Los jugadores lo están haciendo por ellos, no por nosotros

La sonrisa de Kylian Mbappé fue real. Sus compañeros de equipo en el Paris Saint-Germain habían hecho un círculo a su alrededor, saltando, bailando y celebrando la primera vez que el club había avanzado a la final de la Liga de Campeones.

Cada vez había más de ellos a medida que llegaban los rezagados e impuntuales, quienes se habían distraído con los compromisos con los medios o tuvieron que bajar desde las gradas. Abdou Diallo ha estado en Lisboa como espectador; no ha jugado ningún minuto de ninguno de los partidos del PSG. Sin embargo, cuando llegó al círculo, saltó en la espalda de un compañero de equipo y se lanzó en medio del gentío.

Su alegría era real, como la del Lyon, cuando se confirmó su extraordinaria victoria en contra del Manchester City. Al igual que la del Bayern Munich, cuando entró cada uno de los goles frente al Barcelona. Al igual que la de Neymar, cuando Eric Maxim Choupo-Moting selló el destino del PSG en las semifinales.

Lo opuesto tampoco ha sido menos real: la desesperanza del Atalanta, cuando le arrebataron sus sueños en el tiempo de compensación; la mirada perdida del Barcelona frente al impacto de que su tiempo se extinguiera en una agonizante cámara lenta; la angustia de Raheem Sterling, quien se mecía en el césped mientras intentaba calcular la causa de su yerro. Todo ese dolor era real.

Sobra decir que el fútbol pierde algo sin los aficionados. Por supuesto que sí: su ausencia le arranca un sentido de ocasión, de espectáculo, de urgencia. En esencia, el ruido de una multitud funciona como un coro griego, un barómetro emocional, una forma de narración sin voz que cuenta los sucesos mientras se desarrollan. Nos dice —a aficionados, distantes, y jugadores, presentes— cómo, qué y cuándo sentir.

Nadie tuvo la idea de que los deportes se llevaran a cabo como en estos últimos tres meses, de partidos jugados en estadios inertes y en silencio. Aunque se ha arraigado una narrativa alternativa y extraña —en la cual la élite del fútbol ha elegido deshacerse de los aficionados, en vez de que la élite del fútbol hiciera lo único que podía hacer para sobrevivir en algo parecido a su forma actual—, no hay nadie, en ningún lugar, que quiera depender más de lo necesario de una atmósfera generada por computadora.

Sin embargo, eso no quiere decir que se hayan hecho realidad los peores temores que precedían el reinicio del fútbol en la era del coronavirus. Antes de que los primeros partidos de la Bundesliga se jugaran en mayo, la preocupación era que —sin los aficionados— el deporte mismo sufriera y el “espectáculo”, como lo llamó Arsène Wenger, pudiera no sobrevivir.

Los partidos realizados en estadios vacíos, sin todo ese ruido, color y frenesí, podrían parecer insípidos, sosos, artificiales. Como se ha escrito antes, el fútbol no tiene un significado inherente; los aficionados lo infunden de significado. Esos aficionados en los estadios nos representan a todos nosotros; ante su ausencia, se rompe el vínculo. No solo entre nosotros y el equipo, sino también entre la acción y la importancia. Son nuestros embajadores e intérpretes, y nos cuentan todo lo que eso significa.

Nadie lo dijo, claro está, pero en el origen de ese asunto había algo que, como aficionados, sabemos, pero elegimos ignorar: sin el espectáculo, el fútbol se vuelve solo un juego. Al quitarle significado, cerramos la cortina y vemos este fenómeno global, esta industria multimillonaria que consume tanto de nuestro tiempo, nuestra energía y nuestro amor, por lo que es: 22 personas que no conocemos, que tratan un balón con los pies.

Y, a pesar de todo, esa falta de significado no se ha materializado. Para cuando cayó el octavo gol del Bayern Munich en contra del Barcelona, la rareza de las circunstancias en las que se estaba desarrollando el juego —gradas vacías, sustitutos en mascarillas— ya no parecían relevantes. Lo importante fue lo que se estaba desarrollando en el campo, el último legado del que alguna vez fue el mejor equipo del mundo.

El hecho de que el PSG le haya roto el corazón al Atalanta sin nadie que lo viera no socavó el drama a su alrededor; incluso para los observadores neutrales, el hecho de que no hubiera 40.000 personas poniendo sal en la herida no compensó la crueldad de sus dos goles tardíos. En los segundos posteriores al fallo de Sterling, las filas de asientos vacíos no atrajeron la mirada, pues estaba demasiado ocupada intentando comprender la física de lo que acababa de pasar.

En otras palabras, después de cierto tiempo, el juego nos atrae, no el telón de fondo. No disfrutas una jugada o una película por la cantidad de gente con la que la estés viendo. Tal vez eso no sucede con los juegos mundanos, los juegos aburridos; tal vez te sea difícil quedar cautivado por el drama de un empate entre el Crystal Palace y el Burnley, pero perfectamente podría pasar lo mismo con un estadio lleno. No obstante, cuando hay tanto en juego, cuando los partidos importan de verdad, tal vez no necesites infundirle significado a un juego, simplemente necesitas inferirlo.

En el fondo, esto se debe porque hay una mentira que nos contamos, una de la que son cómplices los jugadores, los entrenadores y los ejecutivos. Es una mentira piadosa, una mentira reconfortante, una mentira amable, una que nos contamos para disculpar y explicar nuestra pasión, para transformar nuestra impotencia en agencia, para hacernos sentir como si nuestro amor fuera correspondido. Podría ser una mentira que contiene una forma de verdad. Casi podríamos asegurar que es una mentira que quienes la perpetúan no saben que es una mentira.

