Pelé, un nombre que se convirtió en abreviatura de perfección

De toda la infinidad de cosas que hizo Pelé —los más de mil goles que metió y la variedad de récords que estableció, así como los incontables e inconmensurables momentos maravillosos que conjuró—, la que quizás es más famosa y reconocible fue también la más ordinaria y mundana.

La gloria suprema de Pelé fue un pase, uno realizado con una facilidad desenfadada en los últimos minutos de la final de la Copa del Mundo de 1970. Fue un momento de gloriosa y acústica simplicidad de un jugador cuyo nombre ya estaba establecido y cuya leyenda ya había sido pulida gracias a su maestría de lo imposiblemente complejo.

El pase en sí no fue fácil debido a la mente rápida y brillante de Pelé ni a su técnica impecable ni a la economía de sus movimientos. No fue un pase que él hizo parecer fácil. Fue, para los estándares de aquellos que pueden respirar el aire enrarecido de una final de la Copa del Mundo, un pase fácil.

Parado a unos metros fuera del área penal de Italia, Pelé recibió el balón de Jairzinho, que venía disparado desde la izquierda. Pelé usó un primer toque para controlarlo y un segundo para confirmar la recepción. Dio un tercer toque, sin prisa, mientras analizaba su próximo movimiento. En ningún momento mostró tener prisa. Durante todo el proceso estuvo, en esencia, estático.

Y, entonces, por el rabillo del ojo, Pelé vio a Carlos Alberto, su capitán, cargar hacia adelante por su derecha, en lo que en ese momento fue una única explosión motriz en un mundo de quietud casi absoluta. Pelé esperó un instante y procedió a hacer el pase, casi encogiéndose de hombros, guiando con suavidad el balón hasta el lugar exacto donde Carlos Alberto lo requería para recibirlo, a toda velocidad, sin perder el ritmo.

Ese gol hizo más que sellar la victoria de Brasil sobre Italia en el aire caliente y enrarecido de Ciudad de México. Hizo más que convertir a Pelé en el único jugador en la historia en ganar tres Copas del Mundo. Fue la máxima expresión del “jogo bonito”, del fútbol no como deporte sino como arte. Fue el gol que, para siempre, convertiría a Brasil en Brasil.

Y, sin embargo, aparte quizás de su aplomo y posiblemente su visión, ese pase no muestra ninguna de las características que hicieron a Pelé Pelé. No exhibe lo que The Times of London alguna vez denominó su movimiento “felino”. No prueba la valoración de Bobby Moore, el capitán de Inglaterra ganador de la Copa del Mundo, de que Pelé tenía “dos buenos pies, era magia en el aire, rápido, poderoso, podía vencer a la gente con habilidad y superarlos corriendo”. No explica por qué Franz Beckenbauer lo consideraba “el jugador más completo que he visto” ni por qué convenció a Michel Platini de que “jugar como Pelé es jugar como Dios”.

Que el pase se haya asociado de forma tan indeleble con Pelé se debe en parte, por supuesto, a lo que el gol llegó a representar —su obra maestra, la obra maestra de Brasil, la mejor selección de todos los tiempos anotando lo que se consideró en ese entonces (y que bien podía considerarse hoy) como el mejor gol de todos los tiempos— y en parte debido al momento en que se marcó.

Como ya ha señalado el periodista Andrew Downie, llama la atención como muchas de las imágenes más memorables de Pelé provienen de ese Mundial. Aparte de sus goles en su primera final, en 1958, cuando era un jovencito de 17 años, es el Mundial de 1970 el que proporciona la base de la evidencia de la majestuosidad de Pelé: el cabezazo rebotante salvado por Gordon Banks, la finta insolente contra Uruguay y el disparo desde la línea de medio campo contra Checoslovaquia.

Ese torneo, sin embargo, tuvo a un Pelé en sus últimos días como futbolista. Para el momento que llegó a México, ya se había retirado una vez de la selección nacional de Brasil, abatido y desalentado tras la forma en que había sido tratado en la Copa del Mundo de 1966 en Inglaterra, cuando fue sometido a la brutalidad impune y sin remordimientos de los defensores rivales. Ya acumulaba más de 1000 partidos y estaba condenado a participar en un interminable desfile de partidos de exhibiciones mientras su club, el Santos, buscaba monetizar su fama y pagar su salario.

Que sea esa versión de Pelé la que se recuerde con mayor facilidad no se debe a que haya representado su pináculo, sino a que fue la más accesible: Mexico 1970 fue la primera Copa del Mundo transmitida en Technicolor vívido —imaginen esas brillantes camisetas amarillas en contraste con el verde intenso de la grama— y transmitida en directo a millones de hogares en todo el planeta.

