Las 'noches mágicas de verano' de Italia 90 guardan un recuerdo especial en mi corazón

"1990" surrounding wold cup trophy and a soccer stadium
(Joshua Sandoval / For The Times)

Mi primera Copa del Mundo. La que me convirtió en un aficionado al futbol llegó a los 10 años en mi natal, Yucatán, México. Aún viven en mi mente los comerciales de la televisión hablando de la llegada de “Italia 90”, algo que se repetía por la radio y productos en las tiendas, aunque aún no entendía el concepto de un Mundial de futbol.

Recuerdo preguntarle a mi mejor amigo en la escuela: “¿Qué es un Mundial?” y él me respondió: “lo mejor del futbol”.

Parecía una respuesta demasiada simple, pero con los años entendí que era verdad. A diferencia de competencias de calidad como la Champions League de la UEFA o las competencias de las ligas europeas, el Mundial tiene una dosis especial de patriotismo, orgullo y sufrimiento que no se vive en otras justas.

Tenía un calendario de bolsillo que marcaba el 8 de junio de 1990 como el inicio del Mundial. Ese día le pedí a mi madre no ir a la escuela porque quería presenciar el inicio de la Copa del Mundo. Sorpresivamente, me dio permiso de faltar a clases y así viví mi primera inauguración por televisión de un Mundial.

Esa mañana vi la ceremonia de inauguración en el San Siro de Milán y cómo Camerún daba la sorpresa al doblegar a la Argentina campeona defensora de Diego Armando Maradona. Poco a poco me fui encariñando con Camerún por ser la “Cenicienta” del torneo y por jugar con pasión, liderados por el legendario capitán Roger Milla, de 38 años. Obviamente había otros equipos que me llamaban la atención, como Colombia, con Carlos Valderrama y su colorido arquero René Higuita, con sus salidas arriesgadas y espectaculares fuera del área.

Nunca pasó por mi mente, de forma increíble, la razón por la que México no estaba en esa competencia. No tenía ni la más ligera sospecha que el Tri había sido castigado y suspendido por alinear a jugadores mayores de edad en una competencia juvenil un año antes.

Italia 90 ha sido hasta ahora el peor Mundial en cuestión de producción de goles debido a que solamente se anotaron 115 tantos en 52 partidos, el peor promedio de anotaciones por juego en toda la historia de las Copas del Mundo. Muchos consideran ese Mundial como “el más aburrido” ya que varios partidos se iban a penales, algo que curiosamente me encantaba y deseaba que todos los juegos terminaran empatados, con tal de presenciar ese tipo de definición. Claramente aún no entendía la esencia del futbol.

Ese Mundial fue tan bajo en el promedio de goles que provocó cambios radicales en el juego: se prohibió que un defensa pueda retrasar el balón al arquero y que este la sujetara con las manos. También se comenzó a otorgar tres puntos por victoria, en lugar de dos unidades, como se hacía en la mayor parte del mundo. Todo eso con tal de motivar a los equipos a ir al ataque en los cotejos.

La canción de Italia 90, Un'estate italiana (Un Verano en Italia), se escuchaba todas las noches en el resumen deportivo nocturno de los canales en México. Ese verano, cuando jugaba con mis amigos en las calles de mi pueblo, imitaba ser el casi imbatible arquero italiano Walter Zenga, el oportuno artillero italiano Salvatore Schillaci, que salió de la banca para ser el goleador del torneo. Y a héroes como Sergio Goycochea, quien reemplazó al lesionado Nery Pumpido bajo los tres postes en Argentina y se transformó en el ataja penales de la competencia, con excepción de la pena máxima que no pudo atajar en la final ante Alemania, la cual aún es tema de debate.

La vida y mi profesión luego me llevó a vivir otros Mundiales, pero siempre recordaré ese primero, de las “noches mágicas italianas” que no fueron las más emocionantes, pero sí el mejor para mí, porque fue el que me hizo enamorarme del juego y que al final dictaminó varios pasajes de mi vida.

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Cuatro años después aprendí que un Mundial no se goza, se sufre.

