A medida que aumentan los cruces fronterizos, Biden recurre a los refugios para manejar la afluencia

La hermana Norma Pimentel dirige un centro de asistencia y alojamiento para estancias cortas destinado a las familias con niños y mujeres migrantes en McAllen, Texas. (Kirsten Luce/The New York Times)
La hermana Norma Pimentel dirige un centro de asistencia y alojamiento para estancias cortas destinado a las familias con niños y mujeres migrantes en McAllen, Texas. (Kirsten Luce/The New York Times)

SAN BENITO, Texas — En una tarde reciente, cuando siete migrantes recién llegados fueron liberados de la custodia del gobierno sin que tuvieran un lugar donde pasar la noche, un refugio de emergencia de esta pequeña ciudad fronteriza respondió al llamado y envió a un voluntario a realizar su quinta recolección en el día cerca de Brownsville.

En el albergue La Posada Providencia, había comida caliente esperando y fideos para después, si los migrantes seguían con hambre. Varios de los hombres, quienes habían llegado desde Cuba y Nicaragua, de inmediato cayeron rendidos sobre los catres provistos de sábanas limpias y almohadas. A la mañana siguiente, el voluntario los llevaría temprano al aeropuerto para que continuaran su trayecto hacia el norte.

Mientras Estados Unidos vive la mayor ola de migración en décadas en la frontera sur, recurre cada vez más a una red de refugios y otras estaciones de paso para alojar y alimentar a los migrantes que obtienen permiso para quedarse temporalmente, muchos de los cuales están solicitando asilo, y para ayudarlos a organizar su viaje desde las comunidades fronterizas hasta el lugar en que tengan pensado esperar —una espera que podría durar años— a que terminen sus trámites de inmigración en los tribunales.

De acuerdo con un análisis de la información federal, desde el momento en que el presidente Joe Biden asumió el cargo el año pasado hasta abril, el gobierno ha admitido a casi una cuarta parte de los migrantes que entran al país de manera ilegal y que fueron aprehendidos en la frontera sur, o cerca de 700.000 de unos 2,7 millones. Los demás han sido expulsados con rapidez debido a una disposición de salud pública de emergencia relacionada con la pandemia o, bien, enviados a su país de origen bajo otro fundamento jurídico. El viernes, un juez federal ordenó que esa disposición siguiera vigente, aunque la misma iba a ser suspendida el lunes. El gobierno respondió que presentaría una apelación.

Sin embargo, ya están dejando entrar a muchos de los miles de migrantes que cruzan todos los días: de la cifra histórica de 234.088 migrantes que llegaron en abril, casi la mitad fueron liberados dentro del país por diversas razones, entre ellas, excepciones a la disposición de salud pública por motivos humanitarios y falta de espacio en los centros de detención. En algunos casos, el gobierno no puede deportar a las personas —por ejemplo, a los cubanos y venezolanos— porque no tiene relaciones diplomáticas con el país de origen.

Como el gobierno de Biden está viendo que cerca de 8200 personas cruzan la frontera todos los días (o casi la población de College Station, una ciudad de Texas, que entra al país cada dos semanas, muchas más personas que el año pasado en esta misma época), se está valiendo de pequeñas organizaciones sin fines de lucro como La Posada Providencia para manejar la afluencia de personas en los pueblos y ciudades fronterizos para evitar las imágenes políticamente explosivas de caos y desorden antes de las elecciones intermedias de noviembre.

No obstante, ya se superó la capacidad de algunos de los refugios. Hay tantos migrantes cruzando la frontera cerca de El Paso, que un albergue de ahí está trabajando con la ciudad para traer más personal y hacer más espacio rápidamente. Un refugio de Eagle Pass también está llegando a su capacidad máxima y busca maneras de que los migrantes salgan del pueblo más rápido.

Alex Ordoñez, al centro, llama por teléfono a su familia en Nicaragua después de llegar a La Posada Providencia, un albergue en San Benito, Texas, el 3 de mayo de 2022. (Kirsten Luce/The New York Times)
Alex Ordoñez, al centro, llama por teléfono a su familia en Nicaragua después de llegar a La Posada Providencia, un albergue en San Benito, Texas, el 3 de mayo de 2022. (Kirsten Luce/The New York Times)

“Vamos a ver que muchísimas personas tendrán que ser liberadas en las calles”, advirtió la semana pasada en una conferencia de prensa Rubén García, director del refugio de El Paso.

