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El fútbol la salvó y la condenó, por eso tuvo que arriesgar su vida para huir

Residentes locales observan mientras los combatientes talibanes entran en Kabul, Afganistán, el 15 de agosto de 2021. (Jim Huylebroek/The New York Times)
Residentes locales observan mientras los combatientes talibanes entran en Kabul, Afganistán, el 15 de agosto de 2021. (Jim Huylebroek/The New York Times)

Para comenzar su despedida, Fatima se quedó parada dentro del patio cerrado de su familia en Kabul, Afganistán, y con una pala en la mano removió un poco de tierra con la punta de su hoja afilada.

Conteniendo las lágrimas, comenzó a excavar.

Bajo la sombra de una vid y con el intenso y dulce aroma de los rosales, hizo un agujero de alrededor de 60 centímetros de profundidad y de las mismas dimensiones de ancho y colocó algunos artículos dentro de él.

Cuatro camisetas de fútbol dobladas con cuidado dentro de una bolsa de plástico. Cinco trofeos dorados en forma de guante de guardameta que simbolizaban sus logros como la arquera de la selección nacional femenil de Afganistán; ella los adoraba, incluso en una ocasión le dijo a su madre: “Estas son las cosas que me mantienen viva”.

No obstante, en este día de mediados de agosto de 2021, podrían hacer que la maten.

Tan solo unos días antes, en medio de mucho ruido de camiones y rifles, los talibanes tomaron Kabul y comenzaron a buscar a cualquier persona que pudieran considerar como enemiga. Empleados de gobierno. Activistas de derechos humanos. Jueces. Los grupos perseguidos, ahora se apuraban para esconderse y salvarse e incluían a las mujeres atletas como Fatima, quien, según los puntos de vista fundamentalistas de los talibanes, habían desafiado al islam al jugar un deporte en público. Las camisetas y los trofeos la identificarían como una traidora.

Si los talibanes encontraban los artículos, ella y sus familiares podrían ser torturados y ejecutados.

Con tan solo 19 años, a Fatima le costó trabajo entender que su vida, su país y todos los avances que Afganistán había hecho en los veinte años desde que los talibanes tuvieron el control por última vez estaban colapsando.

Fatima temía que nunca terminaría sus estudios de Economía, nunca abriría un negocio como tenía planeado y nunca regresaría al campo de fútbol o contribuiría a que, algún día, las mujeres afganas pudieran prosperar como iguales a los hombres.

Incluso más aterrador era el pensamiento de que estaba a punto de morir cuando apenas había vivido.

Mientras hacía el agujero en su patio trasero, sintió como si estuviera cavando su propia tumba.

Khalida Popal, en el teléfono, con su madre en el apartamento de sus padres cerca de Copenhague. Sacar a la selección nacional femenil de Afganistán se convirtió en la obsesión de Popal. (Charlotte de la Fuente/The New York Times)
Khalida Popal, en el teléfono, con su madre en el apartamento de sus padres cerca de Copenhague. Sacar a la selección nacional femenil de Afganistán se convirtió en la obsesión de Popal. (Charlotte de la Fuente/The New York Times)

La ayudante de la familia

Cuando era niña, Fatima (a quien amistades y familiares le dicen Fati) se topó con recordatorios frecuentes de que las mujeres en Afganistán tienen opciones limitadas. (Por solicitud de Fati y sus compañeras de equipo, The New York Times no usa sus apellidos debido a que temen repercusiones de parte de los talibanes).

Como muchas mujeres afganas, la madre de Fati nunca aprendió a leer o escribir. Estaba comprometida en matrimonio cuando tenía 13 años y tuvo al primero de sus cinco hijos algunos años después. Además de cuidar a su familia, trabajaba como costurera, cosiendo cojines que los afganos usan como asientos.

Al ver cómo su madre tenía que vivir, Fati, la segunda hija, se fijó el propósito de hacer más y ser más. Leía y escribía para su madre. Cuidaba de Kawsar, su hermana menor. Recordó que una vez arregló la electricidad en su casa al mover los cables mientras su madre la veía, conteniendo el aliento y susurrando rezos.

Fati domina el inglés gracias a que ella y su hermana Zahra vieron muchas veces las películas de Marvel. Su padre, quien trabajaba como vigilante nocturno en un edificio de apartamentos, estaba tan orgulloso de Fati que a menudo la llamaba su hijo.

En la escuela, algunos estudiantes la molestaban porque es hazara, una minoría étnica afgana que es abrumadoramente chiita musulmana y sigue siendo un objetivo prominente para los militantes sunitas como los talibanes. Fati se indignaba cuando decían que el pueblo hazara era inútil y estúpido. Se fortaleció ante las críticas.

Fati recuerda haber pensado: “Si eres fuerte y dura, nadie puede vencerte y, entonces, siempre puedes encontrar tu camino”.

Un día, tres compañeras de clase la saludaron y la invitaron a jugar fútbol.

Bahara, una de las chicas, gritó: “¡Eres muy alta! Juega en nuestro equipo. ¡Serás una buena arquera!”.

Encontrando su poder

Hasta ese momento, Fati ni siquiera estaba consciente de que las mujeres en su país jugaban fútbol organizado.

Desde hace mucho tiempo, hacer deporte en público ha sido peligroso para las chicas afganas. Los religiosos radicales afirman que las mujeres violan el Corán cuando juegan fútbol porque los hombres todavía pueden ver la forma de sus cuerpos aunque usen el hiyab, mangas largas y pantalones. Las llaman prostitutas y amenazan a sus padres y hermanos, al asegurar que deben ser castigados por permitir que una integrante de su familia los deshonre.

El equipo femenino afgano Melbourne Victory en su primer partido en una liga local contra ETA Buffalo SC- Las jugadoras del equipo nacional de fútbol femenino de Afganistán compitieron en un partido de la liga local en Australia el abril 24 por primera vez desde que huyeron de los talibanes islamistas de línea dura. (Foto: de William WEST/AFP vía Getty Images)

No obstante, entre afganos más progresistas, en particular mujeres que han visto sus derechos vulnerados durante la primera vez que los talibanes gobernaron, de 1996 a 2001, ha habido una presión persistente para permitir que las niñas y las mujeres piensen y se comporten de maneras otrora prohibidas

Fati relató después que disfrutó de los momentos en el campo de fútbol en los que podía ser agresiva, lanzarse para hacer una atajada o patear el balón en un estruendoso saque de meta. Considera emocionante mostrar su poder al mirar de manera fija a un rival que se atrevió a pensar que anotarle era una posibilidad.

