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El juego de mañana, hoy

Las sombras se están cerniendo sobre Europa.

El Inter de Milán debe eliminar millones de dólares de su presupuesto salarial. Tendrá que vender a una o más de sus luminarias más brillantes. Antonio Conte, el entrenador que hace tan solo unas semanas le puso fin a una década de espera para que el club lograra un campeonato italiano, no tiene la intención de quedarse para ver cómo desbaratan a su equipo ganador del título.

El Barcelona, con una deuda de 1000 millones de dólares, debe construir una escuadra que satisfaga sus ambiciones principescas con un presupuesto paupérrimo. La lista de deseos no va mucho más allá del pasillo de los regalos: Sergio Agüero, Georginio Wijnaldum, Eric García y Memphis Depay no tienen contrato, todos están disponibles por nada, una caballería de oferta.

La Juventus debe eliminar para reestructurar. El presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, sabe que sus aficionados salivan por un Galáctico, pero también que no puede comprar uno. El delirio usual de los rumores sobre las transferencias gira en torno del Manchester United y el Liverpool, pero se tendrán que ir algunos jugadores para que lleguen otros.

En el mercado bajista del fútbol, todavía queda un puñado de alcistas que no solo son inmunes frente a la recesión que se está desplegando, sino que tienden a beneficiarse de esta. La final de la Liga de Campeones a celebrarse el sábado cuenta con dos de ellos.

Hace poco más de una década, todo indicaba que la década de 2010 iba a ser dominada por la llegada del Manchester City y el Chelsea. Entre los dos, representaban el nuevo amanecer del fútbol: el Chelsea, con un financiamiento proveniente de la riqueza de su dueño multimillonario, el ruso Roman Abramovich, y el City, transformado gracias a la fortuna infinita del emirato de Abu Dabi. Durante algún tiempo, se hablaba de “El Cashico” para referirse a sus encuentros, siempre con un ligero esbozo de desdén: un apodo confeccionado para que fuera una imitación artificial de una auténtica rivalidad.

En efecto, cuando el jeque Mansour bin Zayed al-Nahyan llegó por primera vez al Manchester City, ya le había puesto la mirada al Chelsea, el cual tenía tanta confianza en contratar a Robinho, el delantero brasileño que en ese momento jugaba en el Real Madrid, que su sitio web había comenzado a vender uniformes engalanados con su nombre. Cuando el club español se dio cuenta, se retiró del acuerdo. El City, ansioso de demostrar su determinación, se entrometió como corresponde.

El verano siguiente, el City intentó ir un paso más allá, al identificar a John Terry —el capitán del Chelsea— como su transferencia prioritaria. Se informó que el club estaba preparado para pagarle una cantidad semanal inimaginable en aquel entonces: 300.000 dólares. Al final, Terry decidió no aceptar, pero el City al menos logró sangrarle la nariz al Chelsea: Abramovich se vio forzado a recompensar la lealtad de Terry al convertirlo en el jugador mejor pagado del club.

Tuvo que pasar mucho más tiempo para que se desarrollara una rivalidad en el campo. Como se había predicho, los clubes se volvieron las fuerzas principales del fútbol inglés en la década de 2010: entre los dos, han ganado ocho de los últimos doce títulos de Liga Premier. Sin embargo, en pocas ocasiones se han enfrentado de manera directa. Por lo general, uno enceraba mientras el otro pulía y las mayores amenazas para sus ambiciones inmediatas provinieron de las filas de la élite tradicional que ambos querían usurpar.

No obstante, ahora, la situación ha cambiado. A lo largo del último año, el paisaje del fútbol inglés y el fútbol europeo ha sufrido un giro fundamental, uno que ha deteriorado a casi todos sus pares y ha dejado al Chelsea y al City en una posición de fortaleza casi incomparable. Esta final de la Liga de Campeones no es la culminación de una rivalidad. Más bien, es un presagio de lo que nos podría deparar el futuro.

Le deben sus perspectivas de primacía inobjetable a una confluencia de factores. En primer lugar, claro está, tenemos el impacto económico de la pandemia, el año de estadios vacíos y los hoyos negros en los balances.

