¿La democracia puede funcionar en el fútbol?

Estos podrían ser los últimos días en el cargo para Josep Maria Bartomeu, el asediado e impopular presidente del Barcelona. Un grupo insurgente, frustrado por el declive del equipo y furioso por lo cerca que estuvo el club de perder a su delantero estrella, Lionel Messi, ha logrado reunir las firmas necesarias de más de 16.000 miembros para solicitar una moción de censura en contra del consejo de Bartomeu. Los muros se le están viniendo encima.

Ahora, Bartomeu debe elegir un candidato provisional para que tome su puesto mientras espera los resultados de un referendo sobre su liderazgo. Si sobrevive a esa votación, permanecerá en el cargo hasta que el club celebre elecciones en marzo. De lo contrario —si el 66 por ciento de los votantes se pone en su contra—, será destituido y las elecciones presidenciales se adelantarán a enero.

O, como lo dijo uno de los líderes del movimiento de oposición, Jordi Farré, Bartomeu podría morir por su propia espada. Podría renunciar y ahorrarse el calvario de una campaña tóxica de elección que solo serviría para exaltar las divisiones con el club y su base de aficionados, y llevarse a su consejo con él, el cual casi le cuesta al club la pérdida del mejor jugador de su historia.

Claro está, así tendría que funcionar; algo cercano a un ideal platónico de cómo se debería dirigir un club. Bartomeu está acusado —para bien o para mal— de supervisar los fracasos institucionales que han convertido al Barcelona en un cascarón de lo que solía ser. Sus finanzas están hasta el límite. Su escuadra tiene la urgente necesidad de rejuvenecer.

El juez y jurado a cargo de sentenciar las imputaciones en contra de Bartomeu serán los aficionados del club, o al menos sus miembros. El Barcelona, como otros tres equipos de España —el Athletic de Bilbao, el Osasuna y el Real Madrid—, así como la gran mayoría de los clubes de Alemania, Turquía y Suecia (y muchos clubes importantes de Brasil, Argentina y Uruguay) es una democracia.

Hay poder, pero también hay control. Hay rendición de cuentas, en un sentido esencialmente imposible en el mundo de “propiedad neutral” del fútbol inglés, donde cada club es una entidad a medio camino entre un negocio y un feudo. Además, sin duda, eso es algo bueno.

Sin embargo, también es solo una cara de la historia. Porque, aunque la democracia ofrece el mecanismo para que los miembros del Barcelona le arrebaten el poder a Bartomeu, también puede explicar bastante bien cómo se llegó a esto.

Bartomeu nunca fue visto como un presidente preparado. Ascendió al poder casi por accidente, el heredero, el candidato de la continuidad después de que una serie de controversias y escándalos forzaron la destitución o la renuncia de quienes estaban por encima de él. No obstante, una vez que llegó al puesto, la naturaleza del Barcelona —el modelo electoral que en parte lo convierte en algo “mes que un club”— provocó que sus errores fueran, si bien no inevitables, sin duda incentivados.

En teoría, claro está, un presidente electo debería pensar en la salud del club a largo plazo: invertir en los juveniles, impulsar el departamento de reclutamiento, diversificar las fuentes de ingresos, lograr acuerdos de patrocinios. Bartomeu hizo algo de eso. También se dedicó a intentar que el Barcelona se convirtiera en un faro de la modernidad; dijo que quería que el club fuera el Silicon Valley del fútbol.

Esa es la teoría; la práctica es diferente. En la práctica, una estrategia electoral fomenta una gratificación instantánea. Por eso en España, los candidatos que participan en las elecciones de los clubes suelen prometer que llevarán a un entrenador en específico o contratarán a cierto jugador. Toda la planeación a largo plazo podrá conquistar las mentes, pero todos los presidentes saben que, para mantener el poder, es mucho más significativo conquistar los corazones.

