El día que Pelé tomó Nueva York por asalto

NUEVA YORK— Era agosto de 1967. Los Yankees languidecían casi en el fondo de la tabla de posiciones, con sus años de gloria en el pasado. Los Mets todavía no se habían convertido en los Milagrosos Mets. Aun así, era difícil imaginar en aquel momento que un jugador de fútbol pudiera captar a una gran cantidad de aficionados deportivos de Nueva York, por no decir de todo Estados Unidos.

Pero allí estaba él, con sus 173 centímetros de altura y sus 65 kilogramos. Pelé. En el mundo del periodismo deportivo habíamos oído hablar de él, por supuesto. Había llevado a Brasil a conseguir dos títulos de la Copa del Mundo. Incluso lo habíamos visto jugar en Nueva York el año anterior.

Pero estábamos hablando de fútbol. Aunque se jugaba en algunos vecindarios del Bronx, Queens y Brooklyn, donde los inmigrantes lo habían traído desde sus países de origen, ese deporte todavía no se había arraigado masivamente en todo el país.

En el hotel Sheraton-Atlantic, en Broadway y la calle 34, Pelé daba una rueda de prensa. Al día siguiente, su club de Brasil, el Santos, se enfrentaría al Inter de Milán en el Yankee Stadium. Un año antes, Pelé había jugado un turbulento partido en Randalls Island, en el que los aficionados corrieron desde las gradas hasta el campo para protestar una decisión del árbitro.

Ahora había rumores de que los promotores estaban pensando expandir el fútbol en Estados Unidos mediante la creación de una liga y ¿qué mejor punto de partida, qué mejor atleta para ayudar a impulsarla que Pelé, conocido como la “perla negra”?

Un reportero de un periódico sudamericano hizo la primera pregunta.

“Honorable señor”, comenzó.

Justo en ese momento me di cuenta de que algo diferente estaba sucediendo aquí.

¿“Honorable señor”? No creo que nadie se haya dirigido ni siquiera a Willie Mays como “honorable señor”. Obviamente, este no era el típico atleta estadounidense (Mays, por cierto, era el jugador de béisbol mejor pagado de la época, con un salario de 125.000 dólares al año; Pelé ganaba 200.000 dólares con el Santos).

Los periodistas extranjeros continuaron haciendo sus preguntas con una expresión beatífica en el rostro mientras observaban a este tipo amable y sonriente que Brasil consideraba un tesoro nacional.

Así es, Pelé era un tesoro nacional, lo que lo convertía de manera oficial en algo así como la Estatua de la Libertad. Por ley brasileña, no podía ser traspasado a otro equipo fuera del país.

Todo en él era fascinante, empezando por su nombre. Un periodista brasileño me dijo que en São Paulo al fútbol callejero lo llamaban “pelada”, es decir, era un símbolo tan grande del deporte que había recibido el apodo de Pelé (sin embargo, el propio Pelé ofreció varias explicaciones posibles del origen del apodo en su autobiografía, pero lo más probable es que haya sido una derivación de un jugador llamado Bilé a quien había admirado cuando era niño).

Pelé, que tenía 26 años en ese momento, se veía bastante cómodo conversando con la prensa internacional antes de presentarse en el estadio más famoso de Estados Unidos. Habló sobre sus amplios intereses comerciales y sobre su hija de 7 meses.

Se vendieron más de 15.000 entradas antes del partido. ¿Qué vería la gente? ¿Qué había hecho este modesto hombre para que los estadounidenses se interesaran por el fútbol?

Había pistas al respecto. En su partido del año anterior, los aficionados habían saltado al campo al inicio de la segunda mitad. Una mujer besó a Pelé. Otros fanáticos pelearon con algunos de los jugadores. Fue una situación caótica.

No obstante, mientras observaba, entendí por qué se le llamaba al fútbol el “juego bonito”. Y recordé mi primera vez con un balón de fútbol, en el City College de Nueva York. Como la mayoría de los niños de Nueva York, había jugado béisbol y “stickball” (pelotica de goma) en la calle, y baloncesto en canchas abiertas y cerradas de las escuelas locales.

Pero cuando empecé a patear el balón de fútbol, sentí una libertad que no había experimentado ni siquiera con el béisbol. Además, en el fútbol siempre estás en el juego. Siempre estás en movimiento. Nunca te detienes, o bueno, casi nunca. El juego sigue y sigue y siempre estás en él.

Y ahora, tantos años después de salir de la universidad, mientras veía a Pelé en el Yankee Stadium y escuchaba a los aficionados gritar a todo pulmón en portugués —había una considerable población brasileña en Nueva York—, entendí por qué Pelé se había convertido en un tesoro nacional.

Pelé se lesionó cerca del fin del primer tiempo, cuando tres jugadores del Inter lo rodearon y uno de ellos lo derribó. No jugó en el segundo tiempo.

No importó. Había 37.063 aficionados en ese juego. En aquel momento, era la tercera cantidad más grande de público para un partido de fútbol en Estados Unidos.

Pocos años después, el fútbol de grandes ligas llegó a Estados Unidos, y no solo como una moda pasajera. Por supuesto, Pelé vino con él. Trajo consigo su enorme sonrisa, sus increíbles chilenas y su entusiasmo juvenil por el deporte.

Pelé les mostró a los estadounidenses por qué el fútbol era el “juego bonito”.

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