Chelsea Sodaro conquistó Kona, pero luego regresaron las batallas verdaderas

Chelsea Sodaro y su marido, Steve Sodaro, con su hija, Skylar, en Encinitas, California, el 29 de marzo de 2023. (Ariana Drehsler/The New York Times)
Chelsea Sodaro y su marido, Steve Sodaro, con su hija, Skylar, en Encinitas, California, el 29 de marzo de 2023. (Ariana Drehsler/The New York Times)

En octubre pasado, Chelsea Sodaro, una novata en el campeonato mundial de triatlón, logró el título máximo de este agotador deporte. Sodaro, quien en aquel entonces tenía 33 años y era madre de un niño de 18 meses, se convirtió en la primera mujer estadounidense, en un cuarto de siglo, en ganar el Campeonato Mundial de Ironman, celebrado en Kailua-Kona, Hawái. Su historia se volvió viral en el mundo de la resistencia y consiguió el tipo de atención y ofertas de patrocinio con las que nunca habría soñado ni siquiera unas semanas antes.

Y fue justo cuando su vida empezó a desmoronarse.

De pronto, una mujer con una condición física y una fortaleza mental tan aceradas como para nadar, andar en bicicleta y correr victoriosa a lo largo de 226 kilómetros a través de mares ondulantes y sobre la roca volcánica caliente de la Isla Grande de Hawái luchaba para ir al supermercado sin caer en pánico.

Después de un invierno escabroso, Sodaro se está preparando para competir el sábado por primera vez como campeona mundial de Ironman en el Ironman 70.3 Oceanside, al sur de California. Sin embargo, aunque el mundo de la resistencia se imaginaba que ella estaría disfrutando de la gloria, Sodaro, de hecho, se preguntaba cómo podría volver a competir... o incluso cómo llegaría al final del día.

“Se me complicaron las cosas más básicas”, comentó durante una entrevista a inicios de este mes.

Se supone que los triatletas profesionales son la apoteosis de la fuerza humana y la buena condición física, los perfeccionistas de tipo A por excelencia que cuidan a conciencia cada brazada en la piscina, cada pedaleada, cada paso en la carrera, cada bocado de comida. Reducen sus vidas a una serie de números que aparecen en aparatos durante incontables horas de entrenamiento en el agua, en carreteras, en casa y en la sala de pesas.

La triatleta Chelsea Sodaro en Encinitas, California, el 29 de marzo de 2023. (Ariana Drehsler/The New York Times)
La triatleta Chelsea Sodaro en Encinitas, California, el 29 de marzo de 2023. (Ariana Drehsler/The New York Times)

Sodaro había hecho todo esto, confiada a causa de las rutinas y métricas que la hacían sentir exitosa y en control. Su búsqueda casi constante de la perfección mensurable la llevó directamente a ese glorioso último tramo de la carrera a pie en Kona, donde alcanzó una ventaja de casi nueve minutos sobre su competidora más cercana, hasta que pudo ver a su hija, Skylar, esperando al otro lado de la línea de meta.

No obstante, luego la carrera terminó y la vida volvió a comenzar. Era una nueva existencia llena de oportunidades en apariencia ilimitadas y todo se sentía fuera de control. Fue justo como esas semanas oscuras tras el nacimiento de Skylar. En aquel entonces, Sodaro mitigaba su ansiedad y depresión con endorfinas mientras hacía de tripas corazón para acabar los entrenamientos. Sin embargo, esta vez no funcionó. Y no tenía ni idea de cómo ponerle fin a la ansiedad ni de lo que podría pasar si no lo hacía.

El entrenamiento como terapia

La primera vez que Sodaro sintió que había fracasado en algo grande fue en 2016, cuando no logró clasificar en las pruebas de atletismo del equipo olímpico de Estados Unidos. Llevaba cuatro años aspirando a formar parte del equipo, desde que se graduó de la Universidad de California, campus Berkeley.

Su marido le sugirió que probara con el triatlón. Cuando vivía en Arizona, le encantaba el entrenamiento funcional para prepararse para las pruebas olímpicas. De joven había competido en natación. Así que se mudó a San Diego, un paraíso para los triatletas, y empezó a entrenar con un equipo profesional. Dos años más tarde, ya ganaba carreras de Medio Ironman.

Según Sodaro, en 2021 sintió que estaba fracasando de nuevo en algo: cuando no consiguió que su hija lactante amamantara de manera apropiada.

Sodaro, quien ya era una persona ansiosa, mencionó que su ansiedad aumentó de manera significativa durante el embarazo. Por primera vez, su ansiedad, la cual siempre había gestionado con su afán perfeccionista de control, se convirtió en algo más que sentirse “muy estresada”. Durante el tercer trimestre, comenzó a sentirse nerviosa en espacios cerrados. Una vez salió corriendo de la piscina porque no pudo soportar estar en una zona cercada.

