El atractivo imperecedero de Ronaldo, el fenómeno original del fútbol

De ninguna manera es el gol más significativo de Ronaldo. Ese título, en virtud del estado de la etapa en que ocurrió, se le debe otorgar a su segundo en la final de la Copa del Mundo de 2002, el que alejó de Oliver Kahn con una precisión geométrica para regresar a Brasil al pináculo del fútbol mundial y coronar su viaje personal hacia la redención.

Tampoco es el más hermoso. Por ejemplo, no es el equivalente al rayo que completó su triplete en el Old Trafford en 2003 ni el elástico doble recorte que dejó a Luca Marchegiani, el arquero de la Lazio, arañando el aire en la final de la Copa UEFA de 1998, ni la mezcla de motivación y delicadeza que le permitió abrirse paso a través de toda la defensa del Valencia en 1996.

Como atenuante, la lista de los grandes goles de Ronaldo es un campo inusualmente abarrotado, que queda mejor ilustrado con el hecho de que ninguno de los ya mencionados tampoco es considerado como su obra maestra. Más bien, ese honor es para el momento en el que salió disparado desde la media cancha, con el balón bajo sus órdenes y todo el equipo del Compostela siguiéndole los pasos, durante ese año que estuvo en el Barcelona, cuando parecía que podía hacer casi cualquier cosa.

Ese gol podría ser el que mejor explique el atractivo imperecedero del jugador que, en los años recientes, se ha llegado a conocer de maneras distintas, como el “Ronaldo brasileño”, el “Ronaldo original” o incluso, en particular en Italia, como el “fenómeno Ronaldo”.

El gol que en verdad vale la pena recordar es un ataque bastante típico. En la segunda mitad de un partido de la Copa UEFA entre su equipo del Inter de Milán y el Spartak de Moscú, en una tarde extremadamente fría de abril de 1998, Ronaldo toma el balón de un saque de banda que realizó Luigi Sartor, hace rebotar a un contrario, intercambia pases con Iván Zamorano, se escurre entre tres defensas más y acomoda su disparo en el rincón del arco. Se aleja con los brazos estirados y un crucifijo que le rebotaba en el pecho.

Para el espectador moderno, el telón de fondo del gol es extraordinario. La mayoría de los jugadores del Spartak de Moscú parecen usar guantes de jardinero hechos de lana. En una esquina del estadio, hay un destacamento del Ejército Rojo, que lo completa algo que parece un vehículo personal blindado.

Sin embargo, el campo es la estrella del espectáculo. Las partes que no parecen como si las hubieran acabado de podar no están llenas de pasto, sino de arena: extensiones inmensas, por lo que la superficie de juego tiene el mismo atractivo estético de una estridente camiseta pintada con batik. Luego corrieron los rumores de que los pocos pedazos verdes, los sobrevivientes extraviados del invierno moscovita, habían sido pintados, en vez de que hubieran crecido.

Ese tipo de canchas ya no existe en el fútbol europeo, sin duda no en las semifinales de las competencias importantes (en las imágenes, los uniformes blancos del Spartak están salpicados de lodo, algo bastante perturbador; si lo piensas bien, en estos días, hay poco lodo en el fútbol de élite). El marco coloca con firmeza la ocasión en el pasado del deporte. No obstante, el hecho de que Ronaldo pueda hacerse camino con tanta facilidad lo vuelve una especie de emisario del futuro.

Como lo hace notar el autor Chuck Klosterman en “The Nineties”, su tratado sobre el acto final del siglo XX, las décadas no corren estrictamente a lo largo de líneas temporales; según Klosterman, más bien están relacionadas con la percepción. A decir de Klosterman, los años setenta comenzaron en Altamont, en 1969, y los años ochenta acabaron con la caída del Muro de Berlín, un par de meses antes del final previsto de esa década.

El fútbol no es distinto. Sus años noventa comienzan en 1986, con la Mano de Dios, y terminan doce años más tarde, cuando Ronaldo —el heredero de Diego Maradona como el mejor jugador del deporte— no entra con Brasil a la final de la Copa del Mundo e, incluso ahora, casi un cuarto de siglo más tarde, se siguen debatiendo las razones exactas por las que esto sucedió.

En el último par de años, el deporte ha comenzado a cultivar una especie de obsesión con ese periodo, al que se le podría denominar como su primera época moderna. Se ha manifestado en un montón de uniformes, todos los cuales se inspiran en los diseños de esa era; en una lista de libros que trazan el ascenso de la Liga Premier, en particular; y, cada vez más, en documentales, una tendencia encapsulada este año en la exploración de Netflix sobre el traspaso de Luis Figo del Barcelona al Real Madrid y ahora en “El fenómeno”, un filme original de DAZN que se enfoca en Ronaldo y cuyo estreno está programado para este mes.

No estábamos ni cerca de estar tan expuestos a esas estrellas como a sus sucesoras. Para Klosterman, los años noventa fueron “una década en la que era posible ver absolutamente todo y no volverlo a ver nunca más”.

Era bastante raro ver jugar a Ronaldo incluso en la televisión, sin duda antes de los días menguantes de su carrera. No se transmitían por el mundo todas sus apariciones. Sus goles icónicos no se reproducían en una espiral infinita desde el momento en que tocaban la red. Ronaldo tiene algo borroso, misterioso —al igual que la era en la que jugó—, que no poseen las generaciones subsecuentes. Todavía quedan preguntas en el tintero.

