Aquel coloso olvidado: la leyenda del maratonista italiano que llegó a Atenas caminando… y no lo dejaron participar

Si se lleva a cabo una búsqueda rápida dentro de los archivos del deporte amateur, difícilmente se encuentre por allí el nombre de Carlo Airoldi. Lo cierto es que, si bien él no perseguía ningún otro fin que el de competir y superarse, hoy muchos especialistas ubican a este fortachón italiano como el padre del ultramaratón, una máquina humana, un súper héroe de otros tiempos. A Airoldi poco le importarían esas definiciones. Él quería correr, recorrer, competir, ser el más fuerte y batir todas las marcas que le pusieran delante de las narices.

Nacido en 1869, hijo de una familia de campesinos de Origgio, cerca de Saronno, Airoldi comenzó a destacarse desde muy joven en las competencias deportivas de Varese. De hecho, el primer registro oficial -que se conserva- fue documentado en Gorla. El tanque de combate de la región enseguida fue a medirse en los campeonatos nacionales y, bueno como era, pocos meses le hicieron falta para destacarse también en el plano internacional. Atravesando fronteras, conoció a quien enseguida se convertiría en su eterno rival, el francés Louis Ortègue, máximo vencedor de carreras de larga distancia a mediados del siglo XIX. De hecho, entre Airoldi y Ortègue se dividieron buena parte de las victorias en los eventos más importantes.

Airoldi, un fortachón sin límites
Airoldi, un fortachón sin límites

 

Pero vale la pena no apresurarse en esta historia, e ir recorriendo paso por paso, como lo hacía el propio Airoldi. Las dos primeras grandes victorias del varesino llegaron cuando aún no había cumplido los 15 años, lo que lo convirtió en un fenómeno.  Por aquellos días, con apenas unos meses de diferencia entre una y la otra, se cargó la carrera Lecco-Milán (62 kilómetros en un solo día) y la Milán-Turín (140, en poco más de una jornada). Pero la prueba más importante en la vida de Airoldi, para bien y para mal, fue Milán-Barcelona. Un total de 1.050 kilómetros, divididos en doce etapas consecutivas –esto significa, sin descanso entre tramo y tramo.

En aquella competencia, que sólo resistía un puñado de atletas, los superhombres de aquel momento, Airoldi tuvo un momento cinematográfico que, documentado y todo como está, cuesta creer. En la última etapa y faltando 30 kilómetros para encontrar la meta, cuando ya nadie podía arrebatarle el triunfo, decidió frenar su andar para esperar a su archirrival de siempre, Ortègue, quien no conseguía lidiar más con su fatiga y se resignaba a coleccionar otro segundo lugar. Apenas se encontraron, Airoldi cargó en sus espaldas al francés y así siguió (siguieron) su recorrido hasta entrar en Barcelona, donde volvió a dejarlo en el suelo, para continuar su trote victorioso hacia la nueva coronación. Por el triunfo, se hizo con un botín de dos mil pesetas, una cifra nada despreciable por aquellos tiempos.

Airoldi carga a Ortègue, en Barcelona
Airoldi carga a Ortègue, en Barcelona

 

Airoldi era el hombre a batir, y eso era todo un decir. Porque, en realidad, no había muchos que podrían enfrentarlo sin sucumbir a mitad de camino. Los éxitos se sucedieron para el italiano hasta que llegaron los Juegos Olímpicos de Atenas 1896, los primeros de la Era Moderna. Sabía que allí tenía una gran oportunidad, pero los tiempos eran otros... tiempos en los que cada atleta debía ingeniárselas para viajar, ya que casi no existían los comités olímpicos nacionales ni los generosos patrocinadores. Había casos y casos: los ingleses viajaban financiados por universidades, principalmente Oxford y Cambridge. Franceses y alemanes, por su parte, eran apoyados por los gobiernos. Airoldi, sin embargo, tuvo que apelar a otros medios para decir presente en Atenas.

