Todos piensan que mi hija es un niño (y me siento mal porque me importa demasiado)

YourTango
Por Britt Reints

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(Foto: Tim Macpherson / Getty Images)

“¡Hola, muchachito!”.

“¿Él querrá entrar con usted al probador?”.

“¡A su hijo se le iluminó la cara!”.

“En realidad es una niña”.

“No, ella está bien aquí”.

“Es mi hija”.

“¡Lo siento!”.

“Oh, no importa”, les respondo.

Emma casi nunca lo nota. Y si lo hace, no suele decir nada. A veces me mira con una sonrisa traviesa y se pone un dedo sobre los labios. Mueve ligeramente la cabeza y evita reírse para guardar ese pequeño secreto entre nosotras.

El secreto es que es una niña, pero parece un niño.

“Está bien”, me digo. Pero en realidad no siento que esté bien. Me siento protectora y desconcertada a la vez, y quizás hasta un poco avergonzada.

Sin duda me avergüenzo de mi incomodidad.

Cuando Emma anunció, hace un mes, que quería cortarse el pelo, lloré. No delante de ella, por supuesto. A ella solo le pregunté por qué y después le dije que buscara una foto en Internet para mostrársela al peluquero.

Después, me metí en la ducha y lloré.

Lloré, no porque ella quisiera cortarse su pelo largo, sino porque “quería cortárselo como un niño”. Por alguna razón, esa fue la gota que colmó el vaso.

Emma no se pone vestidos desde que tiene dos años. Los odia. Ahora, a los 10, suele llevar camisetas y shorts deportivos o jerséis, o algo viejo y manchado que le ha salido gratis. Cuando se “viste para salir” usa unos jeans ajustados y una camisa a cuadros, con sus Converse altas negras y verdes.

Debo admitir que su estilo siempre me ha puesto un poco triste. Apenas supe que iba a tener una niña, corrí a casa y pinté las paredes de su habitación con dos tonalidades de rosa, mientras fantaseaba con salir de compras y tener fines de semana solo para chicas con ella. Le quería enseñar a peinarse y pintarse las uñas. Estaba impaciente por emprender ese viaje con mi mini-yo.

Pero resulta que uno no da a luz a muñecas y, en vez de tener una mini-yo, me encontré con un ser humano completamente distinto e independiente de mí, con sus propios sueños e ideas. Y sí, eso me pone un poco triste.

Aunque también hace que me sienta muy orgullosa. Siempre me ha impresionado la personalidad que tiene mi hija y cuan temprano la desarrolló. “¡Rechazó los vestidos antes de aprender a hablar!”, no puedo negarlo, me gusta presumir.

He luchado con todas mis fuerzas contra la etiqueta “marimacho”.

“Ella no es una marimacho”, respondía. “Es una niña a la que no le gusta el rosa, ni los vestidos, ni jugar a las princesas. Su forma de ser no necesita otra etiqueta. ¡La palabra ‘niña’ puede abarcar todo eso y mucho más!”.

Pensé que la estaba empoderando cuando le enseñaba a abrazar y amar todo lo que es y será. Pero ahora me pregunto si no estaría dejando espacio a la posible resurrección de un sueño que hace mucho que se había acabado.

Porque lloré en la ducha cuando me dijo que quería cortarse el pelo.

“¡Nunca vamos a tener nietos!”, le dije entre sollozos a mi marido, que estaba del otro lado de la cortina. “¡Y apuesto a que ninguno de nuestros hijos irá al baile de fin de curso!”.

Sí, porque no solo uno, sino mis dos hijos se empeñan en evitar todo tipo de normas sociales, especialmente las de género. Y, ¿sabes qué? A veces puede ser agotador. A veces es difícil ver cómo se frustran tus expectativas y te ves forzada a cuestionar el status quo.

“No sabes qué pasará en el futuro”, dijo mi esposo. Mi madre, por su parte, me dijo lo mismo cuando salí de la ducha y me consoló.

“Por cierto”, me recordó, “nunca creíste que ibas a ser madre”.

Es cierto. La ironía en todo este asunto es que no crecí soñando con ser madre. No quería niños, de hecho, fue debido a una mala decisión financiera (pensaba que los métodos de control de la natalidad eran demasiado caros) que me encontré frente a la elección de ser madre. Mi deseo de tener hijos –y de convertirme en madre– es apenas mayor que mis propios niños.

Aún así, me puse a llorar por unos nietos que no han nacido.

No se trata de los nietos, me dije. Ese día, en ese momento, solo quería que uno de mis hijos fuera normal, porque quizás así todo sería más fácil.

Por supuesto, logré recomponerme. Recordé que mis hijos son estupendos. Tanto Jared como mi madre me hicieron darme cuenta que su rechazo a ser normales es mi culpa, porque no les crié para cumplir con las expectativas sociales.