También son importantes porque en los largos años noventa del fútbol vimos las raíces del juego que experimentamos hoy. No fue tan solo la época en la que por primera vez el fútbol se fusionó por completo con la celebridad, cuando se abandonaron los vestigios finales del aislacionismo y la identidad nacional, cuando las tarifas de transferencia y los salarios se salieron de control, cuando lo que había sido deporte se convirtió en entretenimiento.

En un contexto deportivo, también fue cuando se arraigaron las ideas que le dieron forma al futuro del juego. Parte de esto fue administrativo —por ejemplo, el cambio en la regla de la cesión tuvo que ocurrir para que surgiera la presión en toda la cancha— y parte filosófico, cuando el pensamiento de Johan Cruyff se filtró hasta Pep Guardiola, entre otros.

Sin embargo, Ronaldo personificó al menos parte de eso. Como lo dice en “El fenómeno” su excompañero de equipo Christian Vieri, el fútbol “nunca había visto a un jugador como” Ronaldo cuando apareció por primera vez: un futbolista con la mejor y la más refinada de las técnicas, pero uno que también poseía una sorprendente explosión de velocidad, un disparo feroz y una potencia salvaje que se propagaba. Ronaldo fue toda una línea de delanteros por sí solo.

Con el tiempo, se convirtió en el prototipo del delantero moderno y en el proceso le puso fin a la suposición de décadas en el deporte que los atacantes debían jugar en pares. En ese campo de lodo y arena, mientras hacía rebotar a un defensa y luego explotaba para superar a otro, Ronaldo parece un jugador del futuro porque eso era. Entenderlo, y el impacto que tuvo, es comprender un poco mejor el juego como lo conocemos hoy.

Las dos caras de Kylian Mbappé

El rumor fue tan incendiario que la neblina del anonimato no hizo mella en su impacto. Apenas cinco meses después de haberse pavoneado en el campo del Parque de los Príncipes, su futuro comprometido con el París Saint-Germain, Kylian Mbappé había decidido que debía irse. Y, según citas no atribuibles, lo había hecho porque se sentía “traicionado”.

Al escuchar eso, en particular en una semana que incluía un partido crucial de la Liga de Campeones y una justa de la Ligue 1 con el renaciente rival del PSG, el Marsella, era imposible no suponer que el club había cometido una transgresión extrema.

Tal vez no le había pagado a Mbappé. Tal vez lo había obligado a entrenar con la reserva, con los suplentes, los casos perdidos. Tal vez había maltratado a algunos de los jugadores a quienes consideraba amigos cercanos. Todas las opciones anteriores podían considerarse fundamentos para una acusación de ese tipo.

Sin embargo, resulta que las quejas de Mbappé son bastante menos graves. No le gusta jugar como un nueve solitario —el rol que inventó Ronaldo— y prefiere hacerlo en pareja. Quería que el verano pasado su club firmara a un defensa central. Esperaba que a Neymar, quien alguna vez fue su amigo cercano, pero ahora, por razones que siguen siendo un tanto turbias, es su rival, lo hubieran enviado a otro club.

Sin importar cuán engañado en verdad se sienta Mbappé, nada de lo anterior llega a considerarse una traición. El PSG pasó el verano en busca de un delantero y un defensa, pero no pudo conseguir sus objetivos principales. También intentó mover a Neymar, pero no logró persuadir a ningún pretendiente para que aceptara su salario. El mercado de transferencias puede ser complicado, incluso para clubes que en esencia tienen recursos ilimitados (como el PSG). Esto podría ser una decepción. No es una traición.

El hecho de que se rumore que Mbappé lo haya tomado así —y, en particular, que considere tan molesto tener que jugar en una posición marginalmente distinta a su preferida— es un reflejo mucho peor de él que del PSG.

A Mbappé, de 23 años, no solo siempre se le ha presentado como la especie de personaje maduro y modesto, sensato y prudente, que justamente ha dado la impresión de ser. Mbappé es motivado, ambicioso, claro está, pero también es humilde y trabajador. Aprendió inglés y español de adolescente para que le ayudaran a integrarse si su carrera alguna vez lo llevaba al extranjero. Siempre ha parecido el tipo de superestrella que podrías llevar a la casa de tus padres.

No obstante, cada vez con mayor frecuencia, el retrato que muestran sus acciones es mucho menos halagador. Si las condiciones que en teoría aceptó el PSG para alejarlo de las garras del Real Madrid sugerían que era un jugador que quería demasiado, su descontento con tener que subsumir sus preferencias por el bien del equipo agrava esa impresión.

Por supuesto, Mbappé es el talento destacado de su generación (empero Erling Haaland, de 22 años). Ha decidido simplemente que debe salir del PSG en cuanto llegue enero. Por lo tanto, tendría que haber una desproporción de clubes en alerta máxima, arañándose y empujándose para conseguir su firma. Y, lo más probable, es que así sea. Sin embargo, lo harán a sabiendas de que llega con una bandera de color rojo brillante y furioso. Pareciera que fichar a Mbappé es tener a uno de los mejores jugadores del mundo, pero solo si dejan que siempre se salga con la suya.

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