La madre de Fati apoyó su amor por el fútbol y le decía: “No quiero que seas como yo. No quiero que te apresures a casarte y termines como si fueras una esclava en la casa”. Convenció al padre de Fati de que el fútbol era una actividad que valía la pena para una adolescente que tenía aspiraciones en la vida más allá de la cocina.

Fati ascendió con rapidez en ese deporte.

Después de que un cazatalentos de la selección nacional la vio jugar en un torneo del bachillerato, la invitó a practicar con la escuadra nacional. Ahí, aprendió a ser ágil e intrépida, pero, sobre todo, a ser una lideresa. En un país que había estado en guerra durante toda su vida, Fati finalmente se sintió libre, segura y al mando.

Seis meses después, fue ascendida a la selección nacional mayor, donde se unió con sus amigas Bahara, Mursal y Somaya.

Eran las mismas chicas que invitaron a Fati a jugar fútbol por primera vez y su relación llegó mucho más lejos y se volvió más profunda de lo que ocurrió en el campo.

Buscando inspiración

No pasó mucho tiempo para que el fútbol se convirtiera en los cimientos de toda la vida de Fati. Le dio la confianza para perseguir sus metas.

Durante las mañanas, trabajaba en una organización llamada Good Neighbors, donde daba clases de inglés a niñas y mujeres. Por las tardes, estudiaba Economía en la universidad. Su hermano mayor, Khaliqyar, al sentir el deber de protegerla, a menudo la escoltaba hasta ahí.

En otros tiempos, recordó, caminaba sola bajo la luz de la luna, las manos le temblaban debido a los nervios, ya que la ruta era insegura incluso a la luz del día. Para no llamar la atención, Fati se vestía como un chico, con tenis y ropa holgada, y cubría su cabeza con una capucha.

El equipo femenino afgano Melbourne Victory en su primer partido en una liga local contra ETA Buffalo SC- Las jugadoras del equipo nacional de fútbol femenino de Afganistán compitieron en un partido de la liga local en Australia el abril 24 por primera vez desde que huyeron de los talibanes islamistas de línea dura. (Foto: de William WEST/AFP vía Getty Images)

El resto de su tiempo lo dedicaba al fútbol. Era demasiado peligroso para su equipo jugar en casa, así que viajaban a países como India, Tayikistán y Uzbekistán para enfrentar a escuadras que entrenaban más, en mejores campos y con mejores entrenadores. El equipo de Fati perdía una y otra vez. Algunos usuarios de redes sociales comentaban que el equipo era malo porque las mujeres afganas no estaban destinadas a jugar fútbol.

La presión para demostrarles a los críticos que estaban equivocados se volvió tan grande que en una ocasión, tras perder contra Uzbekistán, Fati regresó a su hotel y pensó en lanzarse desde el balcón del cuarto piso.

Una compañera de equipo calmó a Fati mientras ella plañía: “Dios, ¿por qué no hay resultados? Quiero ganar solo una vez?”.

Finalmente, su equipo ganó su primer partido en 2019. Fati no quería dejar ir la sensación de triunfo.

En las redes sociales, comentarios positivos comenzaron a surgir. Ella y sus compañeras asistieron a entrevistas para la televisión, con lo que se convirtieron en ejemplos a seguir para otras chicas.

Sus familiares estaban muy contentos. La federación de fútbol le pagaba a Fati 100 dólares al mes por jugar en la selección nacional y recibió otros 150 para encabezar la labor de bases femenil y ayudar a administrar el equipo sub-15.

No obstante, incluso conforme su vida parecía estar in crescendo, una grieta dividía a Afganistán en dos.

Los ataques terroristas se incrementaron y la violencia llegó a hospitales, escuelas y salones de bodas. Cientos de personas, incluyendo a muchos miembros de la comunidad hazara, murieron debido a las facciones talibana y afgana del Estado Islámico.

En la primavera de 2021, el presidente Joe Biden anunció que el Ejército estadounidense se retiraría de Afganistán. Sin embargo, cuando Fati escuchó que los talibanes lograban avances en las provincias, les dijo a sus compañeras que no se preocuparan. Los talibanes nunca se harían con el control de Kabul.

‘Van a matar a las atletas’

Un día de agosto, Fati trabajaba en el Departamento de Fútbol Femenil de la Federación Afgana de Fútbol cuando un empleado de la presidencia irrumpió gritando que los talibanes se aproximaban a Kabul. Les indicó que reunieran todos los documentos que pudieran encontrar y que pusieran los papeles en un montoncito. Necesitaban destruir cualquier cosa que los talibanes pudieran usar para atacar a las atletas.

El hombre gritó: “¡Apúrense! Vamos a quemar todo”.

Fati comentó que ella y otras seis empleadas empezaron a abrir cajones, a agarrar todos los papeles que pudieran cargar, a veces apilándolos en sus brazos hasta el mentón a medida que los cargaban.

Formatos de registro. Fotografías de las chicas. Formatos de pedido de uniformes. Documentos de viaje. La historia completa del programa de la selección nacional femenil, que inició en 2007, pronto yacía en un montículo desorganizado.

Cuando Fati y sus compañeras de trabajo terminaron, se detuvieron un momento para recuperar el aliento. Se dieron cuenta de que su vida estaba de verdad en peligro.

Antes de irse, Fati tomó algunos pasaportes e identificaciones que las jugadoras habían dejado y los metió a su mochila. Sabía que, sin ellos, esas chicas quedarían varadas en Afganistán.

El equipo femenino afgano Melbourne Victory en su primer partido en una liga local contra ETA Buffalo SC- Las jugadoras del equipo nacional de fútbol femenino de Afganistán compitieron en un partido de la liga local en Australia el abril 24 por primera vez desde que huyeron de los talibanes islamistas de línea dura. (Foto: de William WEST/AFP vía Getty Images)

Tres días después, Fati se dirigía rumbo a un entrenamiento de fútbol final de su club local cuando su teléfono comenzó a sonar. Mensajes frenéticos llegaban al chat grupal del equipo.

“Váyanse a casa, el entrenamiento está cancelado”.

“No salgan, chicas”.

Bahara, su excompañera de bachillerato que se convirtió en defensa de la selección nacional, compartió un video que grabó de los talibanes llegando a una de las plazas públicas de Kabul. Había salido de la facultad de odontología cuando vio camionetas que ondeaban banderas blancas de los talibanes, en las que viajaban combatientes que tocaban el claxon y disparaban sus armas.