Ya sea que proporcionen una comida, un lugar para refrescarse o dormir, asesoría jurídica, atención médica, transporte o ayuda para saber cómo llegar a su destino, estos albergues y centros, que en ocasiones trabajan con las autoridades locales y estatales, llenan un vacío en el obsoleto sistema de inmigración del país.

Durante años, la Patrulla Fronteriza y el Servicio de Control e Inmigración de Aduanas han recurrido de manera no oficial a estos lugares. Pero hace poco, el gobierno de Biden, al enfrentar una considerable presión para demostrar que estaba listo para suspender la disposición de salud pública, los convirtió en un elemento central de su plan de respuesta. Asimismo, el gobierno incluyó, por primera vez, un escaso financiamiento para estas organizaciones —150 millones de dólares en subvenciones de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias— en su solicitud de presupuesto anual.

Sin embargo, aún está muy lejos de la relación formal que tiene el gobierno con nueve agencias de reubicación que contrata para proporcionar diversos servicios a refugiados, como los que llegaron de Afganistán a lo largo de todo el año pasado y los que están llegando de Ucrania.

Durante años, las personas que cruzaban la frontera sur sin documentos eran en su mayoría varones mexicanos solteros. Eso comenzó a cambiar en 2011, y cambió todavía más en 2014, cuando otras personas de países de Centroamérica comenzaron a huir de la violencia desenfrenada junto con sus familias.

En esa época, la Iglesia Católica del Sagrado Corazón en McAllen, Texas, recibió a cientos de familias migrantes que cruzaron cerca de la parte más al sur del estado. Ahí, los migrantes recibían atención médica, alojamiento y provisiones para las horas de trayecto que les esperaban de camino a su destino.

Antes de que la iglesia interviniera, a los migrantes sencillamente se les dejaba en la estación local de autobuses cuando las autoridades de la Patrulla Fronteriza los liberaban.

Pero como cada vez cruzaban más familias, la iglesia se saturó y los voluntarios recurrieron a la hermana Norma Pimentel, directora ejecutiva de la filial de Catholic Charities en el Valle del Río Grande. Desde entonces, Pimentel ha dirigido un centro de asistencia y alojamiento para estancias cortas capaz de hospedar a 1200 personas en el centro de McAllen, justo frente a la estación de autobuses.

Es común que los migrantes que pasan por estos centros ya tengan conocidos en Estados Unidos y planeen reunirse con ellos, por lo que casi siempre se ponen en marcha algunas horas después de que los libera el gobierno. En muchos de estos centros, los empleados y voluntarios llaman a los familiares o amigos de los migrantes para confirmar sus planes y les ayudan a comprar su boleto de autobús o de avión, el cual casi siempre pagan los migrantes o sus conocidos.

Muchos migrantes toman autobuses desde los pueblos fronterizos a las ciudades con aeropuertos grandes y de ahí vuelan a su destino, por lo general Houston, Miami, Chicago, Filadelfia, Nueva York, Washington o Los Ángeles.

Sin embargo, últimamente están apareciendo cada vez más migrantes que llegan sin ningún plan ni contacto. En esas circunstancias, es posible que los refugios se saturen con rapidez.

La liberación de cientos de miles de migrantes dentro del país a lo largo del año pasado no es resultado de una política de inmigración bien definida, sino, en muchos casos, de la imposibilidad del gobierno para deportarlos por diversas razones. Además, según mucha gente, a menos que se cambien las obsoletas leyes de inmigración, este patrón continuará y, en las circunstancias actuales, los refugios y los centros de asistencia requieren mucho más apoyo del que ofrecen las subvenciones de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias.

“Es una solución temporal y no debería ser la manera habitual de apoyar a las organizaciones que hacen esto”, señaló Marisa Limón Garza, alta directiva de defensoría y programación en el Hope Border Institute, una organización de derechos humanos en El Paso. “Es algo inviable”.

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