Las cosas cambian y eso puede ser difícil para algunos equipos

El Udinese supo de Alexis Sánchez mucho antes de que fuera convocado para jugar con la selección chilena. Lo conocía antes de que jugara la Copa Libertadores, antes de que el resto de Sudamérica lo descubriera y antes de que llamara la atención de los equipos más grandes y ricos de Europa.

Es difícil determinar con precisión cuánto tiempo pasó entre el debut de Sánchez —un suplente en el Cobreloa, un equipo con sede en la ciudad minera de Calama, en el árido y polvoriento norte de Chile— y el momento en el que se corrió la voz de su talento desde el extremo del desierto de Atacama hasta el frío y neblinoso noreste de Italia.

Tal vez fue un par de meses. Quizá menos. Cabe la posibilidad de que el Udinese supiera de Sánchez incluso antes de que, el 23 de abril de 2005, Jawed Karim se quedara fuera del recinto de los elefantes en el Zoológico de San Diego para grabarse a fin de salir en un sitio web que había ayudado a lanzar.

No era un contenido especialmente atractivo. “Lo increíble de estos tipos es que tienen trompas muy, pero muy largas”, acertó a decir Karim. Tal vez no era David Attenborough, pero fue el primer video subido a YouTube. Y, a la postre, es posible que haya sido el evento más significativo en la historia moderna del Udinese.

El Udinese, un club tipo peso medio de la Serie A, no podía darse el lujo de emplear a un visor para que fuera a Chile, uno que pudiera asistir a los partidos de Primera División de media tabla con la esperanza de descubrir un talento generacional. En vez de eso, encontró a Sánchez de la misma manera que a casi todas las decenas de estrellas en ciernes que había descubierto.

Bajo el auspicio de Gino Pozzo, el hijo del dueño del club, el Udinese había pasado años creando una formidable red informal de contactos en todo el mundo: entrenadores, facilitadores, visores, representantes, periodistas.

El énfasis no era en los países que estaban bien establecidos como fuentes de jugadores —Brasil, Argentina, Portugal, los Países Bajos—, sino en los lugares que estaban un poco más apartados: la República Checa, Eslovenia, Colombia, Chile. “Buscamos países donde haya un buen equilibrio entre el nivel técnico y el financiero”, declaró Pozzo a The Times de Londres en 2015.

Según el sistema de los Pozzo, si alguno de los informantes del Udinese divisaba a un jugador que pudiera ser interesante, le enviaba imágenes al club, en la forma de cinta de vídeo, al principio, y luego en DVD. En Italia, las analizaba minuciosamente el personal técnico del Udinese. Si la recomendación era satisfactoria, el club enviaba visores para ver al jugador en persona.

Por supuesto que el Udinese nunca titubeó en su forma de trabajar. Los intentos de Pozzo por expandir su imperio fracasaron —invirtió en el equipo español Granada y en el club inglés Watford para tratar de industrializar la estrategia de reclutamiento del Udinese—, pero siguió con su red de contactos en todo el mundo. Miles y miles de horas de cinta seguían llegando al centro de visualización del club. El Udinese no perdió su pericia, su criterio ni su rumbo.

Y, a pesar de todo, vio muy rápido cómo se diluía su ventaja. Aunque el Udinese no había cambiado, el resto del mundo sí. Tanto la tecnología de la que YouTube fue pionero como el principio que representaba —que las imágenes de cualquier cosa podían subirse y difundirse con rapidez en línea— no habían tardado en infiltrarse en el fútbol.

Los clubes ya no necesitaban un visor dedicado que cubriera una liga para encontrar jugadores. En cambio, podían seguir una competencia en cualquiera de varias plataformas de videos compartidos que ofrecían imágenes de los partidos por una cuota mensual razonable. La más prominente, Wyscout, se convirtió en una suscripción obligada para todos los clubes. Pronto, los proveedores de datos también añadieron el video a sus paquetes. Ahora, si sabía lo que buscaba, cualquier equipo podía ser el Udinese.

El fútbol tiene un hábito de infravalorar este tipo de cambios culturales y, como resultado, de malinterpretar las corrientes que se arremolinan a su alrededor y le dan forma a su realidad de manera invisible e inexorable. Por ejemplo, hay una tendencia a reprocharle al deporte su aparente reticencia a adoptar los datos tan rápido como el béisbol y, hasta cierto grado, el baloncesto.

La acusación es que el conservadurismo inherente al fútbol, su aversión a las nuevas ideas, lo condicionó para resistirse a los beneficios de la analítica. Sin duda, eso es verdad. No obstante, en la investigación de “Expected Goals”, mi libro sobre la historia de la relación entre el fútbol y los datos, quedó claro que, antes de 1998 y la invención del DVD, incluso probar con alguna forma de análisis era demasiado difícil de manejar para ser práctico. Uno de los pioneros en este campo, ProZone, en un inicio utilizó un sistema que requería ocho —ocho— videograbadoras interconectadas para realizar anotaciones respecto de la cinta.

Esa ceguera frente los factores indirectos y externos que explican el éxito es significativa. Este mes, el Aston Villa designó a Ramón Rodríguez Verdejo —mejor conocido como Monchi— como su presidente de operaciones futbolísticas. Sin duda, es un golpe de Estado. En casi dos décadas en el Sevilla, Monchi se ha consolidado como uno de los más admirados detectores de talentos en el fútbol mundial.

