Luciano Spalletti y el poder de marcharse

La granja de Luciano Spalletti se encuentra en lo alto de una cordillera a las afueras de Montaione, un pueblo italiano tranquilo y de una hermosura impactante ubicado en lo alto de una colina cerca de una hora al suroeste de Florencia. Es la Toscana de fotografía: plazas de adoquines flanqueadas por cafés y calles también adoquinadas, un panorama de cielos azul oscuro y verdes olivares sobre colinas onduladas.

Sin embargo, está un poco apartada. La parte de la campiña toscana a la que Spalletti llama hogar no es tan turística como, por ejemplo, Chianti. No obstante, Spalletti creció ahí, en la ciudad medieval amurallada de Certaldo, y vio en la granja la oportunidad de atraer a más gente a la región. Las cinco cabañas para vacacionar que ha construido en sus terrenos pueden alquilarse por unos (sorprendentemente competitivos) cientos de euros la noche.

El negocio no era su principal motivación. La granja es el refugio de Spalletti. La ha convertido en algo cercano al ideal platónico de un lugar idílico. Como dice en un video promocional dentro del sitio web de la granja, es “un lugar para redescubrir emociones sencillas y olvidadas, entre la naturaleza y los animales”.

Produce su propio aceite de oliva. Utiliza las uvas de su viñedo para producir su propio vino. Hay gallinas y patos, burros, caballos y alpacas e incluso un par de avestruces. La vista se extiende desde Pisa, al oeste, hasta los Apeninos, al este. “Para mi familia, fue amor a primera vista”, les dice a los posibles visitantes.

A principios de mes, Spalletti se retiró aquí, a su pequeño pedazo de Arcadia, con lo cual concluyó sus dos años como entrenador del Nápoles. Le había informado su decisión al club unas semanas antes. “Les dije que necesitaba un año de descanso”, comentó. “No trabajaré para ningún club. Descansaré un año”.

Por supuesto que Spalletti se ha ganado el descanso. Su primer año en el Nápoles terminó como la mayoría de los primeros años en el Nápoles: en un remolino de incertidumbre, decepción y arrepentimiento. Los ultras del club le robaron el auto y prometieron regresarlo solo cuando tuvieran pruebas de su renuncia. Varios jugadores clave se fueron.

Sin embargo, su segunda temporada fue utópica. Por primera vez en 33 años, el Nápoles ganó el título italiano. De hecho, eso es darle poco mérito. El Nápoles se adueñó del título italiano, tras arrasar con el resto de la Serie A. Levantó el trofeo un mes antes de concluir el torneo. Sus últimos partidos fueron un carnaval, una celebración. Spalletti y sus jugadores vieron sus imágenes esparcidas por toda la ciudad, donde recibieron el mismo tipo de adoración que los iconos religiosos más tradicionales.

Por lo tanto, que haya elegido precisamente este momento para alejarse es tan poco ortodoxo que —según el pensamiento tradicional del fútbol— roza en la herejía.

El Nápoles fue muy superior a todos sus rivales nacionales. El equipo de Spalletti estuvo en piloto automático los últimos cinco partidos de la campaña y aun así terminó 16 puntos por delante de la Lazio, el segundo lugar. Incluso tras permitir la inminente salida de dos jugadores clave, Victor Osimhen y Kim Min-jae, hay pocas razones para suponer que como mínimo no vaya a competir por el título el próximo año.

Algo todavía más importante fue que, en el Nápoles, Spalletti, de 64 años, puso por fin de manifiesto su visión de cómo debe jugarse a este deporte. Durante gran parte de su carrera, se le había admirado como un entrenador talentoso, un táctico sofisticado e incluso un visionario ocasional. Durante su tiempo en la Roma, Spalletti fue pionero o popularizó la idea del “nueve falso”.

No obstante, se le consideraba en general —y no con poco afecto— como uno de los hombres “casi casi” del deporte. Casi gana la Serie A con la Roma, pero no lo hizo. Casi la gana con el Inter de Milán, pero no lo hizo. Fue uno de los muchos entrenadores a los que José Mourinho, para quien la importancia se mide por la sección de honores de una página de Wikipedia, desestimó como los poseedores de “zeru tituli” (cero títulos).

En el Nápoles, el estilo de Spalletti encontró por fin su sustancia. Su equipo no jugaba de forma menos atractiva, menos innovadora ni menos imaginativa que los equipos que había forjado en otros lugares, pero ganaba, ganaba y ganaba. El Nápoles fue su obra maestra y, a pesar de todo, en cuanto la terminó, la dejó abandonada.

No lo hizo, como dictaría la tradición, para asumir un papel más importante, mejor o con una mayor y generosa remuneración. Según sus propias palabras, lo hizo porque quería tomarse un descanso, retirarse a su granja, encontrar un santuario del estrés y la tensión de los dos últimos años. Sin embargo, la verdadera razón está en el subtexto. Spalletti se fue porque había acabado su trabajo.

En algún momento del mes que duró la celebración del Nápoles, Spalletti decidió que había alcanzado la cima y que lo que viniera después iba a involucrar un descenso inevitable.

En vez de arriesgarse a manchar lo que ha conseguido, en lugar de obstinarse, prefirió dejarlo, perfecto e inviolable, donde está. Tiene su premio y al ganarlo también tiene su monumento. Al hacerlo, ha logrado lo que tantos otros invierten tanta energía en hacer: se ha asegurado de que su legado permanezca impoluto, intacto. En el refugio que se ha construido en las afueras de Montaione, Spalletti saboreará la alegría sencilla y olvidada que da el saber cuándo marcharse.

c.2023 The New York Times Company