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Italia 90. Pedro Monzón, a corazón abierto: el gol que le regaló Maradona, la roja imperdonable y su amor por Bilardo

"Vas vos, Negro. Adentro". La pubialgia con la que lidiaba Oscar Ruggeri había ganado la última batalla. Entonces, sin preámbulos, Carlos Salvador Bilardo le avisó a Pedro Damián Monzón que lo esperaba la final de la Copa del Mundo. En uno de los vestuarios del estadio Olímpico de Roma, una frase breve y una mirada fugaz en el entretiempo eran suficientes para el entrenador y el jugador que se conocían desde el torneo Esperanzas de Toulon de 1983. "Estaba preparado para entrar y jugar, sabía lo que me tocaba hacer. Lo que no sabía era que me iba a equivocar como me equivoqué", le cuenta a LA NACION. Una década como futbolista profesional y las consagraciones en el país y las copas Intercontinental y Libertadores con Independiente eran el prólogo, el camino que lo había conducido a ese destino sublime. Aunque su nombre quedaría anotado para la posteridad sin motivo de orgullo.

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En la reanudación del partido, Monzón se enfocó en Rudi Völler y Jurgen Klinsmann. La patada sobre el delantero alemán del Inter y la tarjeta roja que le mostró el árbitro mexicano Edgardo Codesal le marcaron la salida de la cancha 22 minutos después de haber ingresado. En ese instante se convirtió en el primer expulsado de la historia mundialista en una final. "Es un récord triste, no me gusta tenerlo. Por esa jugada viví muchos años de mi vida no tan bien y a veces muy mal", reconoce.

"Todavía me duele haberme equivocado así, con la experiencia que tenía siendo un jugador de 28 años. Fui al piso buscando la pelota, no al adversario; pero me la movió justo. Encima, era un sector de la cancha en el que no había peligro, lejos del arco y contra un costado, con lo cual no tenía necesidad de estar desesperado por quitarle la pelota. Cometí un gran error porque estaba preparado para no caer en eso. Me podría haber equivocado de otra forma, pero no así".

Sus palabras de hoy son casi las mismas que hace 30 años, minutos después de la final. "Estuve mal. Sé que mi intención fue ir a la pelota, pero él la toca antes. Me siento mal por haber dejado al equipo con diez hombres. Si fuera por mí, no vuelvo a Buenos Aires", había dicho antes de dejar el estadio con la medalla plateada que ahora guarda uno de sus hijos.

Patada y expulsión

Camino a Roma

El Mundial dejó de ser un anhelo y se convirtió en un hecho concreto cuando supo que tenía su lugar en ese plantel amurallado, en el que los defensores eran mayoría. "Sentía que podía estar porque había rendido bien en Independiente, Bilardo me conocía y yo me entrenaba muy fuerte. Confiaba en mis posibilidades, aunque sabía que no tenía nada seguro", recuerda. La duda estaba dada por la abundancia: era uno de los nueve zagueros en el grupo de 24 jugadores que había partido a Europa 40 días antes del debut frente a Camerún.

"Sabíamos que uno de los dos que quedarían afuera de la lista iba a ser un marcador central. Para mí, y para casi todos, el que tenía el lugar seguro era Brown. Aun sabiendo que tenía problemas físicos, fundamentalmente en una rodilla, me resultaba inimaginable pensarlo afuera, porque sabíamos que era el jugador preferido de Bilardo y su hijo futbolístico. Era él y después cualquiera de nosotros. Pero Carlos obró más con la cabeza que con el corazón, porque si no era imposible que dejara al Tata al margen de los 22".

En el debut no tuvo lugar entre los cinco suplentes que habilitaba el reglamento y vio el partido con Camerún sentado en el banco, pero sin botines. De esa marginación saltó a la titularidad en el encuentro siguiente, cuando Bilardo determinó cinco modificaciones para enfrentar a la Unión Soviética. Los cambios de nombres serían una constante. "En todos los partidos Carlos tenía problemas de lesiones y suspensiones. La verdad que no sé cómo hacía para arreglarse y acomodarnos adentro de la cancha".

Mantuvo el lugar entre los once en el partido crucial de la etapa de grupos, frente a Rumania, y su gol hizo que Argentina no tuviese un Mundial efímero. Entre bromas y ruegos, el gol se bocetó la noche anterior: "Estaba en la habitación de Diego haciendo bromas con él. En un momento le agarré la pierna izquierda y le pedí que por favor me hiciera meter un gol. Entones me preguntó dónde quería la pelota y le contesté que en cualquier lado, pero si era al primer palo mejor". Al día siguiente, en un córner desde la derecha, Maradona acarició la pelota para que llegara a la cabeza del número 15 y de ahí viajase al fondo del arco. Monzón corrió a buscarlo y el capitán se trepó al correntino de Goya antes de arrodillarse para agradecer en una plegaria.

El gol de Monzón a Rumania

El sufrimiento de la clasificación se había convertido en el combustible para seguir adelante y lo que se venía era nada menos que el máximo clásico sudamericano. Entre el mito y la realidad, las confabulaciones también eran un impulso: "Antes de jugar con Brasil nos dimos cuenta que no querían que existiésemos en ese Mundial, porque nos enteramos que nos habían sacado los pasajes de vuelta para después del partido. Ahí nos terminamos de dar cuenta del por qué de las sospechas de Bilardo y Maradona. Confiábamos mucho en Carlos y en Diego, pero hasta ese momento no nos cerraba la desconfianza que tenían. Desde entonces, les creíamos el mil por ciento. Nos dimos cuenta que molestábamos en ese Mundial".

En Turín estuvo en los 90 minutos de esa victoria pírrica pero la amonestación por levantar a Muller por el aire lo dejó afuera del partido de cuartos de final ante Yugoslavia. Estuvo entre los suplentes contra Italia y volvió a jugar cuando le llegó el turno ante Alemania. "Crecí creyendo que la vida era el fútbol y que el segundo era el primero de los últimos. Pero desde hace tiempo cambié esa mentalidad y entiendo que el fútbol es una parte de la vida y ser segundo también es algo importante". Sin perdonarse la acción ante Klinsmann, sí se amigó con la condición del subcampeón.

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Con su esposa y la menor de sus ocho hijos, Monzón vive en un departamento de una habitación y como técnico de Argentino de Quilmes trabaja en la ladera del fútbol que desconoce los lujos. Pero ni el espacio ni el dinero condicionan los sentimientos. Así contó su deseo de cuidar a Bilardo: "Cuando vi en la televisión que estaba en un geriátrico me puse muy mal. Porque debe estar cuidado ahí, pero no con la gente que lo ama. Yo estoy dispuesto a darle todo lo que le pueda dar, a dormir en el piso para que él duerma en una cama". Asegura que desde que contó por primera vez públicamente esa idea en el programa radial Era por abajo (AM 1100) varios dirigentes, técnicos y ex jugadores lo contactaron para ofrecerle apoyo y recursos. "Me dijeron que están dispuestos a colaborar para alquilarle a Carlos una casa más grande y que tenga todos los cuidados médicos que necesita", explica, y agrega que su deseo es hablar con la familia de Bilardo para ofrecerse a acompañarlo.

Un gol que todavía festeja, una expulsión que aún sufre y un Mundial que nunca olvidará. Como al hombre que confió en él para estar ahí y al que ahora está dispuesto a cuidar.