El hombre de la máscara

DOHA, Catar — Hasta Kevin De Bruyne se quedó perplejo. Unos minutos después del primer partido de Bélgica en esta Copa del Mundo, una victoria complicada contra Canadá, a De Bruyne, el mediocampista del Manchester City, lo llevaron frente a una cámara de televisión y le entregaron un trofeo. Había sido elegido, le dijeron, como el mejor jugador del partido, así que si solo podía sostener esta cosa, sonreír al lente y después ofrecer algunas palabras amables en una conferencia de prensa breve y forzada, eso sería genial.

Fue evidente que De Bruyne consideró confuso todo el asunto. Declaró: “No creo haber jugado un gran partido”, de forma autocrítica pero no alejada de la realidad. “No sé por qué recibí el trofeo. Tal vez por mi nombre”.

Esto ha ocurrido mucho en el Mundial. Invariablemente, el premio al mejor jugador del partido ha sido otorgado a, en orden: el jugador que anotó más goles, el jugador que anotó el gol de la victoria, la persona más famosa en los alrededores del estadio. Con esos estándares, la de De Bruyne no fue la selección más extraña; con base en experiencia personal, ese sería el caso de Christian Pulisic, tras el empate entre Estados Unidos e Inglaterra, quien parece haberlo conseguido por la virtud de haber impactado la transversal. (Pulisic no jugó mal esa noche, nada mal, pero ni siquiera fue el mejor jugador estadounidense en su lado del campo).

Sería fácil atribuir esto al hecho de que el premio al mejor jugador del partido está, como todo lo demás, sujeto a una forma mutada, por completo inadecuada, de democracia: se somete al voto de los aficionados, en lugar de, como es más tradicional, ser elegido por un panel de “expertos” sacados del grupo de consultores de la FIFA a los que se les ha dado un trabajo muy ligero. Sin embargo, culpar a quienes los seleccionan sería injusto. Los expertos han sido, en todo caso, incluso peores para nombrar a un jugador de la nada y volver a sus tareas sin importancia.

Por supuesto, nada de esto importa, aunque algunos de los futbolistas que merecen el crédito tal vez están siendo estafados. Croacia brinda un ejemplo apropiado. En sus cinco juegos hasta el momento, los jugadores croatas han ganado el mejor jugador del partido cuatro veces: Dominik Livakovic, el portero que ha detenido penaltis, en dos ocasiones (sin controversia, dentro de lo que cabe), así como Luka Modric y Andrej Kramaric cada uno en una ocasión.

En efecto, gran parte del avance de Croacia a su semifinal ha sido presentado como una historia impulsada por Modric y centrada en él (con una aparición importante de Livakovic). Modric es ahora quizás el mejor jugador de su país. Es el único galardonado con el Balón de Oro. Es, casi con certeza, el mejor mediocampista de su generación. Y aun así, no ha sido el mejor jugador de su país en Catar. Ese honor le corresponde a Joško Gvardiol.

No es difícil ver por qué Gvardiol es tan efectivo. Las dos cualidades que destacan de él, de manera más inmediata, son su tamaño (pareciera estar tallado en basalto) y el hecho de que usa una máscara. No un cubrebocas. No un N95. Ni siquiera el tipo de máscara que Bane utilizaría. No, usa una máscara que parece haberle pedido prestada a Mick Foley o a un rey francés encarcelado. La emplea para proteger una nariz rota, pero luce, al menos de lejos, como si hubiera sido fabricada de cuero y remachada con pernos de acero.

No obstante, la apariencia de las cosas cambia nuestra forma de verlas. Gvardiol no es un defensa violento. Es un jugador inteligente y delicado que no solo está cómodo con el balón (algo básico para cualquier defensa), sino que lo maneja con imaginación y valor. No depende tanto de su fortaleza como de su velocidad de pensamiento, usa su comprensión del juego para resolver problemas antes de que surjan.

Y este, tal vez, es el problema. Los fanáticos y expertos por igual se sienten atraídos por lo que ocurre; después de todo, son los eventos los que tienden a definir los partidos de futbol. Es por eso que los premios al mejor jugador del partido, como todos los honores individuales, suelen ser monopolizados por jugadores ofensivos, por los creadores y los anotadores de goles y oportunidades. (Al parecer, los guardametas ganan reconocimientos solo cuando atajan penaltis).

No obstante, el talento de Gvardiol puede ser medido precisamente por los pocos eventos que ocurren a su alrededor. Su éxito está en todas las oportunidades que no suceden, todos los goles que no son anotados, todos los ataques que parecen desvanecerse en la nada. Es el mayor halago imaginable decir que, durante gran parte de este torneo, Gvardiol ha evitado que innumerables cosas pasen.

Eso no ha sido reconocido con ningún premio, pero no significa que no sea importante. Por supuesto, Croacia no estaría cerca de alcanzar una final en la Copa del Mundo sin Modric. Sin embargo, su hombre de la máscara ha sido igual de significativo, igual de crucial. Es una lástima que el crédito sea la única cosa en este torneo que lo ha eludido.

© 2022 The New York Times Company