En Barcelona, un sentimiento peor que la tristeza: la lástima

Habrían esperado enojo. El martes por la noche, cuando los jugadores del Barcelona perseguían sombras mientras el Bayern de Múnich los jugueteaba, burlaba y superaba, una y otra vez, casi habrían esperado una reacción furiosa, que el Camp Nou enseñara los dientes.

Después de todo, siempre ha sido así. Barcelona nunca ha sido un público fácil. Desde hace mucho tiempo, al club le ha preocupado que, de hecho, es una audiencia de teatro: que espera sentada y en silencio a ser entretenida, rauda para demostrar su desagrado si no dan la talla, no solo en el resultado sino también en el desempeño.

El martes por la noche hubo bastantes momentos en los que la multitud se pudo volver contra el equipo. Después del segundo gol, tal vez. Después de otra ofensiva ininterrumpida del Bayern. Después de que quedó claro que no había vuelta de hoja, no en 90 minutos y tal vez tampoco en un buen tiempo. Sin duda, a los jugadores no les habría sorprendido. Incluso, puede que lo estuvieran esperando.

Y, a pesar de todo, no llegó. Incluso cuando el Bayern metió un tercer gol, para completar la humillación del Barcelona, no hubo ningún coro estridente de silbidos, ningún torrente de abucheos que bajara de las gradas, ningún inmenso rugido gutural de frustración y decepción. Hubo destellos —a Sergio Busquets y Sergi Roberto los abuchearon cuando salieron del campo—, pero fueron esporádicos, efímeros.

En cambio, los jugadores fueron objeto de algo mucho más condenatorio, mucho más revelador, e infinitamente peor: la lástima.

Eso, más que nada, fue una medida de cuán profunda y rápidamente ha caído este club. En una noche de Liga de Campeones, mientras un presunto rival y semejante desmantelaba a su equipo, el público del Camp Nou —uno de los más exigentes del mundo deportivo, una audiencia que fue malcriada durante una década por algunas de las mejores actuaciones futbolísticas de la historia— no escupió furia, sino que ofreció un apoyo amable y sincero.

Los aficionados cantaron el nombre de un adolescente, el mediocampista Gavi, no por algo que hubiera hecho, sino simplemente por lo que no había hecho. Aplaudieron cuando el Barcelona hiló un puñado de pases. Alentaron al equipo a seguir adelante. En esencia, reconocieron que, por primera vez en años, el Barcelona necesitaba de su apoyo.

No se gana nada con mortificarse, una vez más, en cómo se llegó a esto o en castigar al club por su despilfarro, su absurdo reclutamiento, su imprudencia financiera, su necia creencia en que el Sol siempre saldría y que los buenos momentos durarían para siempre.

No vale la pena hacer una lista de la secuencia de puntos más bajos que han servido de indicadores: las derrotas en Roma, Liverpool, Inglaterra, y Lisboa, Portugal; las pérdidas de Neymar y luego, el verano pasado, del mismo Lionel Messi, ambas frente al Paris Saint-Germain.

Después de todo, habían sido espejismos. Nadie sabe bien, aún, dónde pueda estar el fondo, cuánto más pueda seguir cayendo el Barcelona. A su manera, esta derrota frente al Bayern no fue menos desgarradora que el descalabro 8-2 en Lisboa hace un año y media vida; claro está que no fue un colapso tan dramático, ni tan llamativo ni de un impacto tan inmediato, sino tan solo igual de total e instructivo.

No solo fue el hecho de que el Bayern haya sido mejor en cada una de las posiciones: más fuerte, en mejor forma y más versado técnicamente. No se trató solamente de que el Bayern estuviera mejor entrenado, más organizado y concentrado.

La diferencia radicó en que el Bayern parecía jugar un fútbol moderno, de élite, lleno de detonantes de presión y movimientos de memoria, mientras que el Barcelona —que por tanto tiempo fue el equipo y la institución que definió la innovación— tenía el aire de un equipo del pasado, que cayó en paracaídas desde los años cincuenta y apenas se enteró de que ahora el juego se trata de volantes por la banda invertidos que ocupan medios espacios. En cierto sentido, el 8-2 fue un resultado anormal. Este no lo fue. Este tan solo fue una ilustración de cuán superior es el Bayern actualmente y cuán lejos de la cima se ha quedado el Barcelona.

Y, en eso, tal vez haya un rayo de esperanza. La era de los superclubes, y la hipérbole chirriante con la que se retrata a esos equipos, tiene un efecto distorsionador. Es evidente que este equipo del Barcelona es más débil que sus predecesores, de un modo drástico. Sin duda, este equipo del Barcelona está muy por debajo del Bayern de Múnich, Manchester City, Chelsea y otros dos o tres equipos que podrían tener alguna especie de ambición de ganar la Liga de Campeones.

Sin embargo, en términos de materia prima, no es un mal equipo según los estándares mundiales. Marc-André ter Stegen sigue siendo uno de los mejores arqueros del mundo y Jordi Alba, uno de los mejores laterales del juego. Gerard Piqué no es, de la nada, un terrible defensa. Un mediocampo construido en torno a Pedri y Frenkie De Jong tiene un rico potencial. Una vez que Ansu Fati y Ousmane Dembélé regresen, también hay promesa en el ataque.

Un entrenador listo e innovador tal vez no pueda convertir a este equipo en un ganador de la Liga de Campeones, tal vez ni siquiera pueda armar una escuadra que venza al Bayern de Múnich. No obstante, sin duda hay talento de sobra para no ser humillado, para no lucir pasado de moda. Equipos como el Red Bull Salzburgo tienen tan solo una fracción de la habilidad del Barcelona —sí, incluso este Barcelona, con lo disminuido que está— y, a pesar de todo, pueden salir con crédito de partidos con las más grandes casas de Europa.

