Japón vuelve a tener un campeón de sumo 10 años después

Kotoshogiku, vencedor del torneo de Año Nuevo, es el primer nacido en el país oriental que consigue ganar en una prueba importante desde 2006.

In a long-sought triumph, 31-year-old Kotoshogiku became the first Japanese-born sumo wrestler to win a tournament in a decade, as the national sport has long been dominated by foreign-born wrestlers. Photo: Getty Images

En su partida de nacimiento, fechada el 30 de enero de 1984, dice Kazuhiro Kikutsugi, pero todo Japón le conoce como Kotoshogiku, que es su shikona o nombre artístico elegido según una serie de complejísimas reglas y tradiciones. Mide 1,79 y pesa 180 kilos, unas medidas ideales para su profesión de rikishi, es decir, luchador de sumo. Ha saltado a la fama porque se ha proclamado campeón del honbasho de Año Nuevo de Tokio, uno de los seis torneos que integran el calendario oficial profesional, equivalente aproximado al Grand Slam en tenis.

Lo llamativo del asunto es que Kotosogiku es natural de Yanagawa, un pueblo de la prefectura sureña de Fukuoka, y por tanto japonés de pura cepa. Hacía diez años que un originario del imperio del Sol Naciente no se imponía en un campeonato del deporte nipón por excelencia, con toda la vergüenza que eso suponía para un pueblo tan orgulloso y celoso de sus costumbres. Hay que remontarse a 2006 para encontrar en los registros el último triunfo indígena, que llevaba la firma del tokiota Tochiazuma.

Desde entonces el panorama estaba completamente dominado por los luchadores extranjeros. Proceden en su mayoría de la república de Mongolia, con mención especial para Hakuho, el alias de Mönkhbatyn Davaajargal, quien, con 35 victorias, ya está considerado como el mejor de todos los tiempos. También se ha podido ver a algún europeo, de países como Bulgaria o Estonia, sorprendiendo a propios y extraños y llevándose los 10 millones de yenes (algo más de 75.000 euros) de bolsa para el vencedor.

La falta de campeones autóctonos es un indicio de la profundísima crisis que vive el deporte que más se puede identificar con la cultura clásica japonesa, con la catástrofe que eso significa para un país con una poderosa fachada de modernidad y tecnología pero extremadamente celoso de sus costumbres ancestrales. Existen dos problemas muy graves, sin que quede muy claro si uno es consecuencia del otro o viceversa.

Por un lado está el creciente desapego del pueblo japonés, que está dando la espalda cada vez más a los combates. El público asistente a los estadios está decayendo, al igual que las audiencias en la NHK, la televisión pública que emite las pruebas más importantes. Entre las razones de la pérdida de popularidad se cita habitualmente la mala fama que están ganando los rikishi debido a todo tipo de escándalos, desde notorias borracheras públicas hasta participación en apuestas ilegales, pasando por consumo de drogas, o simplemente por no seguir al pie de la letra el intrincado conjunto de rituales que establecen los códigos, algo irrelevante para muchos pero una ofensa imperdonable para bastantes otros.

Las grandes estrellas del sumo, incluidos los yokozuna (los mejores de entre los mejores, una categoría que a menudo ha estado vacante y en ningún momento de la historia han ocupado más de cuatro personas a la vez) han dejado de tener la reputación de héroes nacionales. La población de más edad todavía mantiene su admiración, pero los nacidos hace poco tienden a ver el sumo como algo anacrónico, relegado a un segundo plano ante otras artes marciales o disciplinas occidentales como el fútbol o (sobre todo) el béisbol.

De ahí viene el segundo punto conflictivo. Como a los jóvenes les está dejando de interesar el sumo, son cada vez menos los que están dispuestos a convertirse en luchadores, sacrificando para ello su juventud en los entrenamientos (que sólo pueden completarse en unas escuelas especiales y muy reguladas llamadas heya), donde les ceban como a vacas con el hipercalórico guiso conocido como chankonabe, y donde pueden llegarse a dar casos de acoso y abusos tremendamente graves. Fue un escándalo la muerte, en 2007, de un aspirante a luchador de sólo 17 años como consecuencia de los golpes que sufrió durante sus prácticas.

Por eso, los mozos de Japón ya no contemplan esta vía como una forma razonable de ganarse la vida. Sin embargo, sí sigue siendo popular en otras latitudes, en parte por el encanto de su exotismo, en parte como manera sacrificada pero efectiva de salir de la pobreza. Es el caso de Mongolia, donde el producto interior bruto asciende a poco más de 5.000 dólares por cabeza (el japonés es de casi 47.000) y donde además la lucha, con reglamentación algo distinta, también es una de las actividades más practicadas históricamente, lo que hace fácil la adaptación.

Mongoles son ya el 5% del total de rikishi de todas las categorías profesionales, incluyendo cuatro de los cinco primeros del banzuke o clasificación general de los luchadores en función de sus éxitos en los últimos torneos (similar a los ránkings tenísticos). Y la situación no parece que vaya a cambiar próximamente, pese al espejismo de la victoria de Kotoshogiku. No son noticias nada buenas para el futuro de un deporte con siglos de tradición y que hasta hace poco aspiraba a convertirse en olímpico. Pero es de esperar (o de confiar, más bien) que tampoco bastará para hacer que se extinga uno de los símbolos más reconocibles de Japón en el exterior.

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