Bahara escribió en darí (el dialecto nativo de las jugadoras): “Es verdad, chicas. Están aquí”.

Fati y sus compañeras de equipo sabían que necesitaban salir de Afganistán.

Fati escribió en un mensaje de texto a su equipo: “Solo estemos unidas y veamos cómo podemos salir de aquí y encontrar la manera. Insha'Allah, habrá un modo”.

Una tarde, el equipo recibió un mensaje de texto de una jugadora veterana llamada Nilab. Se trataba de una capitana del equipo conocida por hablar de manera abierta sobre los derechos de las mujeres.

Había recibido un mensaje de texto anónimo: De alguna manera, si te vemos, te atraparemos y te ataremos como a un perro y no te liberaremos. Te mataremos.

Nilab advirtió al grupo: Chicas, saben que van a matar a las atletas. Las matarán y las colgarán de la portería en el Estadio Olímpico, de igual manera que los talibanes lo hicieron antes con otras personas.

Nilab recibió un mensaje de Khalida Popal, una excapitana de la selección nacional femenil de Afganistán quien abandonó el país debido a las amenazas de muerte causadas por su activismo. En 2018, sacó a la luz un escándalo de abuso sexual que involucra a funcionarios de fútbol afganos, quienes tenían conductas inapropiadas con miembros de la selección nacional mayor, que en ese instante era el nivel superior al de Fati.

Popal escribió a Nilab en darí: “Estoy algo preocupada por ti. ¿Estás bien?”.

Nilab respondió con un mensaje de voz angustiante: “No, Khalida, lo juro por Dios, estamos encerradas en la casa. Sabes que los enemigos están en cada lado de nuestra casa”.

Concluyó al mencionar: “No tenemos escapatoria. Si puedes hacer lo que sea por nosotros, por favor, ayúdanos”.

Dentro de algunas horas, después de ser agregada al chat grupal, Popal se presentó.

Chicas, lamento que ya no puedan jugar fútbol. Me puse en contacto con ustedes desde Dinamarca. Voy a intentar hallar una manera de que salgan de Afganistán. Voy a sacarlas.

Y adónde sea que lleguen, Estados Unidos o donde sea, después de eso pueden ayudar a sus familiares.

Pero no en este momento.

Obligadas a mantener silencio

Conforme los talibanes se aproximaron al mundo de Fati, Popal estaba en su apartamento ubicado en el norte de Copenhague, reuniendo a un grupo de abogados confiables, directivos deportivos y activistas de derechos humanos que pudieran ayudar a sacar a la selección nacional de Afganistán. Había trabajado con muchos de ellos, incluyendo a Kat Craig, una abogada británica especializada en derechos humanos, en el caso de abuso sexual.

La primera tarea era convencer a los gobiernos de que el equipo necesitaba ser salvado.

Popal y la exentrenadora del equipo femenil de Afganistán Kelly Lindsey convocaron a jugadoras actuales y pasadas que vivan fuera de Afganistán a hablar con los medios informativos y conversar con reporteros sobre lo urgente de llevar a las chicas a un lugar seguro.

El equipo femenino afgano Melbourne Victory en su primer partido en una liga local contra ETA Buffalo SC- Las jugadoras del equipo nacional de fútbol femenino de Afganistán compitieron en un partido de la liga local en Australia el abril 24 por primera vez desde que huyeron de los talibanes islamistas de línea dura. (Foto: de William WEST/AFP vía Getty Images)

Popal declaró a CNN: “Ahora nuestras jugadoras están totalmente indefensas. La pesadilla más grande es que sean identificadas y apresadas por los talibanes”.

Les dijo a las chicas que quemaran sus camisetas de la selección nacional y eliminaran o hicieran privadas sus cuentas en redes sociales. Tras años de alentarlas a alzar la voz sobre el derecho de las mujeres a participar en deportes, les estaba implorando que se quedaran calladas.

Al mismo tiempo, las conexiones futbolísticas de Popal buscaron un país que aceptara a las jugadoras. Tal vez Estados Unidos. O Canadá. ¿Qué tal Alemania o Bélgica?

Nikki Dryden, una atleta olímpica y abogada migratoria en Australia, llamó a Craig Foster, un activista de derechos humanos y excapitán de la selección nacional de Australia. Foster tenía conexiones en el gobierno australiano. En una videollamada, le dijo a un grupo que incluía a Popal: “Haré que Australia acepte a las jugadoras”.

Algunos días después, Fati y sus compañeras recibieron un mensaje emocionante de Popal.

En el mensaje se leía: “Tenemos un país”.

Fati no tenía idea de lo lejos que Australia está de Afganistán. Parecía otro planeta. Sin embargo, ella estaba agradecida de ir a cualquier lugar que no estuviera bajo el control de los talibanes.

Una promesa solemne

Fati les pidió a sus viejas amigas del bachillerato, Bahara y Mursal, que fueran a recoger sus pasaportes, que ella había tomado de la federación de fútbol. Las dos jugadoras llegaron con Somaya, su excompañera de clase.

Fati arrastró una alfombra de la casa hasta su patio trasero, debajo de la vid donde le encantaba leer y estudiar, para que las amigas pudieran sentarse y hablar, beber agua fría en el calor y comer las famosas y deliciosas manzanas de Afganistán, quizás por última vez.

Mientras los vuelos militares que salían del país pasaban por encima de ellas con un estruendo, las amigas hicieron una promesa: si una de ellas lograba salir de Afganistán, esa persona trabajaría toda su vida para salvar al resto.

“Tendrán la responsabilidad de ayudar a los demás”, dijo Fati, mientras todas asentían. “Deberían hacer lo mejor que puedan. Quiero dejar eso en claro”.

Fati y sus amigas recordaron que sobre ellas se avecinaba el temor de que no había esperanza para ninguna. Consideraron sus despedidas como definitivas.

“Deberíamos abrazarnos por última vez”, dijo Mursal y así lo hicieron.

Fati llevó a sus amigas a la puerta y las vio partir. Todas llevaban vestidos negros y sus hiyabs, parecían nubes oscuras que flotaban y se desvanecían lentamente en la distancia.

Fati entró de nuevo en su casa, tomó sus trofeos de fútbol de encima del refrigerador y se dirigió al patio trasero. El lugar debajo de la vid era un lugar perfecto para cavar.

