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Opinión: Carles Puigdemont, hazte a un lado

Desde los extremos o el romanticismo, el expresidente de la Generalitat de Cataluña ha entorpecido las vías para resolver la cuestión catalana. Un diálogo pragmático no tendría que incluirlo.

BARCELONA — El “Soneto 29” de William Shakespeare celebra al amor salvador. En sus versos un hombre derruido vive su mala estrella en soledad. Carece de las habilidades de otros, no tiene apostura ni artes. “Envidio a este el talento y al otro su poder / y con lo que más gozo, no me siento contento”. Pero allí está el amor, dice Shakespeare, para compensar las heridas y los contratiempos de la vida: “Me da solo evocarte, dulce amor, tal riqueza, / que entonces ya no cambio mi estado por un reino”.

Me gustaría escuchar esos versos, en catalán, de boca de Carles Puigdemont, el expresidente de la Generalitat autoexiliado en Bélgica. Él es el hombre vencido, sin reino ni poder. Y es un problema, pues lo que menos necesita el diálogo germinal sobre la cuestión catalana propuesto por el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, es gresca y reproches. Pero Puigdemont se siente desplazado de la conversación y refunfuña el desamor con el enojo de quien se niega a pasar desapercibido.

Cada vez que Puigdemont habla recuerdo al (retirado) rey de España y su petición a Hugo Chávez: ¿Por qué no te callas, Carles? Si España, el independentismo y él mismo quieren solucionar la mayor crisis territorial del país en democracia, el expresidente de la Generalitat debe hacerse a un lado o abandonar su extremismo melodramático.

Puigdemont ha perdido pie en la realidad desde que se fugó a Waterloo. No puede retornar a España so pena de caer preso. Una banca en el Parlamento Europeo —donde es eurodiputado desde 2019— le dio respiro momentáneo, pero el suyo es un asiento en el fondo del ágora, lejos de los reflectores. Un destino menor para quien se soñaba como primer presidente de la República de Cataluña.

Aislado y perseguido —sobre todo por sus errores—, Puigdemont se ha empeñado en entorpecer el diálogo Madrid-Barcelona con el objetivo de que le regalen una silla y no seguir fuera del juego. Sin él y sus ideas, dijo Puigdemont esta semana, toda mesa de diálogo que no incluya la autodeterminación no es política sino tertulia.

Oriol Junqueras, el líder de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) condenado a prisión en el juicio al procés, le ha robado el papel estelar como traidor necesario. La ausencia de la mesa confirma los peores temores de Puigdemont: tal vez huir no fue una buena idea. Quizás la cobardía es políticamente poco perdonable; tal vez es mejor acabar en la cárcel por un tiempo y convertirse a la vez en mártir del independentismo e interlocutor del Estado español, como Junqueras. A Puigdemont le queda vociferar la frustración por el amor que le niegan. “Si quieren actuar con realismo político, no pueden ignorar lo que represento”, dijo.

Ahora —sin autoridad para jugarse a la independencia o nada—, lo suyo es el ubercatalanismo: la mesa, le ha dicho a Sánchez, debe incluir a todos o no será representativa. Pero ese discurso de apertura es una trampa cazabobos: Puigdemont no quiere dialogar sino montar un espectáculo permanente, el intercambio de provocaciones que tan bien le funcionaba con el expresidente Mariano Rajoy.

Más que política, quiere teatro. Cuanto hoy parece aportar a la discusión con España es contraproducente: su estrategia es radicalizar. El ubercatalanismo de Puigdemont es suicida, pues no acaba con aplausos sino con el teatro incendiado. Junqueras le ha quitado toda posibilidad de ir al centro; la izquierda de ERC, en ascenso mientras retrocede la derecha, ocupa el espacio que él no puede articular desde Waterloo.

Así que, señor Puigdemont: asuma que le tocó un papel secundario en el reparto y deje de pedir reflectores si no va a empujar consensos. Ya, Carles, calla. Nadie oye tu demanda impráctica de independencia porque es un poco absurdo volver atrás en el tiempo como si nada hubiera sucedido: como si el referéndum del 1-O, las marchas de decenas de miles de catalanes, la represión policial, la aplicación del artículo 155 —que suspendió la autonomía de Cataluña— o el controversial juicio al procés hubieran sido ficción.

Puigdemont podrá vivir en su propia novela por necesidad de sobrevivencia política, pero el escenario ha cambiado. Hay posibilidades de resolver la crisis desde el debate de ideas: la derecha ya no está en el poder en Madrid; hay margen para negociar en serio, con más pragmatismo y menos romanticismo pueril.

¿Qué hacer con él, entonces? Tal vez no valga la pena que Sánchez le ofrezca un papel en la conversación. Puigdemont hará un melodrama. Victimismo y parálisis le van bien. La autoficción del presidente de la República Catalana más breve de la historia —lo fue durante unos segundos, en los que declaró y suspendió la independencia— no contempla subterfugios. Ya escoró el barco. El independentismo hará bien en dejarlo irse solo al garete.

Decía Shakespeare: “Me da solo evocarte, dulce amor, tal riqueza, / que entonces ya no cambio mi estado por un reino”. Puigdemont, ese hombre negado y extraviado, debiera olvidar la retórica incorruptible de los puristas si ama a Cataluña. O tendremos que entender que, en él, su amor es condena.

Diego Fonseca (@DiegoFonsecaDF) es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Su libro más reciente, en coedición, es Perdimos. ¿Quién gana la Copa América de la corrupción? Es director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company