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Por qué Donald Trump es considerado una amenaza para la democracia de EEUU

Mientras avanza la campaña electoral rumbo a la elección del 3 de noviembre, crecen los señalamientos sobre que Donald Trump, por sus actitudes, acciones, omisiones y obsesiones, constituye un serio peligro para la democracia.

Su rival demócrata, el exvicepresidente Joe Biden, ha señalado que en los próximos comicios presidenciales está en juego el “alma estadounidense” y en su discurso durante la Convención Nacional Demócrata, el expresidente Barack Obama señaló que Trump no solo no ha mostrado interés por las instituciones democráticas sino que ha usado la presidencia como un ‘reality show’ para lograr la atención que él ansía.

El clamor de que a Trump solo le interesa impulsar sus intereses personales, sin importar que ello vaya en contra del interés nacional o atropelle las instituciones, no es nuevo pero sí creciente, incluso entre republicanos, aunque ciertamente la mayoría del aparato del Partido Republicano ha cerrado los ojos y dejado ser al presidente, al parecer en aras de impulsar algunos asuntos fiscales y regulatorios de la agenda conservadora y lograr transformaciones –como en los nombramientos de jueces y la composición de la Corte Suprema– para inclinar el sistema judicial hacia la derecha.

Impulsar cierta línea ideológica o políticas públicas de cierto cuño es válido si se hace en sintonía con el interés nacional y se respeta el proceso institucional republicano y democrático. En ese sentido los demócratas, de tener la capacidad (y buscan tenerla), también trabajarán para modificar la composición de las cortes y el máximo tribunal hacia el lado liberal y promover políticas y regulaciones de cuño progresista.

El problema actual es que al dar amplio margen de maniobra a Trump, los republicanos, en aras de lograr algunos de sus objetivos, han ayudado a erosionar el contexto institucional, lo que merma el basamento común y abre la puerta a las actitudes y prácticas autoritarias del presidente.

Algunos, aunque aún una minoría, de los republicanos han por ello planteado su apoyo a Biden.

Y se señala que el propio movimiento conservador ha quedado adulterado por medidas de Trump como el creciente déficit y el proteccionismo comercial, y el presidente ha tratado de estigmatizar a liberales y progresistas por sus posiciones contra la desigualdad, el racismo y el deterioro del medio ambiente.

Algunos pueden decir que ello no ha hecho sino desenmascarar las mentiras e hipocresías de unos y otros, pero también ha afectado al país, creado tensión y polarización social y podría tener graves consecuencias si continúa en el futuro.

Algunos ejemplos de ello son patentes.

Trump ha puesto a grupos neonazis y supremacistas blancos –como los que realizaron una ominosa marcha en Charlotesville– en el mismo nivel que quienes denuncian el racismo, el odio y la discriminación, y con ello ha dado impulso a grupos fascistoides que son una amenaza para la sociedad y la democracia estadounidense.

Aunque no fue formalmente acusado por ello, hay evidencia de que Trump trató de obstruir la justicia en el contexto de la investigación sobre la injerencia electoral de Rusia del fiscal Robert Mueller, y usó la presidencia para lograr que el gobierno de Ucrania lanzara, o al menos anunciara, una investigación contra su rival político Joe Biden, poniendo con ello sus intereses particulares por encima de la seguridad nacional. Esto último lo condujo a ser formalmente acusado en un proceso de impeachment, del que fue librado por la mayoría republicana en el Senado.

A fin de tomarse una foto para su lucimiento personal, Trump ordenó reprimir a manifestantes pacíficos que protestaban de modo legítimo contra el racismo y la brutalidad policiaca en Washington DC, y no ha tenido empacho en enviar fuerzas federales para encarar manifestantes y catalizar la confrontación, como sucedió en Portland. Para justificar su recurso a la represión, ha pretendido que la protesta legítima y pacífica es lo mismo que el reprobable vandalismo y destrucción con el que algunos han tratado de sacar espurio partido y ha atizado el miedo al plantear un supuesto escenario de creciente caos y crimen si ganan los demócratas.

Incluso Trump ha llegado a amenazar con enviar al ejército a ciertos estados en los que las autoridades no responden como a él le gustaría, pasando por alto a los gobernadores, en lo que sería una medida autoritaria peligrosa y que ha sido rechazada por altos mandos militares, activos y en retiro.

Críticos también han contrastado, y deplorado, la proclividad de Trump hacia gobernantes autoritarios, adversarios de Estados Unidos, como Vladimir Putin, Xi Jingpin o Kim Jong-un con la fricción y el desdén que el presidente ha mostrado hacia mandatarios europeos que han sido aliados de Estados Unidos por décadas.

Y aunque eso tenga una componente retórico y de egolatría importante (en paralelo Estados Unidos mantiene sanciones contra Rusia, China y Corea del Norte mientras mantiene nexos político-militares con países de Europa Occidental), si a ello se añade su desdén hacia las instituciones internacionales multilaterales o su rechazo al Acuerdo de París contra el cambio climático, resulta patente que el presidente rechaza esquemas que pueden propiciar un planeta mejor (y evitar su mayor degradación) para en cambio impulsar una estrategia que afirma poner a Estados Unidos primero pero, en realidad, lo aísla y confronta con el mundo en sintonía con sus obsesiones personales y desplantes autoritarios.

