No, ganar el Mundial no arregla los problemas de Argentina, pero brinda felicidad y con eso basta

Mundial, el torneo que Argentina esperó por 36 años y hoy es suyo. En la fotografía, celebraciones en las calles de Buenos Aires. (OMAS CUESTA / AFP)
Mundial, el torneo que Argentina esperó por 36 años y hoy es suyo. En la fotografía, celebraciones en las calles de Buenos Aires. (OMAS CUESTA / AFP)

No, ya sabemos que ganar un Mundial no va a terminar con los problemas de ningún país. Y nadie pretende fingir lo contrario. Argentina se ha coronado campeón de la Copa del Mundo de Qatar 2022. El estado de júbilo es absoluto y se ha extendido en todas calles, por cada barrio, hasta llegar al último rincón de un país que ama al futbol como ningún otro.

Y de inmediato han saltado a la vista comentarios que buscan deslegitimar la alegría popular. Sostienen los críticos de la felicidad que un Mundial en nada ayuda al progreso social o económico de Argentina; que eso, una victoria en el futbol, es lo único que pueden celebrar y que, mientras tanto, Francia se quedará con su buen nivel de vida, su educación, su economía estable y mil beneficios más de la vida real, de esa que no puede cambiarse en un campo de futbol.

Desde esa pretendida superioridad moral e intelectual se le quiere quitar la sonrisa a millones de aficionados que hoy han vivido uno de los días más felices de sus vidas. O el mejor, no lo descartemos. Pero detrás de esos aires pretenciosos hay muchas carencias racionales y también pasionales (porque, digamos la verdad, qué aburrida es la vida sin algo que provoque pasión).

Argentina se coronó campeón del Mundo en Qatar 2022. (REUTERS/Molly Darlington)
Argentina se coronó campeón del Mundo en Qatar 2022. (REUTERS/Molly Darlington)

Habría que decir, en primer lugar, que hasta el fanático más furibundo del futbol entiende que su realidad ni la de su país van a mejorar porque la Selección haya ganado el trofeo más deseado. Y eso habría que dejarlo claro, también, para no caer en fanatismos: los triunfos futbolísticos merecen ser celebrados, gritados, y si es en comunidad, mucho mejor. Para eso sirve el futbol: para abrazar lo que une, lo que nos hermana con otras personas que nunca habíamos visto antes y no reencontraremos después.

Porque sí, la realidad es aplastante. En Argentina y en cualquier otro país de condiciones sociales similares. No alcanza el dinero, hay pocos que tienen mucho y muchos que tienen poco; existe la violencia que destroza la tranquilidad y corrompe a medio mundo. Ir al supermercado es un lujo y todo sube de precio de un día para otro. Eso no lo va a cambiar una atajada del Dibu Martínez ni el gol más elocuente de Messi.

Celebración de los aficionados argentinos en El Obelisco. (REUTERS/Agustin Marcarian)
Celebración de los aficionados argentinos en El Obelisco. (REUTERS/Agustin Marcarian)

Pero, precisamente, si la realidad es tan aplastante, si todo el tiempo se padecen los agravios de la vida: ¿por qué estaría mal desahogarse por 120 minutos+penales? ¿No es eso lo que hace alguien que va al cine a ver una película? ¿Alguien que se pone unos audífonos y escucha su música favorita? Para decirlo rápido: ¿no era que veníamos a esta vida a disfrutar? Se ha llegado a un punto trágico: hasta olvidarse de la realidad, por más crueldad que contenga, está mal.

Como si no bastara con los padecimientos de la vida mundana, también hay que soportar que la felicidad ocasional sea fiscalizada. Y ser campeón del Mundo, aunque dure para toda la vida, no deja de ser un momento, algo que empieza y termina el mismo día, y que (en muchos casos) solamente se experimenta una vez.

Nadie desea que Messi sea el presidente de la Nación, tome una varita mágica y arregle todo. El futbol hoy le ha brindado felicidad y emoción a Argentina, que festejará largamente, pero algún día despertará del sueño y todo volverá a ser como antes. O no exactamente, porque como dijo Jorge Valdano: después de ser campeón del Mundo uno es un poquito más feliz todos los días. Y eso, ser un poquito más feliz, ya es un gran aporte del futbol para contrarrestar la eterna dureza de una vida rigorista.

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