De tanto insistir, el atleta más importante de Italia en aquella época, consiguió un sponsor. Se trataba del periódico milanés La Bicicletta, que le proporcionaría el dinero necesario para costear el viaje a cambio de algunas bitácoras, reseñas periódicas del camino recorrido. ¿Cómo así? Pues, porque Airoldi decidió ir un poco más allá y, en vez de trasladarse en tren o en barco, prefirió hacerlo a pie. De Milán a Atenas usando como medio de locomoción las piernas, en jornadas de, aproximadamente, 70 kilómetros por día, según los cálculos. Con eso, además de conseguir llegar a destino y tener el dinero para financiarse, lograba entrenarse periódicamente. Nadie esperaba que esa proeza no fuese la parte más difícil de esta aventura olímpica.

Saliendo desde Milán, Airoldi llegó primero a Split, en lo que hoy es Croacia, después de pasar por Trieste y Rijeka. Evitó Albania siguiendo algunos consejos y se embarcó en una nave austríaca hasta Patras, en Grecia. A partir de allí, continuó a pie hasta Atenas, siguiendo el recorrido del ferrocarril, ya que esa era la única opción de hacerlo. Fueron, en total, 28 días hasta llegar a la capital griega, donde pretendía consagrarse.

El recorrido de Airoldi
El recorrido de Airoldi

 

Casi sin descansar, Airoldi se dirigió al Palacio Real para efectuar su inscripción. Allí lo recibió, como esperaba, el príncipe Constantino, presidente del comité olímpico local e internacional. Cuando el trámite estaba prácticamente cerrado, el atleta italiano se sintió a voluntad frente a Constantino y le comentó de su periplo entre Milán y Atenas, entre otros logros. Todo normal, hasta que confesó haber recibido dinero por ganar la Milán-Barcelona, aquella en la que cargó a sus espaldas a Ortègue. Al conocer ese dato, Constantino no vaciló, considerándolo un atleta profesional y, por ende, lo inhabilitó para participar de los Primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna.

Al conocer esa decisión, Italia y algunos países solidarizados, comenzaron a inundar de cartas de protesta –algunas, de súplica- el Palacio Real. Nada de eso conmovió a Constantino que, además, conocía las enormes capacidades del italiano y eso era una amenaza para garantizar la conquista de alguno de los atletas locales. Finalmente, aquella negativa del príncipe fue efectiva y el título quedó en casa, ya que Spiridon Louis se alzó con el triunfo. No hay certezas de que Airoldi habría podido superar a Louis, pero sin lugar a dudas el desafío sería colosal. 

Airoldi, a pie
Airoldi, a pie

 

Desolado, Airoldi regresó a casa. Él, que había desafiado al mismísimo Buffalo Bill a una carrera de 150 kilómetros, donde el italiano iría a pie y el famoso vaquero a caballo, recibiendo una respuesta negativa (Bill quería dos caballos), también fue rechazado por el campeón olímpico Spiridon Louis, cuando lo instó a batirse en un duelo cara a cara, una corrida de larga duración. Para no perder el ritmo, incluso corrió contra un caballo y en un tramo de cinco kilómetros, ganó por una diferencia de cinco segundos (completó el recorrido en 19'45'').

Cuando su físico ya no respondía de la misma manera a tamañas exigencias, Airoldi anduvo por América del Sur buscando una fortuna que no encontró. Poco después, regresó a Italia para dedicarse a la organización de carreras y asesorando a corredores. Tenía una espina clavada, una relación amor-odio con aquel deporte que le dio tanto, pero a su vez le asestó un puñetazo al mentón.

Poco se supo del gran atleta hasta hace poco más de una década atrás, cuando el historiador Manuel Sgarella publicó la biografía de Airoldi, titulándola “La Leggenda del maratoneta” (la leyenda del maratonista). Falleció en Milán, el 18 de junio de 1929. Poco de él podrá encontrarse en los libros de historia olímpica. Desde aquí, sentimos que valía la pena traerlo a la memoria, conocer algo más sobre la vida y obra de este coloso olvidado.

La leggenda del maratoneta
La leggenda del maratoneta

 

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