, amagues y desmarques, Carlos Alberto estampó su botín diestro en un balón que Pelé le cedió con una gesticulación lírica. El Estadio Azteca era testigo de una obra sublime en todo sentido. Cuando el alemán Rudolf Glöckner indicó el fin del partido, la multitud enloqueció e invadió el campo. Pelé fue alzado en brazos por un pueblo que lo elegía, desde ese momento y para siempre, como el Rey de los Mundiales. Su corte, Rivelino, Gerson, Jairzinho y Tostão, no gozó de los mismos reflectores históricos. Qué mas daba. La misión de elevar el futbol al grado de arte estaba cumplida.

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