El día que Gorbachov nos trajo la esperanza y un gato: recuerdos de su visita a Cuba | Opinión

Gorbachov llegó a La Habana un domingo caluroso de abril de 1989, como son casi todos en la isla. Pero ese día era diferente. Me trajo la esperanza y un gato.

Ha muerto el líder ruso a los 91 años en Moscú, y “parece que fue ayer que lo vi pasar con la comitiva por la Quinta Avenida habanera. Era la primera vez que iba por mi voluntad a saludar a un mandatario. Dos estudiantes en la calle, diciéndole adiós a los autos negros. La libertad”.

Con ese tuit quise recordar en su último día al hombre que muchos consideran un héroe y otros un traidor.

Para los que poníamos las esperanzas en esas dos palabras que nos sonaban a cambio –la glasnost y la perestroika– no era esfuerzo salir a saludar a Gorbachov en su viaje a Cuba.

Mi novio vivía a unas cuadras de la Quinta Avenida, cerca de la cafetería Biltmore, del barrio Náutico y de El Laguito, lugares que un día fueron el patio de juego de la burguesía habanera y ahora la tierra de los “nuevos ricos”, los funcionarios de alto rango del gobierno, embajadores y “amigos” de la revolución, que dejaban alguna que otra casita a los residentes de toda la vida que decidieron quedarse.

No era esfuerzo, pero sí un acto inusual para dos estudiantes universitarios que crecieron asistiendo obligados a actos políticos. A esas alturas teníamos fobia de cualquier gesto de apoyo o reafirmación revolucionaria. Mentalmente ya nos habíamos ido del falso paraíso.

Anuncio de pizza de Gorbachov en 1997 resumió su trayectoria

Pero solo teníamos que salir a la avenida, en short y medio despeinados, a esperar a que pasaran los Mercedes y los Tatra –los autos checos que siempre indicaban que adentro viajaba alguien importante.

Y de momento se dio el milagro. Pasaron como rayo, seguidos de los escoltas, con la paranoia de costumbre porque allí viajaba Fidel Castro. Para nosotros iban “Dios y el Diablo en la Tierra del sol”, como decíamos, citando el filme de Glauber Rocha.

Decir que vimos a Gorbachov –una especie de semidios para “gusanos” en ese estado de desesperanza que llamamos “inxilio”– es una exageración, pero nos dio una extraña alegría.

Hasta ese momento los rusos eran “los bolos”, los que hacían unos zapatos tan duros como tanques y muñequitos superaburridos, que aumentaban más la nostalgia de los cartoons de Hanna y Barbera que nos tocaron en nuestra primera infancia.

Pero Gorbachov era otra cosa. Teníamos mucha curiosidad de ver cómo Castro se contorsionaba y bailaba al ritmo del hombre de la “mancha” para no perder del todo la Gran Teta que sostenía su pesadilla tropical.

Queríamos también que diera resultado ese Proceso de Rectificación, como llamaron en la isla a las tímidas medidas y a la impostura de transparencia. No nos alegrábamos por nosotros, que nada esperábamos de ese gobierno, sino por los padres sacrificados, por esa generación mayor que se levantaba los domingos a las 6 de la mañana a tirarse en el fango en los entrenamientos de las Milicias de Tropas Territoriales (MTT), para defenderse de los siempre ausentes yanquis.

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Y ya cuando Gorbachov y sus anfitriones eran una estela en Quinta Avenida, apareció el gato. Era muy pequeño –aún no había abierto los ojos– y “rubio” como los niños soviéticos de la revista Sputnik. Cómo no llamarlo Gorbachov. Lo tomamos como una señal y nos lo llevamos, arriesgándonos a la pelea de que “ahora hay otra boca para alimentar”.

Sarah Moreno, con 21 años, en sus últimos días en La Habana en 1989, con su novio, hoy su esposo, Luis. A la llegada de Mijail Gorbachov a La Habana, esperanzados con posibles cambios, los dos, estudiantes universitarios, salieron a saludar al mandatario, cuya comitiva pasó con Fidel Castro por la Quinta Avenida habanera.
Sarah Moreno, con 21 años, en sus últimos días en La Habana en 1989, con su novio, hoy su esposo, Luis. A la llegada de Mijail Gorbachov a La Habana, esperanzados con posibles cambios, los dos, estudiantes universitarios, salieron a saludar al mandatario, cuya comitiva pasó con Fidel Castro por la Quinta Avenida habanera.

El cambio no llegó, pero el gato se quedó en la casa. Mejor dicho, sí llegó un cambio, uno que le abrió los ojos a media Cuba. El 30 de junio de 1989 comenzó el juicio a Arnaldo Ochoa, Tony de la Guardia y otros hombres fuertes del ministerio del Interior. Si Castro mandaba a fusilar a sus hombres de confianza, qué quedaba para el resto. Palos y represión, como se comprueba hasta el día de hoy.

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Cinco meses después yo cambiaba de dirección, y me establecía en Miami.

Desde aquí goce la caída del muro de Berlín. “Gorbi”, como lo llamaban cariñosamente muchos en Europa del Este, tuvo mucho que ver con la entrada de tantos países a la libertad. Pero nosotros sabíamos que no fue el único. Demasiada gente fue a los campos del Gulag, demasiadas voces fueron silenciadas, y muchos, muchos protestaron en el momento preciso, cuando hizo falta que volvieran a las iglesias, que tomaran las plazas públicas y que alzaran los martillos para derrumbar muros.

El gato resultó ser gata y la llamamos Penélope. Su dueña cambió los papeles con Ulises y no ha vuelto más a su Ítaca. Penélope the Cat está enterrada cerca de la Quinta Avenida habanera, y alrededor no hay ni luz ni gasolina para recibir a ningún mandatario, y menos esperanza para creer en promesas de afuera.