La trayectoria de Monchi es inigualable. Ha descubierto a tantos jugadores —Ivan Rakitic, Carlos Bacca, Jules Koundé y una cantidad incontable de otros— que las ganancias de sus ventas ayudaron a transformar al Sevilla de un equipo de segunda división con problemas financieros en uno que puede ganar la Europa League incluso aunque no trata de ganar la Europa League.

Cuando se anunció el nombramiento de Monchi para el Villa, la única advertencia fue que todavía no está claro si sus habilidades son transferibles. Ya se fue una vez del Sevilla, al Roma italiano, y duró menos de un año. (Las razones de aquella partida prematura se debaten con intensidad y se sostienen con fervor).

Sin embargo, tal vez debería haber otra advertencia. La tarjeta de presentación de Monchi, su pièce de résistance, fue el fichaje de Dani Alves, hace dos décadas. El lateral brasileño, quien está en espera de juicio en España por cargos de agresión sexual, jugó en el Barcelona, la Juventus y el París Saint-Germain. Ningún jugador ha ganado más distinciones. Con Brasil disputó 126 partidos. Su fichaje fue el inicio de la leyenda de Monchi.

No obstante, es significativa la historia de cómo lo encontró Monchi. El Sevilla vio a Alves en el campeonato sudamericano sub-20 cuando destacó tanto que el visor del Sevilla llamó de inmediato a Monchi, alabando hasta al cielo a este joven lateral derecho. Quizás el apuro era innecesario. El Sevilla fue el único club europeo que envió un representante al torneo.

Al igual que el Udinese, no es que Monchi haya cambiado. Ni siquiera es que haya sufrido el destino de tantos pioneros ni que la imitación haya erosionado su ventaja. Simplemente ahora todo el mundo puede enviar un visor al campeonato sudamericano sub-20. E, incluso si no lo hacen, siempre pueden ver los partidos en Wyscout o Scout7 o analizar los datos en StatsBomb, Opta Pro o InStat.

En otras palabras, el mundo ha cambiado. “Yo en el zoológico” lo alteró de manera irrevocable, aunque entonces no lo supiera. Por supuesto que los ejecutivos a cargo del fútbol mundial ahora lo saben. Sin embargo, saberlo y averiguar cómo debe influir en las decisiones que se toman y en las cosas que se creen son dos cosas muy distintas.

La coincidencia y el césar

En el mejor de los casos, la evidencia es circunstancial. Tal vez no sea más que una coincidencia.

Para recapitular los hechos concretos del caso, porque todo es bastante seco y complicado y además requiere una cantidad poco elegante de usos de la palabra “fondo”: Clearlake, la empresa de capital de riesgo que es dueña del Chelsea —junto con el estratega maestro del mercado de transferencias Todd Boehly— ha recibido una (no está claro cuánta) inversión del Fondo de Inversión Pública (PIF, por su sigla en inglés), el fondo soberano de Arabia Saudita.

El PIF, como ya he comentado en esta columna, hace poco asumió el control de cuatro equipos de la Liga Profesional Saudita y ha comenzado a contratar a un surtido excesivo de estrellas envejecidas y un poco descoloridas para poblarlos. Resulta que muchos de sus objetivos juegan en el Chelsea: N’Golo Kanté, Hakim Ziyech, Pierre-Emerick Aubameyang, etc.

Resulta que el Chelsea ha gastado sumas colosales en jugadores desde que Clearlake y Boehly tomaron el mando el año pasado. Ahora está desesperado por reducir su plantilla costosa y abultada, tanto por razones prácticas —no caben todos los jugadores en un vestidor— como por otras más apremiantes del tipo económico: el Chelsea necesita que se equilibren un poco más sus finanzas a finales de mes para que el club no incumpla varias normativas financieras que promulgaron la Liga Premier y el fútbol europeo.

Por lo tanto, en la superficie, no es difícil entender por qué la gente podría pensar que es demasiado conveniente esta compra saudita de jugadores del Chelsea. En algún momento, la gente que compra y la que vende tiene intereses que, por decirlo de alguna manera, están mutuamente alineados.

Claro está que hay una explicación alternativa: el Chelsea tiene un inventario de jugadores de alto perfil que ya no necesita y las autoridades sauditas —en busca de encontrar mecanismos para saber cómo gastar el dinero del PIF— en esencia, han visto una oportunidad para comprar a granel. En otras palabras, coincidencia. No hay nada inapropiado en todo esto, solo la mecánica usual del mercado.

Y tal vez así sea de verdad. Sin duda, las personas involucradas con el Chelsea y los clubes sauditas insisten en que así es. Sin embargo, eso no significa que la percepción no sea un problema. Si Arabia Saudita rescatara al Chelsea de un problema que creó el propio club, comprometería la integridad del fútbol. No obstante, el hecho de que Arabia Saudita solo parezca que está rescatando al Chelsea no es tantísimo mejor.

En su trilogía sobre el orador y político romano Cicerón, el autor Robert Harris describe la historia de Publio Clodio Pulcro, un político sociópata y demagogo que se mete en la casa de Julio César para ser testigo de los ritos de la Bona Dea, una ceremonia a la que solo podían asistir mujeres.

Clodio es capturado. Se produce un escándalo y un juicio. Julio César insiste en que ni él ni su esposa Pompeya permitieron que Clodio entrara. De hecho, sostiene por completo la inocencia de ella. Pero, es el jefe de la religión oficial del Estado romano, el pontifex maximus. Por lo tanto, se divorcia de Pompeya. Se da cuenta de que lo más importante no es solo que su esposa —y su familia— “estén libres de culpa, sino incluso de la sospecha de ella”.

c.2023 The New York Times Company