Diego Maradona. El día en que el mundo latió con la Argentina

Olavarría, mediados de 1977. Mi abuelo, de visita de Buenos Aires, agarra la radio a pilas y se sienta a escuchar en el living. ¿Juega Independiente?, le pregunto. No, me responde, juega Argentinos, pero hay un pibe nuevo que es extraordinario.

Así me enteré de la existencia de Diego: porque, a sus diecisiete años, hacía que mi abuelo elogiara la habilidad de un rival. ¡Y sin verlo!

LA NACION, en Nápoles: la noche más triste de una ciudad que no sale del shock

En 1979, el mundial juvenil se jugó en Japón. Los partidos eran a la mañana argentina. No me acuerdo si fue con permiso o de contrabando, pero con mis compañeritos llevamos una radio a la escuela. La selección volvió con la Copa después de derrotar 3 a 1 a la Unión Soviética, que todavía aguantó una década antes de desaparecer. Para nosotros, versión hoy madura de los enanos de guardapolvo blanco escondidos con la radio detrás del piano, Ronald Reagan nunca empardó esa victoria.

En la final de 1986, apenas sonó el silbato del 3 a 2 ante Alemania, Tavi y yo salimos de lo de mis abuelos rumbo al centro. Estábamos en Belgrano y habíamos quedado con Guille y Diego en juntarnos en el centro. Misión imposible: Cabildo era un hormiguero impenetrable. Caminamos 30 cuadras hasta Pacífico, donde tomamos el subte hasta Facultad de Medicina. Llegamos cuatro horas tarde y, en un mundo sin celulares, fue imposible encontrarnos. Ese día festejamos separados; desde entonces, nunca más nos separamos. Quizás no sea mérito del Diego. O quizás sí, quién sabe.

Recuerdo pocos dolores como el doping positivo de 1994. La noticia me pescó caminando solo por Buenos Aires, y entré a emborracharme en un bar de Callao y Corrientes. No pude. Estaba demasiado triste para tomar.

La columna de Jorge Valdano: adiós a Diego y adiós a Maradona

En 1997 me fui a estudiar a Florencia, donde permanecí tres años. En la ciudad del Dante, Batistuta era Gardel. En los bares, durante los partidos, los parroquianos me abrazaban a mí cada vez que Bati la metía: un argentino, todos los argentinos. Pero cuando visité Nápoles tuve un choque cultural. Maradona estaba en otra dimensión. Los napolitanos lamentaban su adicción, es cierto; de ahí para arriba era todo divinidad. Florencia no fue la misma cuando Batistuta se fue a Roma; Nápoles nunca dejará de ser Maradona.

¿Y podría Argentina dejar de ser Maradona?

Santiago Gerchunoff, un filósofo con sentido del humor, teje una analogía histórica. Agotada hace siglos la heroicidad militar, dice, Maradona es para los argentinos lo más parecido a un "individuo histórico" en el sentido en que para Hegel lo era Napoleón: una encarnación del Espíritu Absoluto. Toda la arrogancia y toda la irreverencia nacional se esconden detrás de ese D10s, el acrónimo total. Desde ayer, el máximo exponente de la tierra descansa en el cielo. ¿Y Francisco? Un grande, el segundo argentino preferido del Señor.

Duele estar afuera cuando el país late al unísono; duele pero une. En redes sociales, cada "like" de un compañero de la diáspora o de una amiga desde la patria es una caricia al alma. También son un bálsamo los mimos de los anfitriones, y ayer el mundo fue nuestro anfitrión. Ayer, un sentimiento común de recogimiento y veneración unió al planeta. Si a alguien le suena cursi es porque no estuvo prestando atención.

Ayer, por un día, los argentinos fuimos uno. Y los que no comparten la dicha o la desgracia de haber nacido argentinos, también. Esta vez no me lo contaron, lo viví.