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Mourinho y Benítez, dos técnicos que se aferran a sus glorias pasadas

Foto de archivo de Jose Mourinho del Chelsea y Rafael Benitez del Liverpool en 2007. (Foto: Reuters)
Foto de archivo de Jose Mourinho del Chelsea y Rafael Benítez del Liverpool en 2007. (Foto: Reuters)

En la repentina avalancha de tiempo libre que tuvo tras salir del Manchester United, José Mourinho filmó un comercial para una casa de apuestas. Un par de años y un par de cargos después, el anuncio sigue transmitiéndose en la televisión británica. Todavía funciona, después de todo. Mourinho sigue siendo un nombre reconocido en el Reino Unido. El concepto central del comercial sigue vigente.

Quizás la actuación de Mourinho en el comercial sea un poco teatral —como era de esperarse—, pero también es bastante hábil. Luciendo tan bronceado, saludable y relajado como todos solíamos vernos en 2019, Mourinho les explica con seriedad a los espectadores lo que se necesita para ser “especial”. La gracia es que él debería saber muy bien lo que se necesita: después de todo, su apodo es “el Especial”. ¿Se entiende, no?

Sin embargo, Mourinho lo interpreta todo con un guiño y una sonrisa. El tono es claramente autocrítico. Se burla de diversas maneras de su vanidad, su fanfarronería, su afición por las artimañas. De forma consciente y feliz satiriza la villanía caricaturesca que, durante 20 años, lo ha convertido en quizás el entrenador más fascinante de su generación.

Sin embargo, vale la pena señalar lo anticuadas que son muchas de las referencias. Uno de los anuncios lo muestra subiéndose a un carrito de lavandería, un guiño a un incidente que ocurrió antes de que se inventara el iPhone. Hay otro que involucra una pieza de topiaria en forma de tres dedos levantados, un gesto que Mourinho adoptó por primera vez antes de que “Juego de tronos” se emitiera en televisión.

De hecho, el concepto principal del comercial, la idea de que Mourinho es el Especial, data de casi un año antes de la creación de YouTube. Esa referencia en particular proviene de una época en que la famosa red social todavía se llamaba The Facebook, Netflix era una compañía de renta de DVD por correo y los DVD eran artículos que la gente quería. Cuesta describirlo como actual.

El hecho de que todos los chistes hayan funcionado de todas formas, que todos fueran comprensibles de inmediato para el público previsto, es evidencia tanto de la perdurable relevancia de Mourinho como del hechizo que ha lanzado sobre el fútbol inglés, el cual tiene tiempo y quizás siempre estará enamorado irremediablemente de él. Inglaterra en realidad nunca ha sido capaz de superarlo.

Y al parecer, tampoco Mourinho. Él es, cada vez más, un entrenador, de la misma manera en que los Rolling Stones son una banda en vivo. Ellos se han convertido, en cierta manera, en una banda tributo de sí mismos. Nadie tiene ningún interés real en escuchar su nuevo material. Hoy, el único atractivo radica en que toquen sus éxitos.

Mourinho, por su parte, sigue haciendo precisamente eso. Hace un par de semanas, mientras reflexionaba sobre la apasionante derrota de su equipo, la Roma, ante la Juventus —en la que desperdiciaron una ventaja de 3 a 1 para terminar perdiendo por un solo gol— afirmó, de diversas formas, que sus jugadores eran demasiado amables, demasiado débiles, demasiado afligidos por alguna especie de complejo psicológico profundo que sencillamente no podía resolver. Al parecer, todos tenían la culpa menos él.

No ha sido la primera vez que ha hurgado en su viejo catálogo durante los seis meses que lleva en la Roma. Tras una humillante derrota por 6 a 1 ante el Bodo/Glimt, Mourinho afirmó que el campeón noruego tenía “mejores jugadores” que la Roma, a pesar de operar con apenas una fracción de su presupuesto. Se ha peleado con los árbitros. Ha destacado los defectos de sus plantillas luego de casi todas las derrotas.

Y las derrotas han llegado con más regularidad de la que le gustaría. El periodo de Mourinho no ha sido del todo un fracaso según los estándares del club: la Roma todavía está, al menos en teoría, en la carrera por un puesto en la Liga de Campeones y ese es más o menos el lugar donde se esperaba que estuviera. Sin embargo, para los estándares de Mourinho, la temporada ha sido más que humillante.

Ganar no solo es crucial para la reputación de Mourinho, es la piedra angular de su identidad. Durante dos décadas se ganó algunos de los puestos más ilustres del fútbol —el Chelsea, el Inter de Milán, el Real Madrid, el Manchester United— no por la forma en que jugaban sus equipos, sino por la forma en que terminaban sus partidos. Mourinho es un ganador. Podrá ser un gusto adquirido, pero obtiene resultados.

Ahora se encuentra en la Roma, un club excelente, histórico y de peso, pero con muy pocas condiciones de cumplir sus ambiciones personales. La Roma, al fin y al cabo, no es el Real Madrid. No es capaz de ganar todos los partidos, de ganar los trofeos y la gloria que Mourinho anhela, esos que reafirman su estatus y pulen su leyenda.

La pregunta que persiste entonces es: ¿por qué? ¿Qué gana Mourinho con esto? No parece obtener ninguna alegría de ello: desde hace un tiempo se le ve mucho más feliz en ese anuncio de 2019 que en su trabajo diario. ¿Es codicia, entonces? Quizás, pero a los entrenadores de élite se les paga generosamente por ganar y luego se les paga igual de bien si no lo hacen. Mourinho ha ganado lo suficiente, en salario y en compensaciones, como para comprarse todos los NFT del Bored Ape Yacht Club que podría desear y nunca necesitar.