Después de estar impaciente por muchas horas, cayó profundamente dormida. Cerca de las 8:50 a. m., Bahara llamó y gritó por el teléfono: “¡Fati, despierta! ¿No recibiste los mensajes? ¡Tenemos que estar en el aeropuerto a las nueve de la mañana!”.

El día que dejaría atrás su antigua vida, Fati apenas podía pensar porque tenía un dolor de cabeza por la falta de sueño. Pero a los pocos minutos de recibir la llamada telefónica de Bahara, fue como si una bomba de energía hubiera explotado dentro de su cerebro.

Fati abrió su mochila escolar azul y comenzó a aventar cosas al interior. Un puñado de marcadores. Un collar y aretes que le regalaron sus amigas más cercanas. Antiguas credenciales de torneos de fútbol. Fotos de su familia.

Con cada artículo que metía en la bolsa, podía sentir que su corazón latía con fuerza.

Sus padres y hermanos se reunieron alrededor, inundándola con preguntas. ¿A dónde vas? ¿Podemos ir contigo? Popal había dicho que no podía garantizar que ningún miembro de la familia pudiera ingresar al aeropuerto, especialmente sin una solicitud de visa. Pero ella dijo que las jugadoras al menos podrían intentarlo.

Como una comandante de pelotón, Fati comenzó a gritar órdenes.

“¡Todos prepárense para partir!”, gritó. “No es hora de preocuparse por qué cosas llevar. En este momento sus vidas son lo más importante”.

Su madre empezó a llorar y Fati le dijo que se concentrara. La tarea de su madre era conseguir dinero en efectivo y documentos importantes, como la licencia de conducir de Khaliqyar y las tarjetas de identificación de todos. El hermano de Fati, Ali Reza, de 15 años, corrió a una tienda a comprar comida. La madre de Fati metió kilogramos de provisiones en su propia bolsa, incluidas galletas con chispas de chocolate y cajas de jugo.

Zahra, de 18 años, preguntó qué ropa debería ponerse. Fati le dijo que buscara el vestido más largo y oscuro porque no querían hacer enojar a los talibanes.

La hermana de Fati, Kawsar, de 4 años, preguntó repetidamente con su voz melodiosa si realmente iban a ir a Australia. Con una sonrisa forzada, Fati dijo que sí mientras peinaba el cabello de su pequeña hermana.

Fati se puso una camiseta de Spider-Gwen que le encantaba porque representaba el poder femenino. Sobre eso, se puso una bata larga que había comprado en una tienda de segunda mano.

Esto no era un manto de abaya, el vestido musulmán tradicional. Esto era más como una capa negra que usaría Harry Potter. Fati lo sujetó con un alfiler en el pecho. La capucha era tan grande que cuando se la puso sobre la cabeza, no podía ver.

Fati y su familia estaban listas.

Fati relató que antes de salir por la puerta, recorrió su casa y el patio por última vez, examinando todo para recordar los detalles.

Adiós, vid. Adiós, camisetas y trofeos, ahora a salvo bajo tierra. Adiós, montañas de ensueño a lo lejos.

Adiós, infancia.

Cuando el taxi se alejó, Fati volteó para ver a su tía, que se había quedado. En la tradición afgana de desear buena suerte a la gente cuando se va de viaje, la tía echaba agua a la carretera con una regadera.

Esta vez, más que nunca, Fati necesitaría de toda esa buena suerte.

Una lideresa nata

Oculto bajo una manga holgada de la capa de Fati, en su brazo, escrito con bolígrafo azul, estaba el número de teléfono de Haley Carter, una exentrenadora asistente del programa femenino de Afganistán que estaba en su casa en Texas.

Carter, una exoficial de la infantería de Marina que cumplió dos misiones en Irak, tenía información privilegiada para ayudar a las jugadoras a pasar sin contratiempos por los puntos de control de los talibanes. Fati se convirtió en su contacto porque hablaba el mejor inglés.

Aproximadamente una semana antes, las dos se habían conectado por WhatsApp.

Desde el principio, Carter supo que Fati era una lideresa nata porque Fati ya estaba coordinando la logística para algunos de sus compañeros de equipo. Eso tranquilizó a Carter. Sabía que los mejores socios en situaciones de vida o muerte eran los que asumían responsabilidades con calma.

Antes de partir hacia el aeropuerto, Fati agradeció a Carter por su ayuda.

Carter respondió: “No hay razón para agradecerme. Tú eres una jugadora y yo soy una entrenadora. Es mi deber trabajar para asegurarme de que estés protegida”.

Cuando las jugadoras de la selección se reunieron en su lugar de encuentro, en una gasolinera fuera del aeropuerto, se rieron. El grupo, en su mayoría adolescentes, nunca se habían visto tan envueltas en tela. Nilab parecía una espía con su abaya, guantes que cubrían sus tatuajes y gafas de sol. Fati y las demás goteaban sudor debajo de sus vestimentas.

Todo a su alrededor era un caos, con miles de personas trepando para llegar al aeropuerto y así subir a los últimos aviones que salían de Afganistán.

Los combatientes talibanes golpearon una y otra vez a las personas con látigos y picanas eléctricas mientras resonaba el sonido de los disparos. Los niños lloraron. Un ligero olor a pólvora persistía.

Sangre en la tierra

El equipo femenino afgano Melbourne Victory en su primer partido en una liga local contra ETA Buffalo SC- Las jugadoras del equipo nacional de fútbol femenino de Afganistán compitieron en un partido de la liga local en Australia el abril 24 por primera vez desde que huyeron de los talibanes islamistas de línea dura. (Foto: de William WEST/AFP vía Getty Images)

Durante dos días, Fati se unió a un grupo de jugadoras y algunas de sus familias (más de 100 personas en total) en una caminata de kilómetros alrededor del aeropuerto, tratando de encontrar una manera de entrar. Sus compañeras de equipo preguntaron: “¿Cuál es el plan? ¿A dónde vamos?" Fati seguía respondiendo: “Estamos cerca en este momento. No se preocupen. Ya casi llegamos”. Carter estaba enviando mapas que mostraban la ubicación de las puertas de entrada y los puestos de control de los talibanes.

La puerta norte estaba completamente bloqueada, por lo que, por sugerencia de Carter, Fati llevó al grupo de regreso a la estación de servicio donde el equipo se había encontrado al principio. Desde allí, Fati y su hermano Khaliqyar, de 23 años, decidieron ir a revisar la puerta Abbey, otra entrada al aeropuerto. Una jugadora llamada Farida se les unió.