La primera vez que me quebraron mi corazón en una Copa del Mundo fue cuando México tropezó por la mínima diferencia ante Noruega en el Mundial de EEUU 1994 en Washington. La alegría regresaría con un triunfo sobre Irlanda y un empate heroico ante la eventual subcampeona del mundo, Italia. Luego, me tocaría saborear la dolorosa decepción de los penales, cuando México falló los primeros tres tiros en su eliminación ante Bulgaria en octavos de final. Era una selección mexicana que sin lugar a duda merecía mejor suerte.

Cuatro años después, llegaría el Mundial de Francia 98, con una buena fase de grupos para México, pero nuevamente el cuarto obstáculo terminó con las esperanzas del Tri cuando Alemania se levantó de un 1-0 y derrotó al Tri por 2-1.

Pero la derrota más fuerte sin lugar a duda llegó en 2002 cuando el Tri jugaba bien y había conseguido tremendos resultados. Derrotó a Croacia y Ecuador en la fase de grupos y empató a Italia con un golazo de Jared Borgetti. Los mexicanos sabían que tenían un equipo sólido, que hizo retroceder a la Azzurri en la fase de grupos, pero nunca sospecharon una noche de pesadilla comandada por el joven Landon Donovan. Estados Unidos no perdonó en dos ocasiones y propinó a los aficionados mexicanos la peor derrota en un Mundial pues muchos de ellos se veían en cuartos de final enfrentando a Alemania. Aquella noche de verano en 2002 tardé en lograr dormir y al despertar, aún tenía la ilusión de que todo había sido una pesadilla.

Llegaron más frustraciones de un quinto partido en 2006 y 2010, hasta que tuve la oportunidad de vivir mi primer Mundial en persona: Brasil 2014.

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¿Existe algo mejor que vivir un Mundial en persona? Creo que sí. Vivirlo en Brasil, un país que vibra y respira futbol.

El mejor partido que he vivido en persona ha sido un Brasil ante México en la fase de grupos. El vivir un duelo de tu selección ante la Verdeamarelha en un Mundial por naturaleza es especial, pero el estar presente en ese país para presenciarlo, es algo insuperable. Las gargantas de los brasileños al cantar su himno nacional a capella, mientras que la pasión de los mexicanos y su color de su cultura hicieron una mezcla increíble esa tarde en Fortaleza. Ese día vi como Guillermo Ochoa se dio a conocer al mundo al tapar disparos casi imposibles de Neymar y compañía y ayudó a sacar uno de los mejores resultados de México en las Copas del Mundo.

Luego llegó el segundo momento más trágico del futbol mexicano en la era moderna, cuando parecía que lograba el quinto partido, pero dejó ir una ventaja de 1-0 al minuto 88 tras un gol de Wesley Sneijder y luego perdió el encuentro con un penalti sobre Arjen Robben al 94. Hasta hoy en día, creo que sí existió el penalti, aunque muchos memes inmortalizaron este momento como el #NoEraPenal.

Llegó Rusia 2018 y la historia se repitió: México se volvió a quedar en la fase de octavos de final. Sin embargo, un Mundial no solo se trata de los resultados, de ganar o perder. Se trata de momentos únicos que se quedan grabados en la vida. Las 24 horas antes del inicio de la Copa del Mundo con aficionados de todo el mundo en el centro de una gran ciudad ondeando sus banderas, los originales cánticos argentinos por las calles, el sentimiento de ver a decenas de miles de mexicanos en una ciudad tan lejana, el triunfo sobre una potencia de futbol como Alemania, escuchar el himno nacional de tu país o el simple hecho de compartir una comida con alguien de Suecia, Senegal o Australia hace la experiencia inolvidable y que no tiene precio.

Muchos momentos indescriptibles que le debo a la vida y a esta bella profesión, pues el Mundial me ha dejado marcado cada cuatro años, pero todo regresa a aquel verano de las noches mágicas italianas que me hicieron enamorarme de los que muchos llaman el deporte más bello del mundo.

Este artículo fue publicado por primera vez en Los Angeles Times en Español.