Los jugadores son los trofeos ahora

Dos cosas destacaron de la llegada de Karim Benzema a Yeda, Arabia Saudita, el miércoles por la noche. La primera fue la mirada en su rostro. Desde el minuto en que su avión privado aterrizó en el Aeropuerto Internacional Rey Abdulaziz hasta el momento (tras un periodo no especificado pero al parecer excesivo) en que finalmente logró salir hacia la noche de Arabia Saudita, Benzema se mostró claramente desconcertado.

Tal vez fue solo el efecto del largo vuelo, o el impacto persistente de lo que deben haber sido unos días tumultuosos, o el hecho de que la gente le hablaba en francés, inglés, español y árabe, de los cuales solo habla tres. Su sonrisa nunca vaciló, pero tampoco el ligero indicio de confusión en sus ojos.

Estuvo presente mientras lo apuraron a través de los luminosos y resonantes pasillos de la terminal de llegadas. Mientras estuvo sentado en una silla elegante en una especie de sala de conferencias, jugueteando con la bufanda amarilla y negra del Al-Ittihad que había sido colocada alrededor de su cuello. Estuvo ahí cuando le presentaron a dos niños sonrientes, pero no identificados en absoluto. En todo momento, Benzema tuvo el semblante de un hombre recién sobresaltado.

Sin embargo, lo más sorprendente fue que cada paso de su viaje fue documentado. No solo por el grupo de fotógrafos y camarógrafos oficiales (del Al-Ittihad, de la Liga Profesional Saudí, y de varias agencias de noticias) que estuvieron allí para capturar este momento transformador tanto en Arabia Saudita como en el fútbol mundial, sino por todos los que se cruzaban en su camino.

El personal del aeropuerto grabó videos. Otros pasajeros estuvieron filmando, al igual que algunos niños. Los distintos equipos de filmación aparecían en las tomas de los otros, mientras grababan. Estos no eran solo fanáticos devotos del Al-Ittihad. Es razonable suponer que algunos de ellos, al menos, ni siquiera se considerarían fanáticos del fútbol. Pero no importó: todos querían su propio pequeño recuerdo, su propia grabación del momento en que Karim Benzema, el actual ganador del Balón de Oro, llegó a Yeda.

Ese es el glamur que emana, el hechizo que lanza, el atractivo de su fama. Y es eso, más que cualquier cosa que haga sobre el campo, por lo que el Al-Ittihad pagará 400 millones de dólares a lo largo de tres temporadas.

En términos generales, hay dos escuelas de pensamiento sobre la expansión rápida, agresiva y opulenta de Arabia Saudita en los deportes durante los últimos siete años, más o menos.

Una de ellas —la que ofrecen las autoridades saudíes, y cualquiera que quiera encontrar una justificación para aceptar los deslumbrantes salarios que se ofrecen— es que el deporte es una manera de diversificar la economía del país lejos del petróleo, de animar a sus ciudadanos a ser más activos, de ayudar a construir una sociedad más inclusiva, más “moderna”.

La otra, la proclamada por los disidentes saudíes y por las organizaciones activistas tanto allí como en todo el mundo, quizás lo resuma mejor Lina al-Hathloul, cuya hermana, Loujaine, fue arrestada y sentenciada a prisión por defender el derecho de las mujeres saudíes a conducir. El deporte, en este relato, está siendo utilizado como una distracción, una cortina de humo, un truco de luz.

“Creo que el gobierno saudí, el régimen saudí y Mohamed bin Salmán quieren que la gente piense en Ronaldo cuando piensen en Arabia”, dijo, “y no en Khashoggi”.

Por supuesto, estas no son mutuamente excluyentes: con casi toda seguridad, el gobierno saudí quiere desviar la atención de su historial de violaciones de derechos humanos, pero eso no significa que no quiera que su población sea más activa.

Del mismo modo, el reino es sin duda consciente del valor de brindarle entretenimiento y espectáculo a su población joven y obsesionada con los deportes (“pan y circo” sigue siendo una poderosa motivación política) y, simultáneamente, espera poder aprovechar su inversión en el fútbol y obtener influencia internacional que culmine en una oferta para ser la sede de la Copa del Mundo de 2030.

Cualquiera que sea la motivación, el impacto ha sido enorme. El primer deporte en caer bajo el yugo de Arabia Saudita fue, curiosamente, la lucha libre profesional. Hace cinco años, el ministro de deportes del país firmó un acuerdo con World Wrestling Entertainment (WWE) para producir una serie de espectáculos copatrocinados durante los próximos 10 años. El dinero de ese arreglo, según “Ringmaster”, una fascinante biografía de Vince McMahon, proporciona una cantidad considerable del presupuesto operativo de WWE.