La madre de Fati comenzó a llorar cuando ya se iban. “No vayan, ¿por qué no puede ir otra persona?”, les dijo. Fati también estuvo a punto de llorar.

“Por favor, basta, me estás haciendo débil”, le dijo a su madre, mientras le entregaba su mochila porque se había vuelto demasiado pesada como para llevarla. Le prometió que regresaría pronto.

Las jugadoras comenzaron a enviar mensajes de texto al chat grupal, preguntando cómo llegar a la mejor puerta de entrada.

No podemos hacer esto por mucho más tiempo.

Los talibanes me están golpeando.

Popal, quien coordinaba la evacuación desde Dinamarca, vio los mensajes desesperados e insistió en que todas se calmaran. Escribiendo en darí, les dijo que imaginaran que estaban en la final de la Liga de Campeones, pero sin faltas ni tarjetas rojas. ¡Usa los codos! ¡Golpea y empuja a la gente! ¡Haz todo lo posible por llegar a la puerta!

Para poder ingresar al aeropuerto, Fati tenía que pasar por dos puestos de control talibanes, además de una zona repleta de talibanes justo antes de la entrada principal.

Al acercarse al primer puesto de control, Fati no sabía bien cómo iba a lograr dar ni siquiera un solo paso hacia adelante. Dos niñas, aplastadas por la multitud, jadeaban: “No queremos estar aquí, solo queremos vivir”. A Fati le recordaron a su hermana pequeña, Kawsar.

Fati gritó: “¡Denles espacio para que respiren! ¡No las empujen, son unas niñas pequeñas!”, mientras usaba la capucha de su túnica para abanicarlas. Khaliqyar se puso a una de las niñas sobre sus hombros.

Un talibán disparó su arma tan cerca de Fati, que sus oídos quedaron zumbando durante 15 minutos. Todo se puso oscuro. Khaliqyar corrió a comprarle agua a un vendedor y reanimó a Fati echándosela en la cara.

Después de unos minutos, volvieron a meterse entre la multitud y pasaron a empujones el primer puesto de control. Fati contó que había sentido las manos de los hombres tocándola mientras luchaba por protegerse. Incluso arremetió contra uno de ellos, al cual abofeteó con fuerza.

“Eres una vergüenza. Examínate, animal”, le dijo. “¿Nuestro país se cae a pedazos y esto es lo que eliges hacer?”.

El segundo puesto de control fue aún más difícil de pasar. Dos autos estaban estacionados frente a frente en medio de la carretera y había soldados talibanes montando guardia. Un hombre entre la multitud reconoció a Fati y gritó: “¡Miren! ¡Es la jugadora de la selección nacional!”.

Cuando los talibanes se acercaron a Fati apuntándole con sus armas, la multitud se abalanzó hacia adelante. La fuerza fue tan poderosa que uno de los talibanes fue derribado y pisoteado y quedó tendido en la tierra bajo un mar de pies en estampida. Fati pudo ver su cabeza ensangrentada al pasar. Los otros talibanes comenzaron a disparar hacia la multitud.

En medio de la confusión, Fati y Farida se deslizaron por los capós de los autos y superaron el puesto de control. Pero Khaliqyar se quedó atrás. Un soldado talibán golpeó con la culata de un rifle el hombro de Khaliqyar y lo derribó.

Con 6 metros entre ellos que ahora parecían 6 kilómetros, Khaliqyar tomó una decisión. “¡Sigue adelante! ¡Vete ya! ¡Sálvate!”, le dijo a Fati, instándola a avanzar.

Khaliqyar se despidió con la mano y luego señaló al cielo, mirando hacia Dios.

Superando a los talibanes

Popal les había escrito a las jugadoras para instarlas a que siguieran adelante por su propia cuenta si querían llegar al avión. Muchas ya estaban separadas de sus familias. Fati, quien en ese punto ya se encontraba sola entre la multitud, se dio cuenta de que no se había despedido de sus padres y hermanos. Ni siquiera había podido besar los cachetitos de Kawsar.

Su cuerpo y mente estaban aturdidos. Sus padres, hermanas y hermano menor estaban quién sabe dónde, con su mochila. Y Khaliqyar, su hermano, amigo y protector leal, tampoco estaba allí.

La voz en su cabeza fue implacable y cruel: Fue una odisea enorme para nada y ahora tu familia estará en peligro por tu culpa. Eres un fracaso. Eres la persona más débil del mundo”.

Fati sintió una mano en su hombro. Era Farida, quien le dijo que no llorara.

Avergonzada, Fati regresó de inmediato al modo “chica fuerte”.

“Soy la que toma las decisiones aquí. Mi corazón es de piedra”, se repitió a sí misma tras reponerse. “Debo escuchar a mi sexto sentido, el cual me dice que siga adelante”.

Dos puestos de control superados. Solo quedaba un último esfuerzo para llegar a la puerta del aeropuerto.

El grupo de Fati creció a seis luego de que Farida y ella se encontraran con otras mujeres que conocían. Nilab fue una de ellas. Todo el grupo parecía estar preparado para una pelea, con tierra pegada en el cabello y la ropa y las manos negras por la suciedad.

Las mujeres se abrieron paso a la fuerza entre la multitud centímetro a centímetro, agachándose y escurriéndose hacia adelante, tal como había aprendido Nilab en la escuela militar. Fati se se separó brevemente del grupo y un talibán la golpeó y pateó en la espalda.

Ya más cerca de la puerta, se pararon y agitaron botellas de agua vacías a los soldados estadounidenses que estaban dentro del aeropuerto. Los soldados les hicieron señas para que avanzaran. Pero los talibanes no las dejaron pasar.

Entonces, las mujeres decidieron tomarse de las manos y formar una cadena, en la que cada jugadora se aferró con tanta fuerza que dolía y avanzaron como un ariete hacia la puerta.

No se sabe exactamente cómo, pero lo lograron. Un soldado australiano las saludó: “Los talibanes no pueden pasar aquí. El peligro ha terminado”.

El equipo femenino afgano Melbourne Victory en su primer partido en una liga local contra ETA Buffalo SC- Las jugadoras del equipo nacional de fútbol femenino de Afganistán compitieron en un partido de la liga local en Australia el abril 24 por primera vez desde que huyeron de los talibanes islamistas de línea dura. (Foto: de William WEST/AFP vía Getty Images)

Atrapados en una zanja de aguas negras

A su alrededor, Fati vio a compañeras de equipo, muchas de ellas con al menos un familiar. De pie allí, sola, Fati no se sintió feliz de haber superado la multitud. Se sintió devastada.

