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La doble vara de medir para juzgar a la izquierda y la derecha en política

El escrache en la vivienda de Pablo Iglesias ya dura más de dos meses.
El escrache en la vivienda de Pablo Iglesias ya dura más de dos meses. (Photo by Juan Naharro Gimenez/Getty Images)

En las últimas 72 horas se ha conocido que:

La ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, fue gravemente insultada al grito de "golfa de mierda", "roja de mierda" o "hija de puta" al tiempo que el vehículo oficial en el que viajaba a la presentación de Toledo como Capital Europea de la Economía Social fue violentamente zarandeado por un grupo de miembros del "lobby taurino".

Y que el fundador de Podemos, Juan Carlos Monedero, tuvo que abandonar un bar de la localidad gaditana de Sanlúcar de Barrameda después de ser increpado con descalificaciones del tipo: "¡Maricón de mierda!", "sinvergüenza" y "jarabe democrático".

Se trata de dos situaciones en las que no es casual el uso de insultos en contra de mujeres y gais. Efectivamente, en ambas escaramuzas participaron simpatizantes de Vox, tal como se puede comprobar escuchando detenidamente los audios y siguiendo el rastro de los vídeos en las redes sociales. Ante las evidencias el partido se ha expresado públicamente al respecto. ¿Para condenarlo? No, al contrario.

La encargada de justificar el primer caso ha sido la propia portavoz de la formación de extrema derecha, Macarena Olona, señalando que “Habéis traído la miseria y la desgracia a España. Teóricos de universidad jugando a ser políticos con nuestras vidas. En esos gritos no hay ideología. Hay desesperación. Vosotros seguid con vuestra cortina del “Todo es ultraderecha”. Tic tac tic tac”.

Y el segundo caso lo ha defendido Vox directamente desde su cuenta oficial de twitter: "Lo que sucede es que el pueblo español está harto de vosotros, que sois un grupo de matones y mafiosos, amigos de terroristas y de narco dictaduras, financiados por cárteles y por países islamistas. Al menos no te tiraron ketchup", respondieron desde la cuenta oficial de Vox a la denuncia de Monedero.

El caso es que no ha habido detenidos en ninguno de los ataques. A los que hay que sumar que el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, y la ministra de Igualdad, Irene Montero, llevan padeciendo de manera ininterrumpida dos meses de escraches en su casa de Galapagar -los mismos que alentaron en su día desde la oposición, no olvidemos-. O la agresión verbal del portavoz de Vox, Iván Espinosa de los Monteros, al periodista de Vocento, Antonio Papell, tras una de sus aseveraciones contra su formación. O el hecho de que el líder supremo de Vox, Santiago Abascal, se haya mudado a una morada valorada en más de un millón de euros con todo lo que ha criticado él la adquisición del chalet del vicepresidente por poco más de la mitad de la que se ha tenido noticia estos días.

La doble vara de medir en las redes sociales en donde los bots de Vox ya quedaron al descubierto por un error informático también la está teniendo el Abascal, quien se queja de que se haga pública la dirección de su hogar por si allí acude gente a plantarle un par de de escraches.

Sin embargo no se está poniendo freno a la escalada de violencia física y verbal que está propiciando Vox desde su irrupción en España. El odio se ha demostrado como una estrategia política del populismo y avanza pasito a pasito hasta instalarse en la sociedad sin que esta se percate de su peligrosidad.

La estrategia no puede sorprender a nadie, porque es la misma que empleó Donald Trump en su carrera hacia la Casa Blanca en donde, entre otros, ha llegado a defender el terrorismo supremacista de Charlottesville, en Estados Unidos. Ojo a este dato, el número de grupos radicales estadounidenses que se dedican a atacar a personas por su raza, religión, origen étnico u orientación sexual batió récord en 2018 al alcanzar los 1.020, "espoleados" por el discurso del presidente .Y ya sabemos cómo ha terminado todo. Con un estado de sitio virtual desde el asesinato de George Floyd.

España no está en esas, cierto. Pero se está perdiendo el derecho a discrepar, que ya es lo suficientemente grave como para que la Fiscalía corte de raíz cualquier algarada que lo fomente desde uno y otro bando.

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