La parábola del Inter de Milán

La primera alarma sonó en febrero, una advertencia que provino desde miles de kilómetros de distancia.

El Jiangsu Suning fue uno de los pilares de ese extraño periodo, hace cinco o seis años, cuando el futbol despertó (casi de la noche a la mañana) para descubrir que China había llegado, con la cartera llena, ambiciones desbordadas y la intención de poner de cabeza el mundo.

Al principio, Europa vio este nuevo horizonte como ve todo lo demás: como un mercado. Los clubes chinos respaldados por corporaciones eran, tal como lo fueron Turquía y Rusia años antes, una conveniencia y una curiosidad, un lugar en el cual podían descargar jugadores no deseados de escuadras saturadas.

Entonces, cuando los equipos chinos siguieron regresando, para intentar persuadir no al elenco de reparto, sino a los protagonistas, Europa se dio cuenta de que esto se trataba de otra cosa: una toma de control. Los clubes chinos compraban no solo jugadores, sino cosas que eran más valiosas, cosas que los convertían en una amenaza: interés, prestigio y relevancia.

Por supuesto, resultó ser un epejismo. Los mejores jugadores del mundo nunca llegaron a China. Sin embargo, en ocasiones, uno de los equipos de China lo intentaba. En el verano de 2019, Jiangsu habló con el Real Madrid para averiguar la posibilidad de contratar a Gareth Bale. Según informes, tenía la intención de pagarle más de 1 millón de dólares a la semana. Bale eludió el tema y decidió no cambiar de equipo. Resultó ser una sabia decisión. Dieciocho meses más tarde, en febrero de este año, poco después de ganar el campeonato chino por primera vez en su historia, el Jiangsu dejó de existir.

Esa fue la advertencia. El Jiangsu no era la única operación futbolística del conglomerado Suning: la compañía también era propietaria de una participación mayoritaria en el Inter de Milán desde 2016 e instaló a Steven Zhang (hijo del director de la compañía) como el presidente más joven en la historia del club. La llegada de Suning había sido celebrada como la salvación del Inter: una oportunidad, al fin, de devolver al equipo al nivel de la élite de Italia, primero, y después, de Europa, a fin de darle el poder financiero para competir con los superclubes.

En febrero, Suning por fin parecía listo para cumplir con su promesa. El Inter se enfilaba hacia un primer título de la Serie A desde 2010. Tenía al mejor entrenador del país, Antonio Conte. Tenía al mejor jugador de la liga, Romelu Lukaku. Tenía una escuadra construida sin reparar en gastos, que derramaba talento joven y brillante, así como veteranos experimentados.

No obstante, el colapso del Jiangsu fue un indicio de lo que estaba por venir. Suning había mencionado dificultades financieras como la causa de la disolución del club chino, aunque la sospecha de que la decisión tuvo un elemento político continúa: la compañía había prometido concentrarse en su negocio minorista “principal” y deshacerse de otras inversiones, en congruencia con la política estatal permanente de China.

Suning ya había buscado un préstamo puente de Oaktree Capital (una firma de manejo de inversiones especializada en activos de empresas en dificultades, una descripción que no habría hecho que los fanáticos del Inter se sintieran muy confiados) para quedarse hasta el final de la temporada italiana. “Espero que lo que nos pasó no le ocurra al Inter”, dijo el exdelantero italiano Éder Martins, quien jugó para ambos clubes.

Por supuesto que el Inter se salvó de correr la misma suerte, pero eso es poco consuelo para sus hinchas. Fue apenas a principios de mayo que decenas de miles de aficionados al Inter salieron a las calles de Milán, desafiando las reglas de distanciamiento social que en ese entonces todavía estaban en vigor, para celebrar la confirmación de que consiguieron el campeonato de la Serie A. Zhang, en Italia por primera vez en meses, juró que su compañía permanecería comprometida con el Inter “de mediano a largo plazo”.

Desde entonces, el equipo que ganó el campeonato se ha desmantelado a la velocidad de la luz. Primero, Conte se fue, como había intentado hacerlo el año anterior, con una mención amenazante del hecho de que su “proyecto no había cambiado” con esa decisión: el del club, sobraba decir, sí había cambiado. Entonces, el club vendió a Achraf Hakimi, el jugador cuya adquisición y desempeño había elevado al Inter por encima de todos sus rivales nacionales, y el dinero obtenido fue destinado no a la escuadra, sino a hacer el balance de los libros de contabilidad.

Se suponía que eso sería todo: Simone Inzaghi, el hombre contratado para remplazar a Conte, insistió cuando fue presentado como el nuevo entrenador del Inter que le habían asegurado que nadie más saldría del equipo.

No obstante, unas semanas después, ese consuelo resultó estar vacío. El Chelsea le pagó al Inter 132 millones de dólares por Lukaku, la grandiosa y brillante estrella del club. Él siempre había querido jugar para el Inter (su ídolo de la infancia fue Ronaldo, el gran delantero brasileño) y estaba feliz en Milán y, pese a todos los problemas que había enfrentado, en Italia. Él deseaba quedarse. Sin embargo, el club no podía darse el lujo de no venderlo. Y tal vez no solo a él: también se había ofrecido a Lautaro Martínez, su compañero delantero, en varios lugares: al Tottenham, al Arsenal y al Atlético de Madrid. Las protestas contra la continua propiedad de Suning han sido largas y escandalosas.