Antes de eso, para la gran mayoría de los fanáticos —especialmente fuera de Brasil— Pelé solo había existido en imágenes en blanco y negro. Las demostraciones de virtuosismo que iluminaron la Copa del Mundo de 1958, los goles que lo anunciaron al mundo, fueron consumidos por la mayoría en los avances noticiosos granulados que se proyectaban antes de las películas que habían pagado para ver en las salas de cine; ese vínculo cinematográfico quizás pudo haber acelerado la percepción de que Pelé era una estrella por derecho propio, pero sus jugadas proyectadas con premura y baja resolución difícilmente capturaban su talento de alta definición.

Sin embargo, incluso eso era mejor que la alternativa. En 1966, el mismo Pelé le dijo a Pete Axthelm de Sports Illustrated —para un perfil del “Atleta más famoso del mundo” que, en ese momento, era “casi desconocido en Estados Unidos”— que su mejor gol, “desde un punto de vista técnico”, lo había marcado en un partido nacional con el Santos contra el SC Juventus en 1959, un año después de que se convirtiera en estrella.

El gol no fue filmado. “Alrededor de 60.000 personas lo vieron”, escribió Axthelm. “Alrededor de un millón asegurará haberlo visto si les preguntas hoy”. Por estos días solo existe en una extraña y perturbadora simulación por computadora; que sea o no exacto es una incógnita.

Precisamente debido a que muchos de los momentos de Pelé no están capturados es que ha crecido la tendencia, en los últimos años, de intentar cuantificar sus logros: las indiscutibles tres Copas del Mundo, pero también la cifra bastante más polémica y a menudo descartada de 1281 goles en su carrera.

Sin embargo, hacer eso elimina el proceso en aras de la producción cruda; reduce a un atleta que definió no solo a toda una clase de jugador —como bien dijo Neymar, antes de Pelé, “el 10 era solo un número”— sino a toda una cultura futbolística a nada más que un goleador productivo. No deja lugar para la inventiva, la experticia o el puro placer que fueron los sellos distintivos de un jugador que fue apreciado tanto por las cosas que hizo como por la manera en que las hizo.

Un indicador mucho más preciso del legado de Pelé no serían esos números crudos y desnudos, sino algo mucho menos tangible: la magnitud y extensión de su fama. Para 1970, cuando hizo ese pase, Pelé ya era considerado el mejor jugador del planeta —quizás el mejor de todos los tiempos— desde hacía más de una década.

Pelé era tan famoso y valioso que el gobierno militar de Brasil lo declaró tesoro nacional para evitar que el Santos lo vendiera al extranjero. Una década después se construyó un club (el New York Cosmos) y un torneo (la North American Soccer League) en torno a él. El único rival que tuvo al mismo tiempo, solo en cuanto a prominencia, fue Muhammad Ali.

Tostão, su viejo compañero de equipo, ha dicho que los jugadores brasileños aprenden a distanciarse de sus identidades y que los apodos con los que tantos obtienen su dinero y fama se convierten en una especie de barrera para proteger al individuo de la manía que lo rodea. Pelé añadió una tercera capa: su apodo, su marca registrada, se convirtió en sinónimo no de grandeza o incluso de excelencia, sino de una forma de perfección intachable y difícilmente alcanzable.

Todo eso se había construido no sobre lo que la gente había visto —más allá de esas jugadas destacadas en baja resolución—, sino sobre lo que habían escuchado, leído o transmitido de boca en boca. Fue suficiente para que los rivales disfrutaran enfrentarlo y para atraer fanáticos, miles y miles de ellos, a sus partidos, sin importar si eran juegos cruciales o no.

El portero del Benfica, Costa Pereira, conoció a Pelé en la Copa Intercontinental de 1962, antecesora de la Copa Mundial de Clubes, un encuentro entre los campeones de Europa y Sudamérica. “Llegué con la esperanza de poder detener a un gran hombre”, afirmó. “Me fui convencido de haber sido anulado por alguien que no nació en el mismo planeta que el resto de nosotros”.

Ese estatus ya estaba establecido para el momento en que Pelé llegó a México para la Copa del Mundo de 1970. Ya había hecho todo lo que había que hacer: había marcado mil goles, había batido innumerables récords y había adornado el deporte con interminables momentos mágicos. Era el más grande que jamás había existido.

Pero esa fue la primera oportunidad que millones de personas tuvieron de verlo correctamente, casi por primera vez, no solo en un vistazo apresurado y difuso sino a todo color sobresaturado. Ese pase, su acto final antes de que fuera cargado en hombros por sus compañeros, con la Copa del Mundo en sus manos, no fue particularmente espectacular. No fue especialmente complejo. Sin embargo, lo que lo hizo especial y eterno fue el momento perfecto en el que lo realizó. El tiempo de Pelé fue perfecto.

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