En paralelo, Trump ha dado rienda suelta a numerosas teorías conspirativas, ha emitido órdenes ejecutivas que, de acuerdo a tribunales, vulneran derechos básicos y ha cerrado el gobierno y actuado al margen del Congreso en aras de impulsar obsesiones personales, como el muro fronterizo, con la oposición tanto de demócratas como de republicanos.

Y, recientemente, ha emprendido una campaña para poner en entredicho la integridad del sistema electoral. Ante la elevada posibilidad perder –Trump está detrás en las encuestas a escala nacional y en estados clave– ha clamado que su derrota solo podría ser posible si se comete fraude, ha calificado de fraudulento el voto por correo y se ha negado a decir si reconocerá un resultado electoral que le sea adverso.

Incluso ha planteado aplazar las elecciones o incluso asumir un tercer periodo de gobierno, situaciones que la Constitución le prohíbe, solo por el hecho de que enfrenta un escenario adverso a sus intereses.

El voto por correo, que es clave para el ejercicio democrático durante la presente pandemia, no está colmado de fraude como señala Trump (en realidad las irregularidades en esa modalidad de voto son mínimas y menores que en el voto presencial, de suyo reducidas), pero el presidente busca estigmatizarlo y desalentarlo como una vía de supresión del voto.

Sospechosos ajustes en la capacidad del Servicio Postal de Estados Unidos, lo que podría evitar que los votos por correo lleguen a tiempo para ser contados, y el reconocimiento explícito de Trump de que rechaza dar recursos adicionales al sistema de correo, como se plantea en un nuevo proyecto legislativo de rescate ante el covid-19, porque ese dinero ayudaría a potenciar el voto postal, es una prueba más de que Trump pretendería desestabilizar el proceso de votación para evitar una derrota o, en caso de que esta se dé, argumentar que fue motivo de fraude y movilizar para desconocerla a su numerosa base de seguidores duros en un escenario de confrontación política jamás visto en la historia estadounidense.

Su rechazo a decir si aceptará un resultado electoral adverso, y su afán por suprimir el voto y poner en duda (de antemano y sin pruebas) la integridad del proceso electoral, son ominosos señalamientos de que Trump estaría considerando desconocer el resultado de las elecciones para aferrarse al poder. Ello, se ha afirmado, constituye una amenaza directa a la democracia, la Constitución y las instituciones republicanas.

Si a ello se añaden las actitudes xenofóbicas, racistas, sexistas y narcisistas que continuamente ha desplegado Trump, su ineptitud ante la pandemia de covid-19 que se ha cobrado más de 170,000 vidas de estadounidenses y derrumbado la economía y su reiterada actitud ofensiva y polarizante se redondea el discurso de quienes piden evitar con el voto la reelección del presidente.

Con todo, muchos estadounidenses respaldan a Trump, presumiblemente porque aunque rechacen en parte o en mucho su talante y sus acciones, consideran que él es quien a su juicio mejor atiende algunos de los planteamientos, miedos y agravios de la derecha. Si eso será suficiente para que logre la reelección es justamente una de las grandes pruebas de las elecciones del 3 de noviembre.

Cabe señalar que en la arena del voto libre es legítimo avanzar y en su caso aplicar una u otra política tras ganar los comicios, siempre que esta no erosione la institucionalidad democrática ni atente contra el interés mayor del país.

Por su parte, Biden y los demócratas consideran que un cambio en la Casa Blanca es indispensable para reencauzar al país, atender los inmensos problemas que impone el covid-19 y su debacle económica y preservar la democracia. Ello tanto para eludir el espectro del autoritarismo como para emprender las transformaciones que a su juicio necesita el país.

Y también hay voces que consideran que Biden en realidad es una opción endeble pero, en todo caso, mejor que cuatro años más de Trump.

Así, es claro que la próxima elección será un referéndum sobre Trump y, también, una prueba inédita para la democracia estadounidense. No porque la elección vaya a ser inevitablemente fraudulenta, sino porque el propio presidente pretende hacerlo creer para deslegitimizar una eventual resultado adverso. Es Trump, en ese sentido, quien estaría vulnerando la integridad del proceso electoral.

Solo el voto masivo y libre, y la movilización social para defenderlo, permitirán desactivar los posibles intentos autoritarios de desconocer el resultado legítimo de las urnas. Si en una elección libre Trump es reelecto, tendrá la legitimidad democrática para continuar en el poder, aunque ello le pese a sus críticos y opositores. Pero si es Biden quien gana, es imperativo que Trump reconozca su derrota y acate la Constitución, y lo mismo se aplica a sus seguidores.

El relevo democrático del poder es pilar de la institucionalidad republicana, un valor civilizatorio necesario y mayúsculo que, sea quien sea los protagonistas, debe preservarse.

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