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Ni D10S se salvó: Mario Rubio, el árbitro militar mexicano que expulsó a Maradona en el Mundial España 1982

En esa lluvia no caía agua. Las pisadas de la marcha militar espantaban a las palomas y rompían la calma de una tarde cualquiera en México. Los casquillos de las botas eran una tormenta de sonidos parejitos que imponían respeto. Entre los uniformados de altos rangos, una mirada gallarda se perdía entre el horizonte. Ausente. Un partido de futbol rondaba la cabeza de quien días antes fue un árbitro improvisado en un juego de esparcimiento entre soldados. Nadie pitaba y tuvo que entrarle al quite. Mala idea: la cosquilla de ser autoridad también dentro de la cancha dejó inquieto al coronel Mario Rubio.

No le bastaba con el rango actual. Tenía que ser la autoridad máxima e impartir la ley. “El que no sabe obedecer, no sabe mandar”, decía el militar veinteañero que se abría camino entre las reglas del futbol con cursos e instrucciones.

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La primera decisión fue dejar de ser Marito el rompecorazones, cuando se vestía de chambelán entre las quinceañeras del barrio. A un lado quedaron los trajes rentados y llegaron los camuflados. Entrar al Ejército significaba decir adiós a la fiesta y los amigotes.

El segundo viraje en el camino fue en ese partido que nunca debió pitar informalmente, porque atrás quedarían el traje de gala con blasones y bordados dorados, con hombreras y credenciales en las solapas, para ponerse el uniforme negro, de pantaloncillo corto, calcetas largas y con dos tarjetas en el bolsillo del pecho, una amarilla y una roja, esta última del color con la que años más tarde expulsaría a D10s.

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En esa lluvia no caía agua. Los aplausos no paraban en el estadio La Bombonera. Era Diego Armando Maradona el imán de las palmas y gritos, entregas totales a su futbol que, después de quedar fuera de la convocatoria para el Mundial de Argentina 1978, despegaría para estar en su primera Copa del Mundo, en España 1982.

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Le quedaban chicas las canchas sudamericanas. La gente no lo sabía, pero estaban ante la futura deidad pampera, que pronto cambiaría los colores de Boca Juniors para enfundarse en el uniforme del Barcelona.

La primera decisión fue dejar al club Argentinos Juniors y su cancha de La Paternal, para decidirse por jugar en el equipo del que era hincha su padre, el del barrio, el del pueblo. Y así darle una cachetada a los ricos del River Plate, los del dinero, los que miran para abajo, los que alguna vez los hicieron menos.

El segundo rumbo que tenía que tomar, era el de emigrar al equipo catalán, donde su futbol no explotaría y aquello de la deidad nadie se lo creería por ser más un aguacero de problemas que una tromba de aplausos. Pero antes, ese futuro D10s tenía que verse las caras con el coronel mexicano.

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En una junta importante, el coronel Rubio recibió un papelito. Un periodista le escribió un recado que le saca de concentración: “Mario Rubio, usted ha sido designado para la Copa Mundial”.

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Los sentidos del árbitro se desacomodan para pensar en el sueño que comenzaba dos décadas atrás silbando un partido entre militares. Llegaba la hora de hacer las maletas. Y entrenar. Porque la autodisciplina “es aquello que te abre las puertas en todo lados”, piensa entonces el silbante.

Por eso se fue a Morelos a prepararse. A correr desde Tlayacapan hasta Cocoyoc. Y en la Liga Cañera de ese estado, en Zacatepec, pagaba para que lo dejaran entrenar.

—Por favor, deme chance. Déjeme arbitrar—, pedía.

—Usted está loco, ni sabe—, le decían.

—¡No! Sí sabe. ¿A poco no sabes quién es? Es Mario Rubio, el árbitro—, le ayudaban.

Así, el coronel pitaba con ropa de lana para ponerse a prueba y aguantar las condiciones climáticas más extremas para estar listo y representar a México en el Mundial, porque sería el único del país en la competencia. La Selección Mexicana no pudo clasificarse a la Copa del Mundo con la generación de Hugo Sánchez, Fernando Quirarte y Tomás Boy que cuatro años después jugarían la justa como locales. Pero mientras tanto, sólo Mario Rubio ondearía la bandera tricolor en tierras ibéricas.

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Argentina llegaba como campeona del mundo y con la sensación del joven Diego Armando Maradona en sus filas. Con 22 años era el hombre a seguir en un combinado que presentaba también a Ubaldo Fillol, Daniel Pasarella, Mario Kempes, Américo Gallego y Ramón Díaz, entre otros.