Después del nacimiento de Skylar en marzo de 2021, las cosas empeoraron para Sodaro, pues su hija tenía dificultades para lactar y ganar peso. Sodaro comentó que ella y su marido iban al consultorio del pediatra cada dos días para pesajes y consultas sobre la lactancia. Cuando sus hormonas se convirtieron en una montaña rusa posparto, Sodaro recordó que se sentaba en la sala de espera del pediatra y lloraba.

“Sentía que era una persona capaz y que esto era algo que debía lograr”, dijo. “Nunca he trabajado más duro en nada en mi vida que en intentar dar pecho”.

Resulta que Skylar tenía una alergia a las proteínas de la leche que le exigía a Sodaro hacer algunos cambios importantes en su propia dieta, así como una anquiloglosia posterior, es decir una banda de tejido ubicada debajo de la lengua que le puede impedir al bebé aferrarse bien al pecho, lo cual hace que la lactancia sea casi imposible. Tras seis semanas sin dormir, Sodaro siguió el consejo de su médico y empezó a darle biberón a Skylar.

También comenzó a entrenar de nuevo, pero, con la ansiedad por las nubes y las hormonas desequilibradas, apenas encontraba placer en su trabajo. Probó con terapia, pero se sentía juzgada, en especial cuando se resistía a tomarse su medicamento porque temía que perjudicara su rendimiento atlético. Sodaro se sentía tanto una mala triatleta como una mala madre y su ansiedad se disparó.

Buscó refugio en el entrenamiento, en un entorno que sentía controlable, en el que se le recompensaba por superar a la fuerza los desafíos físicos.

Había trabajado con un nuevo entrenador, Dan Plews, un pionero extriatleta que supervisa el entrenamiento de media docena de competidores de élite desde su casa en Nueva Zelanda.

Conforme se acercaba el primer cumpleaños de Skylar, los números de Sodaro y cómo se sentía en los entrenamientos empezaron a mejorar. En junio, en Hamburgo, terminó en cuarta posición en su primera competencia completa de Ironman, con un tiempo de 8 horas, 36 minutos y 41 segundos, el debut más rápido de una mujer estadounidense. En agosto, tuvo una actuación inferior en una competencia, pero en septiembre se entrenó a la perfección en Hawái y se presentó en la línea de salida de su Campeonato Mundial con la sensación de estar a punto de hacer algo especial.

Miró al cielo al principio de la natación y vio un arco iris. Durante la carrera a pie, cuando su ventaja se amplió a siete y luego a ocho minutos, se obligó a no pensar en ganar, sino a permanecer en el momento y no bajar el ritmo.

Fue un día de muchas decisiones buenas. Lo que menos tenía en la cabeza era que pronto le costaría tomarlas por completo.

Recaída y recuperación

Sodaro sabe que los catalizadores de su recaída hacia una ansiedad incapacitante fueron cosas por las que su competencia mataría con tal de atenderlas: una avalancha de solicitudes de prensa, ofertas de patrocinadores y otras oportunidades de dinero y atención. Tanto trabajo duro y tanta suerte le habían traído esta buena fortuna, pero Sodaro se había convencido a sí misma de que podía derrocharlo todo con una mala decisión.

La vida empezó a parecerle insegura de nuevo. Intentó entrenarse, pero fue inútil. El supermercado otra vez se volvió un lugar aterrador. La idea de volar la petrificaba. Pensó en el suicidio, aunque nunca llegó a planearlo.

“Sentía que mi vida estaba completamente fuera de control”, afirmó.

A inicios de enero, su marido y sus padres, quienes llevaban instándola a buscar ayuda desde que Skylar tenía seis semanas, vieron que Sodaro estaba de nuevo en una mala situación. Le dijeron que no era normal, que no tenía por qué vivir así.

Sodaro encontró un psiquiatra que le diagnosticó un trastorno obsesivo-compulsivo y le recetó una dosis baja de ansiolíticos que no infringieran las reglas antidopaje ni entorpecieran su rendimiento atlético. El diagnóstico le produjo tanto alivio como desesperación, debido a los estigmas relacionados con la terapia y la medicación para la salud mental.

La familia de Sodaro le dijo que su cerebro estaba lesionado y que debía tratarlo como cualquier otra parte del cuerpo que necesita rehabilitación. Para Sodaro esto tenía sentido.

Y mientras miraba a su hija de casi 2 años, pensó en cómo incluso los niños más pequeños captan las emociones de sus padres. Quería que Skylar la viera como una persona alegre.

La terapia y los medicamentos le han ayudado con eso y han posibilitado que Sodaron entrene para las carreras en las que competirá como campeona del mundo por primera vez, con toda la presión externa y las expectativas que esto conllevará. Sobre todo, le han ayudado a volver a sentirse ella misma. Últimamente, los entrenamientos también han sido excelentes.

“Una temporada interesante”, comentó Sodaro sobre el año pasado. “La vida cambió mucho en algunos aspectos”.

“Y, en otros aspectos, nada” agregó.

c.2023 The New York Times Company

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