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Estigmatizar al enfermo (o a quien le trata) crea círculos viciosos que atentan contra la salud de todos

Trabajadora de salud visita una comunidad en Brasil para concienciar sobre la prevención de la lepra. (Crédito imagen: Naciones Unidas).
Trabajadora de salud visita una comunidad en Brasil para concienciar sobre la prevención de la lepra. (Crédito imagen: Naciones Unidas).

Cuando el mundo comenzó a comprender el enorme problema sanitario que suponía el brote del coronavirus aparecido en Wuhan, comenzaron a surgir – aquí y allá – episodios de estigmatización contra la población asiática. Aquellos brotes racistas recibieron el impulso del propio presidente de los Estados Unidos, empeñado siempre en hablar de un “virus chino”, como si estas diminutas bolas de material genético envuelto en proteínas conocieran el concepto de frontera.

Por desgracia este fenómeno no es algo novedoso, con cada pandemia a lo largo de la historia hemos comprobado que a la peligrosidad de los patógenos había que sumar también una dificultad añadida, la de la estigmatización que sufre el enfermo. Este doloroso “efecto secundario” no es en realidad exclusivo de los brotes infecciosos. Desde el albor de los tiempos, todas aquellas personas que padecen enfermedades mentales se han visto señalados, criticados y a menudo dados de lado como si fueran apestados, pero ese es otro caso que merecería un artículo aparte.

Si hablamos de enfermedades contagiosas como la actual COVID-19, el nivel de estigmatización se multiplica. En la antigüedad la padecieron en sus carnes todas aquellas personas que tuvieron la fatalidad de enfermar por peste bubónica o lepra, por citar a las más temidas. Ya en la década de 1980, se pudo observar el fenómeno en toda su crudeza con la irrupción del VIH, una enfermedad terrible que además hacia cargar a quienes se contagiaban con una lluvia de críticas (nada veladas), resentimientos y juicios morales tales, que muchos prefirieron ocultar su estado de salud. Aquel fue un caso de libro en el que se pudo observar como la estigmatización de una enfermedad conduce a un círculo vicioso que, a menudo ayuda a que la enfermedad se extienda más.

El fenómeno es universal como digo. Lo vemos ahora en ese enorme país subcontinental al que llamamos India, que se ha colocado entre los más afectados por el COVID-19. A pesar de que la curva de contagios parece poco a poco ir reduciéndose (el 17 de septiembre alcanzó su punto álgido con 97.894 nuevos positivos en un solo día) el número de fallecidos está a punto de alcanzar la fatídica cifra de los 100.000.

En un país en el que el sistema de castas no está completamente superado, el problema del enfermo de COVID-19 es aún mayor, impidiéndoles no solo llevar una vida normal sino acceder a las asistencias médicas necesarias. Lo cuenta en Science la periodista Vaishnavi Chandrasjekhar, que no solo explica la situación que el coronavirus ha creado en su país natal y otros del sudeste asiático, sino que además nos recuerda la historia de las enfermedades que tradicionalmente han sufrido una mayor estigmatización.

Los típicos barrios bajos (o “slum”) de la India, son considerados tradicionalmente un semillero de enfermedades. Veamos por ejemplo lo que sucedió en un enorme slum del área de Bombay llamado Dharavi (conocido por ser el mayor asentamiento de infraviviendas de Asia). Al comienzo de la pandemia, el gobierno envió trabajadores sanitarios a estas áreas deprimidas. Cuando este personal sanitario regresaba a sus hogares en distintos barrios, sus propios vecinos allí les pedían que abandonaran la zona, atemorizados de que pudieran traer con ellos la enfermedad, ya que sabían que habían estado trabajando en áreas de riesgo como Dharavi.

Episodios como este se han repetido en realidad por todas las partes del globo, y en nuestro propio país hemos visto episodios lamentables tanto de estigmatización contra los enfermos, como contra el personal médico que los trata. Por citar dos casos sangrantes, en marzo de este año vimos como en la Línea de la Concepción (Cádiz) dos energúmenos insolidarios recibieron a pedradas a un convoy de ambulancias que transportaba a ancianos infectados por COVID. Y finalmente todos recordamos el tristísimo episodio de discriminación - sucedido en abril de este año en Barcelona - que sufrió a una doctora (en realidad una ginecóloga, que ni siquiera atendía a enfermos de coronavirus) cuando encontró en su coche una pintada que la acusaba de ser una “rata contagiosa”.

Ataques contra los trabajadores sanitarios se han vivido también en Haití, Nepal, Irak. En este último país, la periodista Chandrasjekhar relata el caso de un hombre de 60 años que había sido puesto en cuarentena porque tras mostrar varios síntomas, había dado positivo en un test, razón por la que se le trasladó a una especie de institución estatal de cuidados próxima a su hogar. Cuando se recuperó y regresó a su casa, descubrió que tanto esta como prácticamente todas las que la rodeaban estaban vacías. Sus vecinos habían huido presa de la ignorancia y el pánico. Al parecer, el pobre hombre poco tiempo después se suicidó.

El mundo debería saber que el enfermo no es el problema, y que a quien se debe aislar es a la enfermedad. De hecho, si el enfermo cree que será señalado, se corre el riesgo de que prefiera no acudir a las clínicas en busca de tratamiento, lo cual le llevará a sufrir síntomas más severos, en algunos casos hasta el punto de hacer que su enfermedad sea mucho más difícil de tratar.

Esto es algo que seguimos viendo a día de hoy con el VIH. Según un estudio realizado en varios países entre 2011 y 2016, una de cada cinco personas infectadas prefiere no acudir a los centros médicos, porque creen que allí serán tratadas de forma ofensiva. Esto es más común de lo que imaginamos entre trabajadores sexuales con bajos ingresos, infectados con el VIH.

No deberíamos sentir vergüenza por haber tenido la mala fortuna de infectarnos con el coronavirus, el VIH o con el bacilo Mycobacterium leprae (responsable de la lepra) pero el caso es que muchos la sienten, dolorosa a intensamente. Tal vez los periodistas puedan hacer más de lo que imaginan para erradicar este círculo vicioso. ¿Cómo? Contribuyendo a relajar el miedo, para lo cual por ejemplo se puede hacer más hincapié en el número de personas recuperadas que en el de fallecidas.

Saber más sobre la enfermedad y el modo en que se transmite ha contribuido a que ahora se tema menos al COVID-19, lo cual sin duda nos ha ayudado a ser más racionales. Con todo este conocimiento adquirido, es de esperar que cada vez seamos más conscientes de qué o a quién hay que evitar y cómo hacerlo sin que parezcamos arbitrarios.

Me enteré leyendo Science.

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