Hirving Lozano y el declive del jugador que se iba a convertir en el salvador del futbol mexicano

Hirving Lozano disputa un balón con Theo Hernández en el Milan-Napoli de la Champions League. (Piero Cruciatti/Anadolu Agency via Getty Images)
Hirving Lozano disputa un balón con Theo Hernández en el Milan-Napoli de la Champions League. (Piero Cruciatti/Anadolu Agency via Getty Images)

Todo era diferente cuando se hablaba de Hirving Lozano. Era la perfección consumada, ese camino que tantas veces se trazado en sueños y en videojuegos: empezar una carrera anotándole al América en el Azteca. No era igual a otras veces, a tantas veces, cuando la ilusión ha gobernado el juicio y transformado en futuros ídolos a jugadores cuyas alas era adorno o espejismo. Pero cada electrificante momento de Lozano, el Chucky, hacía pensar lo contrario de él: no podía ser como los demás.

Y el tiempo hizo su trabajo: se consolidó en Primera División con un equipo doctorado en formar talentos, en llevarlos con calma, como Pachuca. Lozano pasó por la selección sub-20, la sub-23 y la Mayor. Todo, otra vez, en orden. Nada alteraba la armonía en su contracción: fue campeón y anotaba goles con una facilidad que hizo intuir a todos que la Liga MX le quedaba chica. Y le quedaba chica. Por eso se fue a Países Bajos con el PSV Eindhoven. Se habló de otra cosa en la previa: del Manchester United, de España. Nada. Pero era lo mejor porque, de nuevo, el camino de Lozano estaba en la vereda correcta.

Ahí lo cobijarían, ahí sería querido. No había forma humana de fracasar en el futbol neerlandés. Y la expectativa se cumplió una vez más: Lozano destrozó la Eredivisie. Y también marcó el gol más gritado para México en la historia de la Copas del Mundo. El pesimismo crónico que espeja a la Selección murió, al menos por un día, en los pies de Lozano con ese gol que todos sabía que no iba a fallar contra Alemania. Y llegó el día, ese paso que tanto se había esperado por cinco años, desde que se le vio debutar y se supo que no iba a ser igual a los otros: en Napoli, equipo místico donde los haya, jugó su carta de apuesta por el mexicano. 40 millones de euros para hacerse de sus relampagueantes goles. Ahí comenzó a fracturarse algo. Ya el camino dejó de ser tan generoso como lo había sido.

Como cuando algo amenaza con descomponerse, como cuando algo ya no es como era: esa grieta en una pared que no dice nada pero puede decirlo; esa nariz tapada que todavía no es gripa pero vaticina días de sufrimiento y medicamentos. Ancelotti, el entrenador que lo había llevado a Italia, se marchó. Llegó Genaro Gattusso y se habló de todo: que no lo quería, que era duro con él a propósito (porque pretendía transformarlo en un jugador diferente, mejor), que le gritaba todo el tiempo y eso no podía ser bueno para el niño de oro del futbol mexicano.

El ogro de la vida futbolística de Lozano también se fue (con el único pecado de haber intentado convertirlo en un jugador válido para la élite) y llegó Luciano Spalletti, que confía en Lozano cuando está, que lo incluye en el equipo aunque la sensación generalizada sea que el mexicano no encaja en un equipo que juega por nota, en un grupo irreverente que encontró en Kvaratskhelia todo lo que Lozano no ha podido ser y no será jamás. Porque Lozano fue un sueño. Nada más. Sigue en Europa y jugó contra el Milán esta semana. No debería ser mala noticia: es parte del equipo más vibrante del año.

Cuatro goles y cuatro asistencias en 35 partidos no reflejan un buen rendimiento, pero eso no es tan importante. Lo dramático, lo que de verdad desmotiva, es ver un partido del Napoli y sentir que uno solo de los jugadores no pertenece a ese coro: que es Lozano quien no tiene el toque ni la creatividad ni la sutileza de un equipo que asemeja a una orquesta. Lleva cuatro años en Nápoles y poco ha cambiado. Ya no es una promesa. Es una realidad a medias: no es el jugador que todos soñaron y tampoco ha fracasado. Pero el cuento perfecto murió. Primero se perdió y nadie quiso encontrarlo. Lozano, que ni en el Tri ni en su club es decisivo, sirve para recordar que no hay nada más melancólico que ver el tiempo pasar y pensar en que todo era perfecto en un tiempo pasado que ya no existe.

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