El crisol de la Liga Premier produce algo nuevo: ideas

El Manchester City había tenido la posesión del balón durante un minuto, pero a los ocupantes del Santiago Bernabéu les pareció una hora o más. El equipo de Pep Guardiola lo movió hacia atrás y hacia adelante y luego hacia atrás otra vez. Lo cambió de lado a lado, a veces por la ruta panorámica, mientras se detenía para admirar la vista desde el centro del campo, y a veces por la vía exprés.

Al parecer, a los jugadores del Real Madrid no les preocupaba especialmente esta situación. Mientras se preparaban para la semifinal de la Liga de Campeones, sabían que habría fases en las que podrían hacer poco más que ver cómo el City trasladaba el balón. En esos momentos, el peligro es permitir que tu concentración parpadee, tan solo por un instante, y quedar la hipnotizado con los patrones arremolinados.

Al público no le gustó nada. Tal vez el Real Madrid moderno sea una dicotomía de conveniencia —al considerarse al mismo tiempo el mayor estadista del fútbol y nada más que un caballo negro rijoso—, pero hay algunos límites que sus aficionados no están dispuestos a cruzar.

La idea de que un visitante fuera al Bernabéu y se sintiera tan cómodo como lo hizo el Manchester City, en ese momento del martes por la noche, sin duda fue uno de ellos. El equipo de Guardiola parecía tan como en casa que bien pudo haber puesto los pies sobre la mesa de la sala y una carga de ropa en la lavadora.

El público empezó a silbar primero y a abuchear después. Los abucheos bajaron por las gradas, destinados a animar a los jugadores del Real Madrid para que rompieran su falange defensiva, para que reafirmaran su derecho primordial al dominio.

Era difícil no sorprenderse por lo extraño de la escena. La idea de que los equipos ingleses lleguen a las grandes ciudadelas europeas con un déficit técnico es terriblemente obsoleta. La idea de que el fútbol inglés carece de refinamiento en comparación con sus primos continentales es, a nivel de la élite, un anacronismo tal que a los lectores más jóvenes les costaría creer que alguna vez existió.

Entre todos los emisarios de la Liga Premier se han repartido la conquista del territorio más venerado de Europa en las dos últimas décadas. Fue hasta 2006 que el Arsenal se convirtió en el primer equipo inglés en ganar en el Bernabéu. Un par de años después, el equipo de Arsène Wenger hizo lo propio frente al A. C. Milán en San Siro. El Manchester United, el Chelsea, el Liverpool y el propio City han ganado en el Camp Nou, en el Allianz Arena o en algunos de los otros espacios sagrados del fútbol europeo.

Algunas de estas victorias han tenido su origen en la obstinación defensiva y la precisión quirúrgica en ataque. A veces, se han obtenido gracias a un mayor despliegue físico, a una mayor intensidad: las virtudes tradicionales de Inglaterra reconvertidas en armas. Una o dos de ellas han tenido un poco de suerte.

Sin embargo, cada vez es más frecuente que le ganen a la crema y nata de Europa infligiéndole el tipo de trato que los equipos ingleses tuvieron que soportar durante tanto tiempo. Con mayor frecuencia, han demostrado un nivel de sofisticación táctica y destreza técnica que sus oponentes no pueden igualar.

Tal vez la exhibición del City en Madrid no se tradujo en una victoria —bueno, no todavía—, pero la escala de su superioridad fue digna de mención. En parte, esto se podría rastrear a la excelencia individual de los jugadores de Guardiola. El entrenador también merece crédito por el trabajo que ha realizado para darle forma y moldear a este equipo. Sin embargo, la verdadera ventaja del City residió en la novedad de sus ideas.

No debería haber nada controvertido en sugerir que la Liga Premier, en su encarnación actual, no se le puede identificar como inglesa, no en ningún sentido verdadero. De hecho, está tan relacionada con el siglo de cultura futbolística inglesa que la precedió como el Manchester City moderno con el club que ocupó el estadio de Maine Road durante todos esos años.