Tras haber mantenido su teléfono apagado para ahorrar una batería con escasa carga, lo encendió para llamar a Khaliqyar. Cuando respondió, Fati respiró aliviada.

Su hermano mayor se había regresado a casa tras separarse de Fati en el segundo puesto de control. Sus padres y Kawsar ya estaban allí. Khaliqyar le contó que habían decidido dejar de intentar llegar a la puerta del aeropuerto cuando los talibanes golpearon al padre de Fati con una picana eléctrica mientras abrazaba con fuerza a Kwasar, quien no paraba de gritar. Los otros hermanos adolescentes de Fati, Zahra y Ali Reza, todavía estaban en algún lugar cerca del aeropuerto.

Fati le dijo a Khaliqyar que debía regresar y le describió la mejor manera de entrar. “Por Dios, solo ven”, le dijo.

Fati revisó sus mensajes. Un grupo de jugadoras y familiares, incluidas Bahara y Mursal, estaba atrapado justo afuera de la puerta, de pie en una zanja de aguas residuales, con el lodo acuoso hasta las rodillas, mientras los soldados estadounidenses montaban guardia en la cima del alto muro.

En sus mensajes de voz, Bahara lloraba y suplicaba ayuda y afirmaba que no lograba comunicarse con ninguna compañera de equipo. Mursal describió luego cómo había tratado de mostrarle a un soldado las cartas de su visa y cómo el soldado había respondido pateándola, apuntándole con el rifle y amenazándola con dispararle.

A salvo dentro del aeropuerto, Fati recordó la promesa que ella y sus amigas se habían hecho. Tenía que intentar salvarlas.

Tras rogarle a los soldados que necesitaba salir del aeropuerto brevemente para ayudar a sus amigas, logró que un oficial australiano la acompañara afuera.

Con su túnica de Harry Potter flotando detrás de ella, Fati caminó a lo largo del muro exterior en busca de sus compañeras de equipo. Ellas la identificaron primero.

“¡Fati! ¡Fati! ¡Aquí estamos!”, gritaron. Cuando las personas que estaban cerca escucharon esos llamados, también comenzaron a gritar: “Fati, ¡ayúdame! ¡Fati, ayúdame, por favor!”. Fati hizo todo lo posible por ignorar a las otras personas mientras señalaba a cinco compañeras de equipo y al menos a tres de sus familiares, a quienes el soldado sacó del río de aguas negras. Para Mursal, fue como si un ángel hubiera venido por ellos. Siempre estuvo segura de que Fati, a quien llamaba su “mejor amiga”, nunca los dejaría atrás.

Y entonces, ocurrió un milagro. Detrás de esas chicas, de pie y con un aspecto asombrosamente pulcro porque había ido a casa y se había duchado, estaba Khaliqyar. Había logrado llegar a la puerta tras seguir a las personas hasta la zanja de aguas residuales, tal como Fati le había indicado. Los únicos artículos que llevó para él fueron dos sudaderas y un par adicional de pantalones.

Además, llevaba la mochila de Fati.

Vuelo a Dubái

Tras pasar un día en una zona de procesamiento, el grupo de cerca de 80 jugadoras de la selección nacional y familiares, que olían a sudor y a cloaca, abordó un avión militar y se acurrucó dentro de su enorme barriga de metal. Se dirigían a Dubái, la primera parada antes de seguir a Australia.

Carter, la exentrenadora y oficial de la infantería de Marina, había pedido pruebas fotográficas de que Fati y sus compañeras de equipo habían abordado el avión. Así que Fati le envió un mensaje con una foto de la masa de pasajeros frente a ella. La imagen llegó a miles de personas luego de que Carter la compartiera en las redes sociales.

Fati y otras jugadoras recordaron cómo durante el despegue, el sonido de los llantos superó al sonido de los motores. Al día siguiente, en un centro de procesamiento en Dubái, Fati y Khaliqyar volvieron a estallar en lágrimas cuando sus hermanos adolescentes, Zahra y Ali Reza, aparecieron de forma inesperada. Los dos habían estado en la zanja de las aguas residuales durante más de un día antes de que Alison Battisson, una abogada australiana que formaba parte del grupo de ayudantes de Popal, los sacara del país. Battisson coordinó con un soldado para identificar a Ali Reza, quien llevaba un chaleco color mostaza que lo hacía destacar entre la multitud.

Fati finalmente pudo hablar por teléfono con su madre, quien le agradeció por haber salvado a Khaliqyar, Zahra y Ali Reza.

“Salvaste a mis hijos cuando yo no pude hacerlo”, le dijo su madre. “Cuídate y sé fuerte”.

Esas palabras resonaron en la cabeza de Fati durante el viaje de 14 horas en avión a Australia.

Cuando llegó a su hotel en Sídney, Fati cerró la puerta de su habitación, apoyó la espalda contra ella y se dejó caer al suelo.

“Por fin”, se dijo a sí misma. “Estoy a salvo”.

A más de 11.000 kilómetros de la casa de su familia en Afganistán, Fati intentó distraer a sus hermanos y hacerlos sonreír.

Los llevó a su ventana para mostrarles cómo se veía Australia y les dijo que iba a ser un lugar maravilloso para vivir. Pero los hermanos no estaban convencidos. La ciudad estaba en pleno confinamiento por la pandemia —un apocalipsis zombi, como Fati lo describió luego—y todavía estaban procesando todo lo que habían experimentado.

Ali Reza había visto cómo azotaban a su padre con un látigo y Zahra estaba devastada por la noticia de que 130 personas, incluido uno de los marines que la había ayudado a salir de la zanja de aguas residuales, habían muerto en un ataque suicida. Estaba tan abrumada por el dolor que había estado experimentando desmayos durante sus largas sesiones de llanto.

Moya Dodd, exmiembro del comité ejecutivo de la FIFA y exjugadora de la selección nacional de Australia, ayudó a brindar apoyo.

“¿Podrías traerle a Zahra algunos libros para colorear?”, le escribió Fati a Dodd en un mensaje de texto, con la esperanza de que la distracción de colorear hiciera que Zahra lograra estar “más fuerte y relajada”.

Pero incluso Fati a veces se sentaba sola y se preguntaba: “¿Por qué yo? ¿Por qué sucedió todo esto?”. Fati le pidió misericordia a Dios.