La experiencia empezó mal el 13 de junio de aquel 1982. La derrota contra Bélgica 1-0 desanimó al equipo dirigido por César Luis Menotti. Cinco días después golearon a Hungría 4-1 con anotaciones de Daniel Bertoni, Osvaldo Ardiles y un doblete de Maradona. A El Salvador le ganaron 2-0 y la Albiceleste calificó a la segunda ronda de grupos, en la que jugaría contra Italia y Brasil para buscar las semifinales.

Contra los azzurris perdieron 2-1, por lo que se jugaban la calificación contra el acérrimo rival en Sudamérica. Era un Clásico. Más que un partido de futbol enmarcado en una Copa del Mundo. Y ahí estaría México presente, con el colegiado Mario Rubio, el árbitro coronel.

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Son las 17:00 horas del 2 de julio de 1982 en el Estadio Sarriá de Barcelona. Salen Argentina y Brasil a entonar los himnos nacionales.

Por delante lo hace un hombre con calvicie parcial, vestido de negro y presencia física. Su nombre es Mario Rubio, que salió como cuarto árbitro en un duelo previo y como abanderado en dos. Ese día, como escolta militar, sale respaldado por el colombiano Gilberto Aristizábal y el chileno Gastón Castro como auxiliares en la banda. En la escuadra brasileña hay nombres del tamaño de Zico, Sócrates y Falcao. Por los pamperos, con el 10 en la espalda, un chaparrito que empieza a ser deidad.

Antes del partido, entre las luminarias que asistieron al juego estaba Pelé, el mejor jugador del mundo para gran parte de la afición en el mundo durante la época. El astro brasileño, preocupado por el partido de su selección, le preguntó al cronista mexicano Ángel Fernández: “¿Y quién es este Mario Rubio? ¿Es bueno?”, a lo que dio razón el comunicador: “Es tan bueno que si se le aparece el diablo lo expulsaría”. La respuesta se quedaría corta.

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Pasan 10 minutos y se escucha el primer grito de gol, obra de Zico. Rubio le saca después una amonestación a Daniel Pasarella, pero se gana su respeto: “Así se hace”, le dice el capitán gaucho porque dejó correr la ley de la ventaja. El partido lo controló el mexicano.

En la segunda parte la frustración es de Argentina con el segundo tanto de los brasileños, hecho por Serginho. Junior hace el tercero para dejar en la lona a los albicelestes que empiezan a hacer de las suyas con ríspidas jugadas y mucho roce que pone más a prueba al silbante que a los brasileños.

A cinco minutos del final se encuentran frente a frente el coronel Rubio y el jugador que cuya zurda fue pulida por las divinidades del futbol.

Un balón en media cancha sale botando. La busca con la cabeza el argentino Juan Barbas, ingresado de cambio. Del otro lado, Batista, que también entró como relevo para refrescar a la Verdeamarela, salta con el pie por delante para controlar el esférico y golpear a su contrincante en la caja de ideas, cerca del ojo.

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El silbato de Rubio está por sonar para marcar la falta. El número 3 de los pamperos se va al piso por el impacto, mientras el dorsal 18 de los amarillos sigue peleando la pelota, hasta que el 10 de Argentina, como una estigma en la cancha catalana, donde más tarde tendrá sus apariciones, se presenta con una patada en el estómago del brasilero, a propósito de estar en disputa la pelota. Pero no disimula y todo el estadio la ve. Reacciona. Se indigna. Por la agresión, el brasileño se retuerce en el piso, mientras Maradona se desentiende hasta que Rubio detiene las acciones.

Es falta a favor de Argentina por la patada de Batista en la cabeza de Barbas. Pero antes mostrará la tarjeta roja al que cuatro años más adelante se consagrará como D10s, pero que desde ahora hace milagros con la pelota. Como nadie es perfecto también comete pecados como esa patada en el estómago al número 18.

“Hijo de la gran puta”, le dijo el argentino a Rubio, que en ese momento no lo escucha, pero al regresar a México, la hija del coronel le leerá los labios a Diego en la repetición del encuentro. El joven de 22 años se va caminando al vestidor, con el cabello rizado y la barba algo crecida. Con el orgullo lastimado y su primera experiencia mundialista terminada antes por el coronel Rubio.

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En esa lluvia no caía agua. Revoloteaban pañuelos blancos al ritmo de los aplausos dirigidos al árbitro, el que renunció al Ejército para ser colegiado y cumplir el sueño de dirigir un clásico en el Mundial.

“Sólo cumplí las reglas”, declaraba a los periódicos de la época. México se llevaba la victoria en la Copa del Mundo sin jugar un partido. Lo hizo con el silbato y las tarjetas en la mano de Mario Rubio, elegido el mejor árbitro del torneo, el mismo coronel mexicano capaz de expulsar al diablo, así como expulsó a D10s.

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