Los colores son los mismos, por supuesto. La atmósfera también tiene algo de autóctono, de idiosincrático, aunque estos días todo sea un poco más tranquilo. Quizá es posible discernir algo de inglés en el ritmo del juego, en cómo el público celebra los tiros de esquina, en el aprecio continuo por una barrida estruendosa.

No obstante, en su mayor parte, lo que vende la Liga Premier es importado. Claro está que los jugadores y cada vez más los entrenadores, pero todo lo demás también. Los métodos de entrenamiento, las estructuras organizativas, las filosofías de juego, las estrategias, las tácticas: todo proviene de fuera y se añade a la mezcla.

Esto no es una crítica. La apertura de la Liga Premier —tanto a las ideas como a la inversión— ha ayudado a transformar una liga rural en la competencia nacional más atractiva del planeta. La transformación de la cultura futbolística de Inglaterra, alguna vez tan aislada, es digna de admiración.

No obstante, aunque la Liga Premier ha sido un crisol durante mucho tiempo, rara vez ha sido un laboratorio. Por supuesto, el fútbol que juegan ahora sus equipos es mucho más complejo que hace 20 años. Hay laterales y falsos nueves, bloqueos bajos y presiones altas, extremos invertidos y porteros líberos. Todas las tendencias han llegado a estas costas con el tiempo (a veces un poco a regañadientes). Es un escaparate del pensamiento contemporáneo del fútbol.

Sin embargo, rara vez realmente han surgido esas ideas en Inglaterra. Quizá un grado de escepticismo es un rasgo perdurable de lo inglés o quizá está en función de la riqueza de la liga: ¿por qué experimentar cuando se puede pagar a otro para que corra esos riesgos por uno?

Todas las innovaciones que han cambiado el fútbol inglés se han desarrollado en otros lugares, en las culturas iniciales de Europa: desde el decreto de Wenger de que tal vez los atletas no deberían beber todo el tiempo hasta la alta presión que predican Jürgen Klopp, Mauricio Pochettino y Marcelo Bielsa.

Por lo tanto, es totalmente posible que Guardiola haya hecho algo único esta temporada. Ya había sido pionero de la idea de que un lateral podía ser en realidad un extremo (en el Barcelona) o un centrocampista auxiliar (en el Bayern Munich). No obstante, ahora, fue un paso más allá e introdujo el concepto de que tal vez una etiqueta no deba ser un lastre para un defensa central.

En el Bernabéu, la presencia de John Stones —defensa y mediocampista— permitió que el City ejerciera tal control. La ventaja numérica que le dio al equipo de Guardiola en el centro del campo hizo que el Real Madrid tuviera que mostrarse tan pasivo que se arriesgó a la ira de su público local.

Claro está que nada en el fútbol es realmente nuevo. Todos estos cambios de posición son —como lo ha hecho notar Jonathan Wilson, periodista, historiador y experto en posicionamiento de productos de “Ted Lasso”— solo el juego que está volviendo a la formación conocida como W-M, la cual se jugaba como ortodoxia en la década de 1930.

Muchos de ellos también han revoloteado por otros lugares y han aparecido de vez en cuando en los sitios menos probables. Por ejemplo, cualquiera que alabe la imaginación de Guardiola podría señalar al Sheffield United de Chris Wilder: un equipo que con regularidad permitía que sus defensas tuvieran un segundo trabajo de centrocampistas sin riesgo alguno de ser presentado como la vanguardia del fútbol.

Sin embargo, el hecho de que Guardiola lo haya hecho es importante. Le da al concepto su sello de aprobación y lo convierte en la mejor práctica. Donde él pise, otros lo seguirán. Por una vez, la Liga Premier no se encontrará adoptando las ideas de otros, perfeccionándolas y reflejándolas para que sean admiradas, sino con una contribución propia que puede enviar al mundo, algo que será para siempre una pequeña rebanada de Inglaterra.

c.2023 The New York Times Company