“A veces me siento demasiado destrozada”, afirmó.

La cabeza de la familia

En Australia, Fati esperaba convertirse en la mujer y jugadora de fútbol que siempre había querido ser, libre de un régimen talibán que le negaría a ella y a todas las mujeres su humanidad.

Pero esos grandes objetivos iban a tener que esperar. Primero, Fati tenía que ser la cabeza de la familia, la madre sustituta de sus hermanos, sostén de la casa y traductora.

Debido a sus conocimientos del inglés, Fati se convirtió en la portavoz no oficial del grupo de refugiados. Una de sus primeras tareas fue recopilar la talla de ropa de todos, para que la organización benéfica de fútbol de Dodd, Women Onside, y otras organizaciones sin fines de lucro pudieran comprar esos artículos. Fati también atendió las solicitudes de sus compañeras de equipo y sus familiares. Como, por ejemplo, más pistachos. O desodorante corporal. O aceite especial para cabello rizado.

Muchas personas quisieron ayudar al equipo luego de que su huida se convirtiera en noticia en todo el mundo. Asma Mirzae, exrefugiada afgana y miembro de la junta directiva de Women Onside, fue una de ellas. Condujo más de 800 kilómetros desde Melbourne para entregarles alimentos preparados por su madre y otras personas en su comunidad afgana.

Fati estaba agradecida de estar en Australia, pero en esencia todavía no tenía un hogar. De Sídney, la mayoría de las seleccionadas afganas se trasladaron a Melbourne, donde comenzó su larga espera por visas permanentes para poder quedarse en el país.

Después de tres meses en el hotel, Fati eligió una casa de cuatro habitaciones en un suburbio con una próspera comunidad afgana porque sus hermanos querían estar cerca de otros afganos. Bahara salió de Kabul sin ningún familiar, así que Fati la invitó a vivir con ella. Pagar las cuentas fue difícil, aunque todos en la casa recibían dinero del gobierno para manutención. Varias veces, Fati se retrasó en pagar la renta y los servicios y en una ocasión su cuenta bancaria quedó en tan solo 5 dólares.

Cada mañana, se despertaba frente a un colorido collage de notas adhesivas en el muro al lado de su cama individual. Era su lista de pendientes que crecía con cada día que pasaba.

Llenar formularios de la escuela para Ali Reza. Ayudar a Khaliqyar a encontrar trabajo. Llamar a su gestor de casos en servicios para refugiados para responder todavía más preguntas, horas de preguntas, sobre sí misma y sus hermanos mientras esperaban por sus visas.

“Dejé mi infancia en Afganistán”, comentó Fati un día y se quedó sin palabras, pero se tranquilizó con rapidez.

Para romper el ayuno de un día del Ramadán, una noche de abril, Bahara improvisó un pollo rostizado con verduras a partir de una receta de YouTube. Fati hizo una tanda de firni, una natilla afgana.

Durante la comida, Fati se apoyó en uno de los sofás donados para su sala de estar y lamentó que no se sintiera como un hogar porque los afganos no usan sofás. Se sientan en cojines grandes, del tipo que hacía la madre de Fati.

Cuando Bahara dijo que a la postre podrían comprar cojines para la casa, Fati respondió de inmediato que no.

Mi mamá nos los hará cuando por fin venga”, comentó y la habitación quedó en silencio.

Temor por su hermana

Fati y sus compañeras de equipo tuvieron acceso a expertos en salud mental que pudieron ayudarles a procesar el trauma de ser desgarradas de su país. Sin embargo, Fati y muchas otras decidieron que tener sesiones extraoficiales de terapia solo entre amigas era una mejor idea.

En esas sesiones, se recordaban a sí mismas que era un milagro que estuvieran vivas y a salvo. No obstante, se sentían culpables de que tanta gente de su país —tantos de sus amigos y parientes— siguieran sufriendo.

Mursal compartió que su hermano, un miembro de las fuerzas especiales afganas, había sido secuestrado, pero logró huir de sus captores. Bahara, quien tenía unos antebrazos tan fuertes como los de Popeye de trabajar en el negocio familiar de la producción de sandalias, compartió que extrañaba tanto a su familia que le dolía el pecho.

“¿Se enteraron del bombardeo a la mezquita?”, preguntó Bahara un día mientras echaba un vistazo a sus redes sociales. Decenas de personas, entre ellas muchos niños, fueron asesinadas o heridas cuando colapsó un techo sobre los fieles. La mezquita estaba en una zona donde vivían muchos hazara y Fati se apresuró para llamar a su madre para saber si todo el mundo estaba bien.

A Fati le enfermaba la situación de su hermana menor Kawsar, quien no tenía ningún futuro en Afganistán más allá de ser una ama de casa. No había escuelas para mujeres después del sexto grado. No había ningún deporte para niñas o mujeres. Todos los derechos por los que habían peleado Fati y sus compañeras habían desaparecido.

Sin embargo, durante las llamadas diarias con su madre y Kawsar, Fati se mantenía optimista. Su madre también, aunque la vida en Afganistán se había vuelto más ardua porque la comida, los trabajos y el dinero escaseaban. Se daban apoyo entre ellas.

“Ahora que estás en Australia, puedes reír y eso me da gusto”, le dijo su madre una noche que Fati tenía amigas de visita que estaban haciendo un alboroto. “¿Recuerdas esos días en los que debías usar un pañuelo y sentarte en la esquina? Es bueno que no estés aquí”.

No obstante, Fati se sentía destruida por dentro. Tenía una pesadilla recurrente en la cual los combatientes talibanes la buscaban en su casa de Kabul y su madre y Kawsar estaban congeladas de miedo. En el sueño, su hermana gritaba y Fati también intentaba gritar, pero nada le salía de la boca. Cuando despertaba, estaba empapada en sudor y temblando.

Borrada de su historia familiar

En Afganistán, Fati había sido alguien. Por ser la arquera titular de la selección nacional, a menudo salía en las noticias. Cuando viajaba a partidos internacionales, promovía el derecho de las mujeres a participar en los deportes y la sociedad.

En Australia, la nueva Fati estaba en las etapas iniciales.

Como una de las capitanas de la selección nacional, Fati tuvo la oportunidad de hablar en público sobre la salida dramática de Kabul que vivió el equipo, incluido un discurso para el público de un partido del Abierto de Australia y otro en una conferencia de derechos humanos. No obstante, estaba atrapada en el típico limbo de los refugiados, insegura de hacia dónde iba su vida.