Vince McMahon Foto: Joe Camporeale-USA TODAY Sports
Vince McMahon Foto: Joe Camporeale-USA TODAY Sports

Otros siguieron felizmente el camino que la industria del entretenimiento deportivo —y, si somos honestos, ¿qué no es entretenimiento deportivo estos días?— labró primero. Arabia Saudita ofrece las carteras más altas del boxeo. Alberga la carrera de caballos más lucrativa del planeta. Ha recogido propiedades de los deportes de motor: carreras de Fórmula 1, eventos de MotoGP y el Campeonato Mundial de Rally.

Y por supuesto, también está el golf. Ningún deporte se ha visto tan alterado como el golf por la repentina atención del Fondo de Inversión Pública (FIP), el cual financió el nuevo circuito LIV Golf y así le declaró la guerra al más establecido PGA Tour. Esta semana, se generó un abrupto e inesperado cese al fuego: tras dos años de amarga enemistad, los dos bandos revelaron que formarán una alianza. Se presentó como una fusión. En realidad, lució mucho más como una adquisición.

Las monarquías del golfo Pérsico que primero se abocaron al deporte como una manera de lograr objetivos geopolíticos más amplios (Catar y Abu Dabi, vecinos y rivales de Arabia Saudita) decidieron que la forma más efectiva de invertir en el fútbol era, en esencia, comprar un equipo para que fuera un avatar del Estado.

Abu Dabi transformó al Manchester City no solo en una potencia europea y de la Liga Premier, sino también en una empresa comercial, política, diplomática e inmobiliaria. El City es más que una simple valla publicitaria para su emirato, también sirve como la vanguardia de muchos de sus intereses comerciales.

Catar eligió al París Saint-Germain, financió la liga francesa para asegurarse de que su equipo tuviera contra quién jugar y se dedicó a construir lo que se considera un monumento a su propia autoestima. Fichó a los mejores jugadores del mundo. Contrató y despidió a los entrenadores que no pudieron hacerlos funcionar juntos. Alienó a los fanáticos del club, una y otra vez.

Pero nada de eso importó, no solo porque tenía su propiedad de prestigio, sino porque simplemente era el primer paso de un proyecto que culminó —o al menos culminó su primera etapa— con un jugador del PSG, Lionel Messi, vestido con un bisht, levantando la Copa del Mundo en el gran cuenco dorado de Lusail en diciembre.

Arabia Saudita, por supuesto, está involucrado en ese espacio competitivo particular: el FIP posee una participación mayoritaria del Newcastle United, el contrapeso de larga data de la Liga Premier que jugará en la Liga de Campeones la próxima temporada por primera vez en dos décadas.

Pero esa estrategia es volátil e incierta. No hay garantía de que el Newcastle logre el mismo progreso exponencial y fluido —quizás hasta incontrovertible— que el Manchester City ha tenido en los últimos años. E incluso si lo hace, no hay garantía de que hará popular a alguien. No funciona así, como ya han descubierto tanto Catar como Abu Dabi.

Y si bien no cabe duda de que Arabia Saudita es una nación apasionada por el fútbol —sus multitudes de fanáticos en la Copa del Mundo dieron testimonio de eso—, es justo suponer que los gobernantes del país no tienen un interés real en los deportes en un sentido literal. No están gastando todo ese dinero para competir. Lo están gastando para ganar, y eso es algo muy distinto.

Es por eso que el fichaje del delantero francés Benzema supone un cambio significativo. Benzema será, muy probablemente, la primera de muchas estrellas europeas en aterrizar en Yeda y Riad. El FIP controla en la actualidad cuatro clubes en la Liga Profesional Saudí. Su intención es abastecer cada uno de ellos con tres jugadores de alto perfil y calidad.

Los equipos, por supuesto, atraen a una audiencia. Las competiciones generan contenido. Pero, hoy más que nunca, son los jugadores —o más específicamente, un grupo selecto de jugadores, cuya fama supera incluso a los clubes que representan y los trofeos que ganan— quienes atraen la atención mundial, quienes mueven productos, quienes son los mayores activos en juego. Y lo mejor, claro está, es que los jugadores son algo que el dinero puede sin duda comprar. La industria del fútbol, a diferencia del deporte, es un juego que gana, la mayoría de las veces, quien tiene los bolsillos más llenos.

Arabia Saudita ha apostado todo a esa lógica. Ya ha comprometido casi 1000 millones de dólares en salarios, a no más de un puñado de jugadores. A primera vista, es difícil no sobresaltarse, asombrarse y, sobre todo, desconcertarse ante el tamaño de las cifras y la audacia de la estrategia. Sin embargo, tal es el atractivo y el poder de los jugadores, que no pasa mucho tiempo antes de que comience a tener sentido.

c.2023 The New York Times Company

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