Por eso, ante la pérdida de Neymar en 2017, Bartomeu respondió gastando grandes cantidades—y, con el beneficio de verlo en retrospectiva, injustificadas— por Philippe Coutinho y Ousmane Dembélé. En 2019, cuando la escuadra del Barcelona estaba pidiendo a gritos una nueva generación, firmó a… Antoine Griezmann. Despachó a Ernesto Valverde, un entrenador competente, pero poco inspirador, a pesar de no tenerle un remplazo.

Por supuesto que parte de eso se debe a su poco criterio, lo que evidencia el don que posee para designar a la gente equivocada en el momento equivocado. Sin embargo, otra parte es un derivado inevitable de una estructura que desalienta la estabilidad. Cuando el presidente de un club sabe que siempre hay un ajuste de cuentas a la vuelta de la esquina, siempre debe estar en modo electoral. Siempre debe estar en busca de mecanismos para saciar a su público. Siempre está pensando en pan y circo.

El contrargumento de esto nos remite a una palabra: Alemania. Casi todos los equipos de la Bundesliga son propiedad mayoritaria de grupos que representan a los aficionados. Salvo un puñado de excepciones históricas (y una o dos un poco menos populares y más modernas), ese estatus lo recoge la ley, y se le protege con fiereza.

Y, casi en su totalidad, funciona. Los clubes alemanes son estables. Pocos viven más allá de sus posiblidades. Economías de fluctuaciones cíclicas como las de Inglaterra e Italia son impensables. Los derechos de los aficionados están protegidos, sus voces son escuchadas. Los juegos se llevan a cabo en estadios elegantes y modernos. La influencia de la televisión es moderada. Los boletos tienen precios razonables. Para muchos es una cultura modelo del fútbol.

Sin embargo, también tiene sus problemas. La democracia que respalda el sistema difícilmente es la colina de Pnyx: a veces, puede ser superficial, no tanto así como una república bananera, pero poco más que un sello de goma, con las estructuras de poder de los clubes dominada por camarillas inmóviles y vulnerables al faccionalismo.

Los representantes no deben recibir un pago doble

Es fácil despotricar en contra de la cantidad de dinero que sale del fútbol y llega a las manos de los representantes, pero es injusto presentarlos nada más como sanguijuelas. Los buenos representantes ofrecen un servicio valioso; como lo hemos visto durante la pandemia del coronavirus, no se puede confiar en que todos los clubes van a ser empleadores responsables y cariñosos.

El problema no es con la existencia de los representantes, sino con la escala de áreas grises en las que se les permite operar. Del artículo de mi colega Tariq Panja sobre otro maravilloso verano más para Jorge Mendes, destacan dos detalles.

El primero es el potencial conflicto de intereses presente en el tipo de acuerdo que llevó a Matt Doherty de los Wolves al Tottenham: un jugador representado por Mendes que dejó un club donde el agente tiene una influencia considerable —como socio del dueño y el representante del gerente— para irse a uno donde otro de sus clientes es el entrenador.

El segundo es más problemático. Mendes puede ganar una comisión en un acuerdo no solo por ser el representante de un jugador, sino por ser el beneficiario de un contrato de mandato del club para vender a un jugador: una cotización en bolsa del FC Oporto muestra que Mendes recibió millones de dólares por haber ayudado a mover al delantero Fábio Silva a (sí, lo imaginaste bien) los Wolves.

La buena noticia es que esto se resuelve con facilidad. Los representantes no deberían recibir pagos de un club por vender a un jugador si están involucrados en el acuerdo de cualquier otro modo. De hecho, todavía no he encontrado una razón convincente —aparte de la negación plausible— que explique por qué los clubes, llenos de abogados y ejecutivos, necesitan un intermediario para ayudarles a vender sus activos. O para comprarlos, según sea el caso. Mendes es lo suficientemente bueno en su trabajo como para ganar dinero. No necesita ninguna otra ayuda de los equipos que contratan a sus clientes.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company