Dos veces a la semana, Fati y su hermana Zahra trabajaban en un restaurante indio. Usaban redes para el pelo y largos guantes de goma para meter cucharadas de brebajes de curry en bolsas de plástico durante horas. Los trabajos les permitían enviarle dinero a su familia. Sin embargo, como sucede con muchos refugiados, esos trabajos les absorbían el tiempo que necesitaban para estudiar inglés, un elemento crucial para tener éxito en sus nuevas vidas.

Popal, la exjugadora responsable de rescatar a Fati y sus compañeras de equipo, seguía reportándose con las futbolistas. Esta primavera, durante una de esas llamadas con Fati, se dio cuenta de que esta lucía perturbada, así que le preguntó cómo le estaba yendo.

Si quieres que te mienta, estoy bien”, comentó Fati.

Después de que el equipo salió de Afganistán, los talibanes siguieron registrando casas en busca de cualquiera que consideraran un traidor al nuevo régimen. Días antes de la conversación de Fati con Popal, había sido el turno de la familia de Fati.

Cuando los soldados preguntaron cuántas personas vivían en la casa, su padre respondió: “Tres. Solo somos tres. Siempre tres”. No encontraron nada incriminatorio.

La madre de Fati le dijo que, como precaución, había borrado todas sus fotos del teléfono. Toda la evidencia de Fati en la casa había desaparecido. Fati se sintió destrozada.

Fati dejó de dormir. Comía comida chatarra. Una vez más, se sentía impotente de no hacer nada para ayudar a su familia y su mente comenzó a dar vueltas con la ansiedad y el remordimiento.

Al menos una cosa podía estimularle el ánimo y Popal lo hizo posible.

Popal había llamado a Foster, el hombre con esa enorme cantidad de conexiones australianas, y le dijo: “Es hora de que el equipo comience a jugar en conjunto otra vez”.

‘Sean como un león’

Fati no sabía nada de Melbourne Victory, el club que asumió la responsabilidad de patrocinar a la selección nacional femenil de Afganistán. Sin embargo, en poco tiempo supo que era una compañía de primera que tenía la intención de darles lo mejor de todo a ella y sus compañeras de equipo.

Melbourne Victory les asignó un entrenador a las jugadoras que acababa de ganar el campeonato femenil para el club, transporte en autobús hacia y desde los entrenamientos y los partidos, así como entrenadores para ponerlas en forma después de no haber jugado ningún partido oficial desde inicios de 2021.

Un día, el club invitó al equipo a la presentación de un uniforme que se llevó a cabo en una tienda de fútbol.

Fati nunca se había sentido tan valorada. Ella y sus compañeras posaron para fotos, grabaron entrevistas en video y recibieron un montón de equipamiento, incluidos tachones que costaban más de 250 dólares. “Mira, qué profesional”, le susurró a Bahara antes de que les dieran los uniformes para los partidos que tenían la marca Melbourne Victory, pero también honraban a su país natal.

Cuando Fati descubrió una banderita afgana en el dorso del uniforme, le pasó los dedos por encima y recordó cuán orgullosa se había sentido de representar a su país.

Después de la ceremonia, John Didulica, director de fútbol en Melbourne Victory, comentó que el club apoyaba que el equipo jugara junto de nuevo porque era el “acto máximo de resistencia frente a los talibanes”.

El equipo tuvo su primer partido, en contra del club de fútbol Eta Buffalo, a finales de abril en Melbourne. Esa mañana, Fati y sus compañeras recibieron un mensaje de texto de Popal, en darí:

Les deseo éxito en la temporada. Sean como un león cuando salten al campo. Demuéstrenles a todos su poder y su unidad como mujeres afganas. Insha’Allah, serán un éxito y el éxito será suyo.

La FIFA no había reconocido a la escuadra como una selección nacional en el exilio, así que las jugadoras afganas tuvieron que jugar en una liga de fútbol estatal. Unos 75 aficionados, la mayoría de los cuales apoyaban al otro equipo, estaban formados frente una valla metálica que rodeaba el campo. El canto de fondo de cacatúas blancas y loris verdes rompió el silencio previo al encuentro.

Para las futbolistas afganas, el juego era tan importante como una final de campeonato. La mayoría jugaba con el estómago vacío porque estaban en ayuno del Ramadán. No obstante, se mostraron agresivas y feroces, al llevar el balón hacia el campo contrario de manera incesante. Después de que un disparo rebotó en el poste izquierdo del marco rival, Fati gritó: “¿Por qué está pasando esto?”.

En la segunda mitad, el marcador siguió 0-0 hasta que una mediocampista afgana al ataque tomó el balón para sortear a todas las rivales y enviarlo al fondo de las redes. Las jugadoras estallaron de júbilo y celebraron saltando una encima de la otra.

El sonido del silbato del árbitro les rompió el corazón. Una jugadora afgana estaba en fuera de lugar. El silbante trotó a la banca del equipo y dijo: “No podré dormir si lo permito”.

El partido terminó 0-0. El entrenador Jeff Hopkins le dijo al equipo que estaba satisfecho con el resultado, en particular porque las jugadoras no habían tenido mucho tiempo para entrenar juntas. Fati tradujo.

“Nada de caras tristes, ¿de acuerdo? No quiero caras tristes”, le dijo a un grupo de futbolistas con caras tristes. “Es muy bueno para nosotros simplemente verlas jugando fútbol”.

Fati fue la última en abordar el autobús para regresar a casa y la recibieron con aplausos por su desempeño en el arco.

“¡Nuestra Batman!”, gritó Bahara porque Fati había defendido todos los disparos que le llegaron. Fati se rio, mientras hacía ademanes con las manos en señal de agradecimiento por los cumplidos.

En los meses posteriores a ese día, Fati siguió fracturada, con el alma en dos lugares. Sus padres y Kawsar seguían estando a un mundo de distancia y le preocupaba no volverlos a ver nunca más. Nadie sabía cuándo, ni siquiera si, iban a obtener visas.

No obstante, ese día, en el autobús después de su primer partido de fútbol en un país nuevo, entre sus compañeras, Fati vio nuevas posibilidades.

“Fue poderoso para nosotras haber vuelto a jugar juntas”, comentó, con las rodillas apoyadas en el asiento enfrente de ella. “Siento que estamos aquí y vivas”.

Hizo una pausa antes de agregar: “Tengo el poder de ser yo de nuevo”.

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