Ayudé a Emma a elegir el corte de pelo –uno que encontramos buscando “cortes de pelo andróginos”– y la llevé para que se hiciera el gran corte.

También tuve una rápida conversación con ella sobre la posibilidad de que fuera transexual.

Porque estamos en 2015 y también uso Internet.

“Ejem, ¿te sientes más como un niño que como una niña?”, le pregunté.

“¿De qué me estás hablando?” –levantó dos dedos y los movió hacia delante y hacia atrás, para ilustrar lo que estaba pensando– ¿de eso de cambiar de sexo?”.

“Ohhh… ¿sí? ¿Cómo sabes esas cosas?”.

“Vi un programa sobre un niño que había nacido niña y una niña que había nacido niño y se gustaban. Se operaron y ¡seguían gustándose!”.

Porque estamos en 2015 y, evidentemente, ella también tiene acceso a Internet.

“Sí”, le dije, “de eso hablaba”.

“No, mamá”, insistió, “no me siento como un niño. ¡Me asusta la idea de morir en una operación, nunca haría eso!”.

Mi respuesta no se hizo esperar: “¿qué pasaría si no te asustara la cirugía?”.

“No, yo soy una niña, solo quiero cortarme el pelo como un niño”.

Y así fue cómo la llevé a cortarse el pelo, ahora está encantada.

Encantada.

El primer día volvió de la escuela y me dijo que había dado “¡la mejor respuesta a una pregunta en clase! Mi profesor me dijo que era una persona completamente nueva con este corte de pelo”. Aunque sé que su satisfacción también se debe a que le va genial en las prácticas de béisbol. Mi hija está radiante la mayor parte del tiempo, y ahora no hay cabello detrás del cual esconder su felicidad.

“No puedo creer que haya dudado de ese estúpido corte de pelo”, me digo.

Sin embargo, en el “Día de llevar a los hijos al trabajo”, vino conmigo y todos pensaban que era un niño.

Les corregí amablemente, ella no se dio cuenta, pero me dieron ganas de llorar de nuevo.

Y esto es lo que me viene pasando en el último mes. Me siento como si estuviera en una montaña rusa de emociones que gira en torno al aspecto de mi hija –o más bien de cómo la ven los demás– y de cómo me siento al respecto.

Le sugerí que usara aretes, para que los demás se dieran cuenta de que es una niña. Me hizo esa concesión, diciéndome que recordaría usarlos más a menudo, pero también me recordó que no le importaba lo que pensaran los demás.

“Tú dices que no importa lo que piensen los demás”.

Le dije que era increíble y me disculpé por llevar tan mal la situación.

“No sé por qué me molesta, Emma”, le confesé, “pero estoy muy orgullosa de que seas capaz de expresar lo que eres, sin importar cómo yo lo maneje”.

“Tú crees que las personas pensarán que has fallado en la educación de tu hija”, dejó caer de manera casual.

“Eres tan inteligente”.

“Sí, probablemente debería ser psicóloga o algo por el estilo”.

¿Cómo no voy a sentirme orgullosa de ella?

Me pregunto si ahí está el problema, o al menos una parte.

Como madres, tenemos el horrible hábito de relacionar a nuestros hijos con nosotras mismas, no cortamos el cordón umbilical. Sus éxitos son los nuestros y sus fracasos también. Por tanto, creo que la forma en que vean a mi hija, también es la manera en que me ven a mí. Nos sentimos orgullosas de nuestros hijos –o avergonzadas– como si fueran un reflejo directo de nosotras mismas.

El mayor problema, la verdadera revelación, es que le he dado mucha importancia a cuan bella lucía mi hija.

La belleza cuenta.

Me gustaría decir que no es así. Me gustaría afirmar que la belleza no es importante, pero también suelo decir que todos somos hermosos, y eso significa que me importa.

Quizás Emma sabe algo que yo aún no he descubierto: la diferencia entre lo bello y lo precioso.

Ella es una artista y le gusta estar rodeada de luz, color y lujos. “No puedo evitarlo”, me dijo una vez en el balcón de una habitación en un hotel cinco estrellas, “¡me siento mejor cuando estoy rodeada de cosas preciosas!”. Pero a ella no le interesa lo bello.

Admito que a mí sí. Pero no quiero seguir lamentándome por eso, la culpa no es buena consejera. Me gusta ser bella y estoy condicionada por una serie de normas que definen qué es la belleza. ¿Qué le voy a hacer? Ahora mismo, estoy en eso.

Aunque también estoy:

… aprendiendo a separar a mis hijos de mi propio reflejo.

… con ganas de seguir ampliando mi definición de belleza.

… evaluando la importancia que le doy a la belleza.

… sin parar de soltar, soltar y soltar, en lo que se refiere a mis hijos.

Mi nombre es Britt Reints, soy una experta en felicidad y mi objetivo es ayudar a las personas a encontrar estrategias prácticas para ser más felices. Utilizo herramientas como el coaching, el discurso y la escritura.