Los estimados varían, pero la mayoría sugiere que la pandemia les ha costado a los clubes europeos más o menos 5000 millones de dólares, casi la mitad proveniente de los 20 equipos más ricos del continente, algunos de los cuales —el Madrid, el Barcelona y la Juventus en particular— ya estaban padeciendo bajo el peso de malas gestiones.

Gracias a la dádiva de sus dueños, dio la impresión de que el City y el Chelsea tuvieron la dicha de no padecer esa contracción. Al inicio de esta temporada, el City gastó 140 millones de dólares tan solo en defensas centrales, con lo cual su nómina alcanzó un récord en Inglaterra: casi 500 millones de dólares al año, en una época en la que la mayoría de sus rivales buscaban limitar el gasto.

Por supuesto que combatir esto era parte de la lógica detrás de la efímera Superliga que nadie extraña. Enterrado en el documento fundador de la competencia frustrada, había un conjunto de estipulaciones específicas sobre el gasto que iban más allá de las regulaciones del Juego Limpio Financiero que controla a la Liga de Campeones.

Iba a haber “cero tolerancia” para la manipulación de los balances. El desembolso para jugadores, entrenadores y salarios iba a tener un límite estricto —el 55 por ciento del ingreso de los clubes, o el 27,5 por ciento del club con mayores ingresos, un esfuerzo para beneficiar a los equipos con las bases más grandes de aficionados— y los clubes iban a tener que comprometerse a ser rentables después de un periodo de tres años.

Un órgano supervisor, responsable de auditar las finanzas de los clubes miembros, controlar los acuerdos de patrocinios y sancionar a cualquier infractor, iba a vigilar y hacer cumplir las reglas. Se iba a llamar Grupo de Estabilidad Financiera.

Por supuesto, el City era parte del proyecto, pero, como lo admiten quienes estuvieron involucrados en su creación, también era su blanco. La Superliga no solo era una maniobra de poder para captar una mayor porción de los ingresos del fútbol; para algunos de los involucrados, también era la única manera de emparejar un campo de juego desnivelado.

No obstante, su colapso ha cargado el dado todavía más en favor de la nueva élite.

En efecto, el Manchester City y el Chelsea ya habían recibido carta blanca cuando, el año pasado, la UEFA anunció que iba a suspender las regulaciones financieras que antes evitaban que los dos equipos pudieran usar toda la riqueza de sus dueños. Las pérdidas en toda Europa fueron tan generalizadas y tan significativas que casi ningún equipo iba a ser capaz de cumplir sus criterios.

La UEFA insiste en que el sistema no está extinto. El organismo asegura que está examinando cómo reformular y mejorar sus reglas para controlar los costos a fin de volverlas “más sólidas en el presente y el futuro”. El órgano rector del fútbol europeo mencionó que cree que “los sueldos y las comisiones de las transferencias, las cuales representan la mayoría de los costos de los clubes, deben reducirse a niveles aceptables”.

Sin embargo, frente a su actual ausencia hay beneficios para quienes están en una posición de fortaleza. Primero, al acumular talento ahora, en esencia pueden entrar antes de que cierren las puertas. Segundo, y más importante, tienen una oportunidad de adaptar las nuevas reglas a sus necesidades.

En privado, los dueños admiten que en este momento hay pocas posibilidades de controlar al City, en particular. Hay gente en Inglaterra que cree que el club podría ganar la Liga Premier la siguiente década si sigue usando su riqueza con la habilidad que lo ha hecho. En Europa, el temor es que la Liga de Campeones se vuelva terreno exclusivo de la nueva élite y no de la antigua.

Claro está que para algunos esto puede ser bueno, un cambio bienvenido después de años de dominio de un puñado de superclubes privilegiados y presuntuosos. Para otros, se sentirá como otro paso más hacia una especie de visión desalentadora sobre el futuro del fútbol, en el que el juego mundial se vuelve el juguete de oligarcas, plutócratas y Estados nación.

Como sea, el camino desde allá hasta acá se ha tendido, de manera irrevocable, durante el último año cuando azotó la pandemia, el dinero se secó, las regulaciones se relajaron y la clase dominante se derrumbó. El nuevo futuro está aquí y empieza el sábado.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company