La mentira es que los futbolistas juegan para los aficionados, para nosotros… que no solo somos simples observadores de los sucesos que se desarrollan en el campo, sino el propósito y la inspiración de ellos.

Y, a pesar de todo, si algo han demostrado estos meses pasados, es que eso no es verdad. La sonrisa de Mbappé, la alegría de Diallo, el dolor del Atalanta y la desesperanza de Sterling han sido reales y, en el fondo, todo ha sido real porque los jugadores y los entrenadores que adoramos no lo están haciendo por nosotros. Lo hacen por ellos.

Lo hacen porque a eso le han dedicado sus vidas, porque para eso han entrenado, porque eso han soñado, porque pasan todas las horas del día (en algunos casos) pensando en eso. Lo hacen por el orgullo, el estatus, la ambición y, a veces —aunque no con la frecuencia con la que lo dice la gente— por dinero.

Eso ha quedado claro no solo en la Liga de Campeones, sino también en innumerables escenas en innumerables países. Ha sido impactante ver cómo muchos jugadores han celebrado goles en estadios vacíos como si las gradas estuvieran a reventar. Al principio, era tentador considerarlo una costumbre —¿qué más podían hacer?— pero, después de un tiempo, quedó claro que no era por eso. Era una genuina expresión de alegría. Querían correr a la esquina. Querían alzar los brazos. Su felicidad no dependía de nuestra presencia.

Cuando ganaron sus ligas, las celebraciones del Liverpool, Real Madrid y Bayern Munich no fueron artificiales. Tampoco lo fueron las del Chelsea o el Manchester United cuando calificaron a la Liga de Campeones ni la del Aston Villa cuando evitó el descenso. El fútbol le significa algo a los jugadores, estén presentes o no lo aficionados. No hace falta decirles qué deben sentir.

Eso siempre ha sido verdad, claro está. Hasta cierto grado, tal vez no sea especialmente revelador. Sin embargo, ahora, en estas semanas de silencio y quietud en los estadios, ha sido más evidente. Es lo más impactante del verano futbolístico a puerta cerrada, lo que nos ha permitido ver la nueva normalidad: el juego significa algo, estemos ahí o no para interpretarlo.

La transferencia del verano

Para Rose Lavelle, firmar con el Manchester City fue la oportunidad de “desafiarse”. Significó mudarse de país por primera vez, descubrir una nueva ciudad, expandir sus horizontes, vivir la Liga de Campeones, volverse parte de un giro inexorable de poder en el fútbol femenil a los clubes antiguos y grandiosos de Europa occidental.

No obstante, Lavelle es un poco modesta. La Women’s Super League tiene bastantes estrellas. En el Manchester City, podrá llamar compañeras de equipo a Sam Mewis y Ellen White. Esta temporada, se encontrará como oponentes a Vivianne Miedema, Danielle van de Donk y Sam Kerr. Sin embargo, Lavelle tiene el talento para ser la que más brille de todas.

Es probable que tenga un mayor impacto en la liga del que la liga tendrá en ella. Si se adapta a sus nuevos alrededores, su llegada podría ser considerada una especie de momento transformador porque, no cabe la menor duda, el WSL Manchester City ahora tiene el poder para competir a un nivel europeo con el Lyon y el Paris Saint-Germain.

Más importante aún, Lavelle es el tipo de jugadora que llena estadios, el tipo que vale la pena pagar por verla solo a ella. Antes de la pandemia, el fútbol femenil estaba creciendo de una forma exponencial en el Reino Unido. La presencia de Lavelle perfectamente podría ser el bálsamo necesario para garantizar que no se pierda ese impulso.

La reconstrucción del Barcelona: es más fácil plantearla que hacerla

Si Josep Maria Bartomeu, el presidente del Barcelona, intentaba proyectar una imagen de dinamismo, firmeza y poder, entonces lo logró. La semana pasada, 72 horas después de la humillante derrota de su equipo frente al Bayern Munich, Bartomeu le dijo a su director deportivo que despidiera a su entrenador, despidió a su director deportivo, anunció una lista de jugadores que consideraba pilares integrales para el futuro del club y, por omisión, al mismo tiempo reveló que el resto estaba disponible para venta.

No obstante, si todo eso fue diseñado para proyectar una imagen de control, se quedó corto. El nuevo entrenador del Barcelona, Ronald Koeman, cuenta con una enorme experiencia, pero hay poco en su carrera como entrenador que sugiera que se le habría dado esa oportunidad de no haber sido un exjugador del Barcelona. Su nombramiento olió a pánico.

Sucedió lo mismo con la revelación pública misma de que el Barcelona iba a escuchar ofertas por al menos la mitad de su actual plantel, incluidos futbolistas de la talla de Gerard Piqué, Luis Suárez y Jordi Alba. No es ninguna gran revelación que el Barcelona necesita una remodelación. A todas luces es evidente que el problema central para llevarla a cabo será liberar espacio en el equipo… y en la nómina.

El problema es que tan solo un puñado de equipos puede pagar los salarios que exigen gente como Piqué, Suárez y el resto. Tan solo una pequeña porción de ese puñado podría comprometerse a esos sueldos cuando la mayoría de esos jugadores están cerca del ocaso de sus carreras.

Por lo tanto, lo único que provocó el anuncio de Bartomeu fue irritar a varios jugadores que tal vez no será capaz de quitarse de encima y garantizar que los compradores potenciales se sientan empoderados para sacar ventaja de la desesperación del Barcelona. Se sintió como el acto de un hombre que necesitaba ser visto haciendo algo. Pareciera ser una pregunta abierta la manera, precisa, en que planea hacerlo.

This article originally appeared in The New York Times.

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