Este no es el futuro que el Inter había vislumbrado. Su destino, comparado con el del Jiangsu, no es uno miserable: Inzaghi es un buen entrenador y mantendrá a la mayor parte de la escuadra que conquistó la Serie A el año pasado. El club firmó a Edin Dzeko para remplazar a Lukaku; además, Marcus Thuram, del Borussia Mönchengladbach, o Duvan Zapata, del Atalanta, también podrían arribar al equipo. Nicolò Barella, Marcelo Brozovic y la mejor defensa en Italia todavía están en sus posiciones.

No obstante, el título, conquistado después de una muy larga espera, ya no luce (como Zhang había prometido) como el principio de algo. En cambio, tiene el aire de un final definitivo. Se espera que la Juventus, que se ha reunido con Massimiliano Allegri este verano, recupere su hegemonía cuando la Serie A inicie este fin de semana. Tanto la Roma, bajo la tutela de José Mourinho, como el Nápoles de Luciano Spalletti podrían representar una amenaza más grave que el Inter. Y también podrían serlo el A. C. Milán y el Atalanta.

Para los hinchas del Inter, por supuesto, esto conlleva un pesar: una historia sencilla sobre riesgo y recompensa, sobre costo y beneficio, sobre el precio de un sueño materializado en carne y hueso. Existe una crueldad innegable en la proximidad de la celebración y el colapso, aunque tal vez eso es (en resumen) de lo que se tratan los deportes: la ausencia de Lukaku este año hace la temporada pasada aún más especial, los recuerdos de ella son más poderosos.

No obstante, para el resto de nosotros hay una advertencia, una que toca una fibra mucho más cercana. Lo que ha ocurrido, de la noche a la mañana, con el Inter (y lo que pasó, incluso de manera más dramática, con el Jiangsu) es lo que pasa cuando los clubes son comprados y vendidos no en la búsqueda de gloria deportiva o incluso, por detestable que sea decirlo, una ganancia futura. Es lo que sucede cuando el futbol se permite ser usado para la política, para representar una postura y, sobre todo, para ostentar poder.

El Inter no es el único club que ha sido comprado por razones distintas al amor por el juego y no es el único club cuyo éxito no depende de las decisiones que tome en la cancha (o incluso fuera de ella), sino de corrientes sociales, políticas y diplomáticas que tienen poco o nada que ver con el juego en sí. El Inter no es el único club que debería escuchar la alarma.

La definición de justicia

En la superficie, todas son ideas lógicas. A poco más de un año desde que una combinación de la pandemia de coronavirus y el Tribunal de Arbitraje Deportivo puso fin al primer intento de la UEFA de presentar el concepto de responsabilidad presupuestaria en el futbol europeo (sí, es correcto, esta sección es sobre el Juego Limpio Financiero, pero prometo que no es aburrida), el bosquejo del Juego Limpio Financiero 2,0 comienza a surgir.

Qué forma tomarán las regulaciones cuando los clubes y las ligas que compiten en Europa y sus muchos y diversos grupos de cabildeo las hayan modificado es incierta, por supuesto, pero las ideas de la UEFA con certeza son dignas de exploración.

La vigilancia en tiempo real del cumplimiento de las reglas, para que los equipos que las violen sean sancionados de inmediato, y no en un momento indefinido en un futuro distante. Un impuesto al lujo, adoptado del Béisbol de las Grandes Ligas, para los transgresores, el cual funcionaría como un mecanismo de solidaridad más en teoría que en la práctica. Alguna especie de límite para la cantidad de ganancias que un club puede gastar en su escuadra. Todo eso tiene sentido. Parte de ello podría funcionar. Sin embargo, incluso ahora, es posible decir con algo de certeza que no funcionará.

Al leer las propuestas, me vino a la mente una frase de “To Rise Again at a Decent Hour” (Levantarse otra vez a una hora decente), la novela de Joshua Ferris que habla sobre el robo de identidad, la religión y la odontología. “La historia de cómo ganar dinero en este país es una historia de cómo explotar a los legisladores”, dice en cierto punto uno de sus personajes, un multimillonario de Wall Street que ganó su dinero a través de ventas cortas en 2008. “Dejen que los legisladores actúen y entonces, estudien los lugares aptos para explotación”.

Este es el problema fundamental con el Juego Limpio Financiero, cualquier forma que tome. No importa cuáles sean las reglas, no importa cuánto sentido tengan, no importa qué tan pura sea la intención o qué tan drástica la sanción, nada de ello tendrá ningún efecto si aquellos a quienes debe gobernar el nuevo sistema se proponen eludirlo.

Por supuesto que la versión previa del Juego Limpio Financiero tenía fallas. Había considerables e importantes problemas con el aspecto “financiero” que proponía. Sin embargo, eso no fue lo que causó su fracaso, al final. Lo que terminó por generar su caída fue que bastantes clubes estaban mucho más felices si las cosas no eran especialmente justas.

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