Podría ser, entonces, el estatus: no el de un ganador, sino el de un entrenador. La Roma, como el Tottenham, quizás sea un club de la segunda clase, pero sigue siendo prestigioso, poderoso y de alto perfil. Estar allí significa que Mourinho todavía puede comandar una multitud, un estudio, una habitación; significa, sobre todo, que sigue siendo lo que siempre ha sido: un entrenador.

Quizás Mourinho, como su antiguo némesis, Rafael Benítez, simplemente no puede tolerar la idea de no trabajar. Sin duda, es difícil entender por qué otra razón Benítez decidió el verano pasado sacrificar el cariño constante que la afición del Liverpool le tenía para asumir las riendas del Everton, el rival acérrimo de la ciudad de su antiguo club.

A medida que envejecen, los entrenadores se convierten en avatares de los sistemas que alguna vez sencillamente adoptaron. Pasan a ser una sola cosa, la estrategia que parecen representar. Fijan sus estilos en un sentido literal: no solo quieren ganar, sino ganar de la forma en que alguna vez lo hicieron, como para demostrar que siempre tuvieron la razón, que el juego no los ha dejado atrás. Le ha pasado a Benítez y a Mourinho, del mismo modo que le sucedió en su momento a Arsène Wenger.

Y así siguen moviéndose, intentando, trabajando, aceptando cargos que nos les generan ninguna alegría con la vana esperanza de que, algún día, la superioridad innata de quienes son, de lo que representan, quedará una vez más en evidencia. Y al hacerlo, se quedan cada vez más atrapados en sus propias ideas, en sus propios pasados, incapaces de aceptar o admitir que todas esas cosas que los hicieron especiales sucedieron hace mucho tiempo.

Horizontes limitados

Ni una sola vez, en más de 30 años, un jugador de algún equipo fuera de Europa ganó el premio al mejor jugador (masculino) del año de la FIFA, sin importar cuál haya sido el pretexto en ese momento. Ninguno, de hecho, ni siquiera ha estado cerca.

Martín Palermo no llegó ni a los tres primeros lugares luego de inspirar al Boca Juniors a ganar tanto la Copa Libertadores como un campeonato mundial de clubes en 2000. Tampoco Neymar, a pesar de que su genialidad juvenil impulsó al Santos a la gloria sudamericana en 2011. Para 2019, cuando Gabriel Barbosa ganó el torneo de ese año con el Flamengo tras marcar dos goles en los últimos minutos, ya nadie ni siquiera consideró votar por él.

Y, por desafortunado que sea, tiene lógica. Es difícil negar que, durante al menos 20 de esos 30 años, los mejores jugadores del mundo han estado en Europa. Por supuesto, no todos han sido europeos —varios brasileños han ganado el premio de la FIFA cinco veces y Lionel Messi tiene una colección de ellos—, pero todos han jugado en alguna de las ligas más importantes de Europa. Después de todo, es ahí donde están los equipos más fuertes. Es el lugar donde se pone a prueba el talento de un jugador de forma más exhaustiva.

Lo que no es tan sencillo de comprender es por qué ese mismo eurocentrismo debería aplicarse a los entrenadores, tanto en la categoría masculina como femenina. Ningún entrenador de un equipo masculino fuera de Europa ha terminado en los tres primeros lugares desde que la FIFA comenzó a entregar el premio en 2016. (Jill Ellis, exentrenadora de la selección femenina de Estados Unidos, y su antigua contraparte en Japón, Asako Takakura, han obtenido lugares en el podio en la votación femenina).

Este año, las omisiones fueron especialmente indignantes. Las propias reglas de la FIFA establecen que el premio debe juzgarse según el desempeño de un entrenador entre octubre de 2020 y octubre de 2021. En ese periodo, Pitso Mosimane, el entrenador sudafricano del Al Ahly, ganó la Liga de Campeones de la CAF dos veces. Abel Ferreira del Palmeiras de Brasil ganó una Copa Libertadores y estaba en camino a obtener una segunda durante ese mismo periodo. Ninguno de los dos obtuvo ni siquiera una nominación.

La lógica que se aplica a los premios de los jugadores no funciona con los entrenadores. Que un entrenador haya ganado el trofeo más grande no significa de forma automática que haya tenido un mejor desempeño que todos sus colegas. Ser entrenador, después de todo, se trata de aprovechar al máximo los recursos que tengas a la mano. Se trata de superar las expectativas en tu propio contexto personal.

Es la razón, por ejemplo, por la que es posible afirmar que el hecho de que David Moyes llevara al West Ham a la Liga de Campeones podría ser un logro más sorprendente que el hecho de que Pep Guardiola ganara ese título con el Manchester City. O por qué el trabajo de Chris Wilder llevando al Sheffield United al séptimo lugar en la Liga Premier fue una hazaña mayor como entrenador que la labor de Jürgen Klopp dirigiendo al Liverpool al campeonato de esa liga.

Y es por eso que no hay razón para que ni Mosimane ni Ferreira hayan sido reconocidos de forma oficial por sus notables éxitos de los últimos 12 meses. En cambio, fueron ignorados porque el fútbol, en algún nivel estructural, se ha quedado embobado con las luces brillantes y la ostentosa prepotencia de Europa. Y al hacerlo, se ha menospreciado.

© 2022 The New York Times Company

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