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Messi y la magia del ‘catalán’: cómo convenció a los sommeliers de argentinidad

La mano acaricia un parche muy especial sobre el pecho de Messi, el que recuerda el reciente título de la Argentina en la Copa América de Brasil
Juan Roncoroni

Una lupa morbosa lo persiguió durante años. Y años. En septiembre de 2010, Lionel Messi volvía a jugar en Buenos Aires después de casi un año, con la frustrante carga del Mundial sudafricano encima y justo ante España, su fábrica futbolística, su auténtica nacionalidad, como sospechaban tantos. Sabía que estaría expuesto, otra vez en la cornisa.

Esa tarde el estadio Monumental fue una fiesta. La selección apabulló por 4 a 1 a Piqué, Fábregas e Iniesta que acababan de coronarse campeones del mundo en Johannesburgo. Y hubo un instante disruptivo en la historia de Messi y la selección: a los 9 minutos abrió el partido con un golazo, un pique exquisito frente al arquero Pepe Reina. Entonces se le ocurrió el festejo. Visceral. Se golpeó el pecho dos veces, besó el escudo de la AFA bordado sobre el corazón y, por último, dibujó un gran círculo en el aire con su índice derecho. Como rúbrica de la obra, llegaba la dedicatoria para todos. ¿Venganza? No. Con el diario del lunes: advertencia.

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Cuando Andrés D’Alessandro lo reemplazó a los 89 minutos, el público en Núñez estalló y el crack rosarino se llevó la ovación más grande entre los diez encuentros que hasta entonces había disputado en Buenos Aires. ¿Lionel Messi empezaba a disfrutar del cobijo popular? Hasta este jueves 9 de septiembre de 2021 no volvería a sentir una sensación tan parecida a la plenitud. Pero en realidad, a principios de la década pasada, su calvario apenas comenzaba. Lo peor estaba por llegar.

La Copa América 2011 en casa fue un tormento. Y con ella, una cadena de demandas y presiones. Ya se trataba del mejor del planeta –medida de su excepcional vigencia–, con todo el magnetismo y las obligaciones. La ‘Pulga’ sabía que una nación lo vigilaba de cerca. Nada salió bien. Lo silbaron en Santa Fe, después de un 0-0 con Colombia, y quedó eliminado por penales contra Uruguay, en los cuartos de final. Por entonces, llegó a superar los dos años sin convertir para la selección un gol oficial…, cuesta dimensionarlo hoy, cuando somete en los récords hasta al mitológico Pelé. Era el “pechofrío”. O, simplemente, ‘el catalán’.

Alguna vez sus padres confiaron el dolor. “Leo está muy mal por esta situación. No entiendo por qué la envidia... Es la primera vez que lo silban. No sé qué significa cargarse el equipo al hombro. ¿Es insultar o gritarles a todos los compañeros? Mi hijo tiene otro tipo de carácter. Es fuerte, aunque muchos no lo sepan”, advertía Jorge Messi. Celia, la madre de Lionel, abría la intimidad y el corazón: “Se va realmente muy dolido cuando hablan mal de él, ¿por qué siempre contra él? Él sufre mucho, después le cuesta reponerse”. Pero aterrizaba en Barcelona, recuperaba su dimensión galáctica y los sommeliers de ‘argentinidad’ explotaban de este lado del océano Atlántico. Messi lloraba, pero estaba decidido –obsesionado– a conquistar a ese país de corazones blindados y miradas desconfiadas.

No sería sencillo. Especialmente en 2015, 2016 y 2017 el tribunal de despellejamiento no lo dejaría en paz. Su apatía en la Copa de Rusia 2018 –el peor de sus cuatro mundiales– pareció la estación final. El reencuentro con el tejido social sería imposible. Pero si su padre había alertado que su hijo era “fuerte”, comenzó a asomar otro Messi. Con rasgos que suelen enamorar al argentino promedio: rebelde, épico, confrontativo, sí, maradoneano, y con un innegociable sentido de pertenencia albiceleste. El mismo del principio. Porque discutir sus deseos de pertenecer siempre fue ridículo: desde que a los 16 años rechazó la cacería de España, estableció adónde quería estar.

Amor, lealtad, pertenencia: Messi nunca lo dejó de intentar con los colores de su país
JUAN IGNACIO RONCORONI


Amor, lealtad, pertenencia: Messi nunca lo dejó de intentar con los colores de su país (JUAN IGNACIO RONCORONI/)

La aceptación y adoración tras la conquista de la Copa América en Brasil habla mucho más de nosotros que de él. “No me quieras porque gané, necesito que me quieras para ganar”, decía Marcelo Bielsa. El hincha fue acomodaticio y una porción de la prensa también; en cambio, él nunca desertó. O sí, lo hizo por un par de meses tras la Copa América del Centenario y se dio cuenta de que le ardían las tripas. De los 38 partidos que jugó en la Argentina, ninguno como el del jueves pasado. Naturalmente: tuvo todos los simbolismos, un guión perfecto, una comunión evidente.

Sus excursiones por el territorio nacional nunca se estabilizaron: jugó mal en Rosario, tuvo su bautismo de tiro libre en Córdoba, lo rechazaron en Santa Fe, lo arroparon y se lesionó en San Juan, vibró y sufrió en la Bombonera , siempre convirtió en sus pasos por Mendoza y en la única visita a Santiago del Estero, y no dejó huella en La Plata. Pero es el estadio Monumental el que resume su historial. Instantáneas: el primer partido como titular en el país en 2005, contra Perú; el primer gol en 2008, frente a Uruguay; la primera actuación perfecta en 2012, 10 para LA NACION, ante Ecuador, y el segundo hat-trick criollo, anteayer con Bolivia, su víctima preferida. Y años de angustia, también. Vacío. Recelos. Ya había llorado Lionel Messi por la selección en su país. Pero jamás con tanta felicidad.

Una noche para siempre: Messi, la Copa América y el reencuentro con los hinchas
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