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En el país de fantasía del Mundial los estadios son una forma de arte mayor

AL KHOR, Catar — Es difícil expresar cuán extraño es toparse por primera vez con el estadio Al Bayt, una enorme carpa estilizada decorada con rayas negras. Diseñado para la Copa del Mundo como un homenaje a las viviendas nómadas tradicionales, el Al Bayt, la pieza central de un parque cuidado al detalle que se ubica a 35 kilómetros al norte de Doha, se eleva como de la nada y parece a la vez apto e incongruente, espectacular y sobrenatural: un oasis en el desierto o tal vez solo un espejismo.

El Al Bayt, el cual se terminó de construir el año pasado, es uno de los siete nuevos estadios construidos para el Mundial en Doha, la capital de Catar, y sus alrededores (un octavo es una versión renovada de un estadio viejo). Cada uno es más espectacular e inesperado que el otro. Cada uno contribuye a la incesante sensación de disonancia cognitiva que impregna esta Copa del Mundo.

Se rumora que Catar gastó 220.000 millones de dólares en los preparativos para el torneo, que hicieron aparecer de la nada nuevos edificios, nuevos vecindarios e incluso toda una nueva ciudad. Estar aquí ahora es existir en una burbuja de alta irrealidad: un lugar en el que todo es más nuevo y mejor y que existe, de momento, solo en referencia a sí mismo.

En los días de partido, se necesita casi una hora en autobús para llegar hasta Al Bayt. A todos los demás estadios se puede llegar con facilidad en el sistema de metro subterráneo o están conectados por rutas de autobuses gratuitos, por lo que este Mundial se ha vuelto uno de viajeros, un evento que evoca más a unos Juegos Olímpicos que a torneos anteriores. Por ejemplo, en Rusia en 2018, algunos aficionados tuvieron que viajar a Ekaterimburgo, a casi 1600 kilómetros de Moscú, para ver un puñado de partidos. En Brasil, cuatro años antes, el viaje de Manaos a Porto Alegre era más del doble que esa cifra.

Sin embargo, aquí se pueden visitar todos los estadios en un solo día.

Por ejemplo, si tomas el tren hacia el oeste por la línea verde, después de pasar por la Biblioteca Nacional de Catar (arquitecto: Rem Koolhaas), te encontrarás en la Ciudad de la Educación, un campus de 1170 hectáreas con escuelas, centros de investigación e incubadoras. A unos pocos pasos se encuentra el estadio de la Ciudad de la Educación, con capacidad para 40.000 espectadores, que se asoma como una nave espacial de una civilización superior a cuyos habitantes les gusta lo ostentoso. Durante el día, cambia de color según el movimiento del sol por el cielo; por la noche, unas luces tipo discoteca lo iluminan gracias a miles de diodos.

A lo largo de otra línea de metro se encuentra el colorido estadio 974, cuyo nombre es un guiño al número (imposible de verificar) de contenedores de transporte marítimo que en teoría se utilizaron para construirlo y también al prefijo telefónico internacional de Catar. El estadio 974 es tan original como ingenioso y su desmantelamiento está programado para el final del torneo. (¿Los partidos del Mundial son más divertidos si se juegan en un estadio que parece construido con Legos? Vamos a debatirlo).

La escultura de un tiburón suspendida entre unos edificios en Lusail, una ciudad en construcción a 22 kilómetros de Doha, Catar, el 30 de noviembre de 2022. (Erin Schaff/The New York Times)
La escultura de un tiburón suspendida entre unos edificios en Lusail, una ciudad en construcción a 22 kilómetros de Doha, Catar, el 30 de noviembre de 2022. (Erin Schaff/The New York Times)

Es divertido pensar a qué se parecen los estadios. El estadio internacional Khalifa tiene un espectacular borde superior que recuerda a una cinta de Möbius. (Al lado hay un edificio llamativo con forma de lanza que se eleva en el aire y que mis colegas supusieron que podría ser una torre de control, un centro de telecomunicaciones o “algo relacionado con la cetrería”, pero a final de cuentas resultó ser un hotel).

En el estadio Al Janoub, el techo rosáceo y delicadamente ondulado pretende evocar las “velas llenas de viento de los barcos dhow tradicionales de Catar”, según la guía del Mundial, pero en su lugar se ha vuelto conocido por evocar lo mismo que los cuadros de flores de Georgia O'Keeffe. (“Es muy vergonzoso”, opinó la arquitecta del estadio —Zaha Hadid, quien murió en 2016—, cuando surgió la comparación por primera vez. “¿Qué están diciendo? ¿Que todo lo que tiene un agujero es una vagina? Eso es ridículo”).