No hay ninguna razón para creer que el Barcelona, con un entrenador más progresista que Ronald Koeman a cargo, no pueda nivelar el campo de juego al menos un poco. Sin duda, debería ser posible forjar un equipo que no luzca sorprendido por el hecho de que un oponente de la Bundesliga pueda presionarlo en la parte alta del campo.

Es probable que sea una leve esperanza. En el Barcelona, ha habido poco o nada que indique que es del tipo de club que nombraría a un entrenador creativo y proactivo. El remplazo más probable para Koeman es Xavi Hernández, un jugador criado en la escuela de Johan Cruyff y Pep Guardiola, un eco del pasado más que un vistazo al futuro. La nostalgia es el opio del Barcelona. Atenúa el dolor, pero profundiza el problema.

No hay ninguna razón para creer que siquiera está listo para valerse de sus jóvenes talentos. Después de todos los recortes de gastos este verano, el Barcelona celebró firmando a préstamo al atacante obrero de los Países Bajos Luuk De Jong. Sigue siendo un lugar asegurado en el corto plazo. Tanto a Pedri como a Fati se les acaba el contrato al final de esta temporada; las finanzas del club son tan riesgosas que tal vez se tope con que no podrá retener a uno o a ninguno.

Así que, sin ese tipo de intervención, lo único que queda es esto: un cascarón vacío, una sombra de equipo, una escuadra que parece una imitación pirata del Barcelona y no el Barcelona mismo. Durante más de una década, esos uniformes azulgranas representaron el estilo, el garbo, la aventura y la excelencia.

Para cualquiera que le gustara el fútbol, menos los aficionados más recalcitrantes del Real Madrid, tan solo verlos producía una sacudida de emoción, un entusiasmo agudo de expectativa. Fueron Messi, Ronaldinho, Rivaldo, Romário, Guardiola, Laudrup y Cruyff. Fueron Berlín en 2015, Wembley en 2011, Roma en 2009 y París en 2006. Fueron los aficionados del Real Betis aplaudiendo de pie en la derrota y el Santiago Bernabéu parándose de desesperación.

Cuando ves ahora al Barcelona no piensas en eso. Más bien, piensas en lo que fue y en lo que se ha convertido. Piensas en un club al que sus rivales le han limpiado los huesos, que se ha quedado aferrado a las sombras de su pasado. Piensas en cómo solía ser y cómo esto no es lo mismo. Ves a un equipo vestido del Barcelona, pero no a un equipo del Barcelona.

No fue hace tanto que el Barcelona inspiraba asombro. Ahora, eso ha sido remplazado… por la tristeza de cuánto ha caído, por el arrepentimiento de que haya terminado así; y más que nada, lo más condenatorio, lo más revelador de todo, e infinitamente peor, el Barcelona inspira aquello que el Camp Nou le mostró el martes por la noche a su equipo, los mermados herederos de aquellos gigantes imposibles: lástima.

78 horas

Así funciona el Manchester United estos días. Es algo endémico, habitual, pareciera integrado en el tejido mismo del club durante los últimos ocho años.

La tarde del sábado pasado, el Old Trafford estaba aturdido, seguía embelesado tras haber visto a Cristiano Ronaldo vestido de rojo una vez más. El United había vencido al Newcastle. Ronaldo había regresado con dos goles. El club lideraba la Liga Premier y no solo se le consideraba un contendiente al título —y, aceptémoslo, el Manchester United, con cuatro juegos en una temporada, siempre es un contendiente al título—, sino una fuerza restaurada gracias a la mano amable de Ole Gunnar Solskjaer, un coloso que de nuevo domaba al mundo.

Para el martes por la noche —poco más de 78 horas después—, parecía que el United estaba al borde de la crisis. En el último minuto del tiempo agregado, lo había vencido el Young Boys de Berna, el tipo de equipo que la cultura del fútbol inglés se enterca en no tomar en serio, en el tipo de partido en el que una serie de comentaristas que nunca han visto jugar a su oponente le ordenan a un equipo de la Liga Premier que debe ganar.

La táctica de Solskjaer quedó bajo la lupa. Se pusieron en duda sus cambios, se cuestionaron sus decisiones, se dudó de su capacidad. ¿El United podrá guardar la esperanza de cumplir sus elevadas ambiciones con él al volante? ¿El club podrá rescatar esta temporada calificando a octavos de final de la Liga de Campeones o será un desastre inminente?

Por supuesto, la respuesta real es algo intermedio. El Manchester United es un muy buen equipo. Está plagado de jugadores con un talento enorme, entre ellos uno de los más grandes de todos los tiempos. Sin embargo, su escuadra carece del tipo de coherencia que tienen algunos de sus rivales —en particular, el Manchester City y el Chelsea— y su estilo no está tan definido como, digamos, el del Liverpool. Solskjaer no es dogmático, como Pep Guardiola, y no es táctico al nivel de Thomas Tuchel. Tanto la algarabía como el fatalismo son exagerados.

No obstante, lo que es significativo es la persistencia de ambos y cuán rápido puede revolotear entre los dos la atmósfera del club. No hay ningún equipo tan volátil en el fútbol europeo como el Manchester United moderno. Esto no se opone necesariamente al éxito —si así fuera, José Mourinho habría tenido una carrera muy diferente—, pero sí sugiere que el club no se encuentra donde quiere ni donde necesita estar.

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