Regresa al metro y toma la línea verde hasta la última parada, el Mall of Catar. Ahí estarás frente a dos fuerzas iguales y opuestas. Detrás de ti, se encuentra el centro comercial mismo, un inmenso templo minorista y de entretenimiento. Enfrente, con al atardecer que lo rodea con una banda brillante color azul rey, está el imponente estadio Ahmad bin Ali, conocido como la Puerta del Desierto por el paisaje árido que se extiende más allá del recinto. No es para todos los gustos: Architectural Review lo describió como “un inmenso objeto que dejó plantado en el desierto el torbellino de dinero que gira alrededor de la FIFA”.

Ese es el problema, o uno de ellos, con la sola idea del Mundial de Catar: la majestuosidad entrelazada con la locura. La explotación de los trabajadores migrantes empleados para construir sus estadios a la medida; el césped que tuvo que ser enviado y los árboles ornamentales en lugares donde estos no crecen; la sensación de que la infraestructura, rica en detalles y alto diseño, está pensada para crear necesidades futuras, no satisfacer las presentes; la manera en que siempre hace demasiado calor afuera y demasiado frío adentro; las fuentes decorativas en uno de los lugares más secos de la Tierra... todo esto es difícil de procesar.

La otra tarde, tomé el metro hasta la estación Free Zone. Tras un viaje en autobús colectivo y una larga caminata, di vuelta a la esquina para ver el precioso estadio Al Thumama, centelleante como una corona de diamantes y plata, espectacular en contraste con el oscuro cielo nocturno.

“Es mi estadio favorito”, comentó Abdulrahman al Mana, un catarí que trabajaba en el recinto, pero cuyo empleo habitual es la planificación urbana. Tiene 24 años y estudió en la Universidad de Cornell, donde su gobierno le pagó la matrícula. Está orgulloso de Catar y del estadio, un diseño del arquitecto catarí Ibrahim Jaidah y que evoca la gahfiya, el gorro tejido tradicional que llevan los hombres árabes debajo de sus ghutras o bufandas.

Al Mana habló con pasión de cómo en muchos casos el tamaño de los estadios se iba a reducir después de la Copa Mundial y se iban a reutilizar como centros comunitarios y deportivos, rodeados de parques y jardines. “Un gran componente de todo esto es asegurarse de que quede un legado para el futuro”, afirmó.

Pensaba en lo que me dijo Al Mana mientras tomaba el metro en la otra dirección hacia el estadio icónico de Lusail, con más de 88.000 asientos, el mayor de Catar y sede de la final de la Copa del Mundo a celebrarse el 18 de diciembre. Es una estructura de esfera brillante, un gigantesco recipiente dorado de una belleza asombrosa que, de algún modo, parece absorber, generar y reflejar la luz al mismo tiempo.

El estadio se encuentra en uno de los extremos de Lusail, una ciudad en construcción a 22 kilómetros del centro de Doha. Aunque hace tan solo 20 años la ciudad no era nada parecida a su forma actual, se prevé que pronto habiten en ella 450.000 personas y sirva de centro neurálgico para el deporte, el comercio, el entretenimiento y el turismo. Claro, es preciosa, opinó un azerbaiyano que trabajaba en el torneo y no quiso dar su nombre, pero que si de verdad quería ver algo impactante, debía fijarme en las cuatro torres futuristas que se alzan sobre la nueva ciudad y brillan en la distancia con luces de color púrpura. El azerbaiyano no estaba seguro de para qué servían las torres —tal vez solo eran decorativas—, pero me sugirió que merecía la pena dedicarles tiempo: Allí hay un tiburón enorme, dijo.

Catar es conocido por su pasión por coleccionar animales —el país acaba de recibir dos pandas gigantes de China y supuestamente planea construir un parque exclusivo para jirafas en Lusail—, por lo que parecía plausible que hubiera instalado un tanque de tiburones en medio de un proyecto urbanístico de vanidad.

Aunque parece que todavía vive poca gente ahí, Lusail rebosaba de personas que experimentaban su marca particular de sobrecarga sensorial. Había aire fresco que soplaba desde el suelo, debido en parte a una enorme planta de refrigeración que escupía vapor junto al estadio. En los altavoces sonaban canciones inspiradoras. Rayos de luz bailaban en el cielo. Mujeres vestidas de flores rojas gigantescas caminaban sobre zancos. Alguien tocaba música árabe con un saxofón. Las calles estaban llenas de tiendas: Al-Jazeera Perfumes, una cafetería llamada “Cup of Joe” y, por alguna razón, un Chuck E. Cheese del largo de una manzana.

La vía pública parecía de kilómetros de largo. Resultó que las torres del fondo eran cuatro edificios de oficinas diseñados por Foster + Partners, la sede futura, entre otras organizaciones, del Banco Nacional de Catar y de la Autoridad de Inversiones de Catar. A final de cuentas, el tiburón —el cual estaba suspendido de cables entre los edificios y brillaba y centelleaba como una bola de discoteca— resultó ser falso.

© 2022 The New York Times Company