Andy Murray, el héroe trágico empeñado en luchar contra el mundo

Andy Murray of Britain reacts after gaining match point during his tennis match against Milos Raonic of Canada at the ATP World Tour finals at the O2 Arena in London November 11, 2014. REUTERS/Toby Melville (BRITAIN - Tags: SPORT TENNIS TPX IMAGES OF THE DAY)
REUTERS/Toby Melville

Hace un par de semanas, Tim Henman, el histórico tenista británico de los años noventa, comentaba en una entrevista que Andy Murray no volvería a ganar ningún torneo del Grand Slam. Era una obviedad tan grande que probablemente sobrara. Por supuesto que Murray no volverá a ganar un grande (el último que ganó fue Wimbledon, en 2016), pero esa no es la razón por la que el británico sigue jugando todo lo que se le pone por delante: desde Grand Slams a Challengers para ir cogiendo forma. El tipo es optimista y de vez en cuando suelta en alguna declaración que sueña con repetir triunfo en casa, pero eso es imposible. Él lo sabe, todos lo sabemos, no es elegante decirlo en alto.

Andy Murray le ha cogido el gusto a la figura de héroe trágico que lucha contra todo y contra todos en su huida hacia adelante. Su historia es de película: niño involucrado en la masacre de Dunblane, talento precoz del tenis mundial, parte de uno de los grupos más exclusivos de la historia del deporte a base de entrega y capacidad de sobreponerse... y número uno del mundo en 2016, justo un año después de llevar a su país a la victoria en la Copa Davis por primera vez en décadas. En medio, tres títulos de Grand Slam y ocho finales perdidas, todas ellas ante Federer o Djokovic. Ni un momento de tregua.

Cuando miramos los palmarés de cada uno de los miembros del "Big 4", hay algo que no nos cuadra: Federer ha ganado 20 grandes, Nadal ha ganado otros 20, Djokovic... 20, también. Murray, tres. Y, sin embargo, para muchos, estuvo a su nivel durante años. O justo por debajo. Muy justo. Tanto, que se confundía perfectamente entre ellos, que siempre estaba ahí para ponerles en apuros y recordarles que eran humanos. Andy Murray, el que llevaba al extremo a Djokovic en Australia, a Nadal en Roland Garros y a Federer en Wimbledon, hasta el punto de ganarle allí una medalla de oro olímpica en 2012.

Murray, dejándose la salud en una lucha desesperada por conseguir acabar número uno del mundo en 2016, consciente, quizá, de que esa era su última oportunidad. Jugándolo todo y ganándolo todo hasta que, por fin, Djokovic tuvo que ceder en las ATP World Tour Finals y el británico se coronó como el único en los últimos diecisiete años en acabar el año en lo alto del ránking más allá de los tres de siempre. Murray es un luchador, un competidor hasta puntos insospechables. Multimillonario, con un puesto merecido en la historia, casado y con cuatro hijos a los 34 años, Murray no se rinde ni después de haber caído más allá del top 200 de la ATP. El torneo de Indian Wells de este año es la última demostración.

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Desde su lesión de cadera tras el torneo de Dubai en 2017, Murray solo ha ganado un torneo ATP: en Amberes, 2019. Es más, en los últimos dos años apenas ha disputado veintiocho partidos... y ha perdido trece. Pese a su empeño y su indudable calidad, sigue fuera de los cien primeros del ránking, algo que puede cambiar según se den ciertos resultados en California esta semana. Cualquier otro se habría venido abajo hace tiempo, y es justo decir que Murray ha anunciado su retirada ya un par de veces, pero, es increíble, el chico siempre vuelve.

En este torneo de Indian Wells consiguió ganar dos partidos consecutivos en el circuito ATP por primera vez en dos años. Sus rivales no fueron dos cualesquiera: el francés Adrian Mannarino y el joven español, Carlos Alcaraz, dieciséis años más joven. La victoria ante este último, con saque de cuchara incluido, fue una auténtica reivindicación. Una de esas cosas que le hacen a uno confiar en su camino. ¿Si le ganas al que todos dicen que será el próximo número uno, cómo demonios te vas a retirar de esto? Murray, acostumbrado a luchar contra sus coetáneos a brazo partido e incluso contra la generación anterior, no se corta un pelo en su batalla contra los "next gen", o como se quiera llamar a los nuevos dominadores del ranking.

En el US Open, la tuvo con Stefanos Tsitsipas. La tuvo bien. El griego fue al baño dos veces, en momentos clave, y a Murray se lo llevaron los demonios. En la pista y fuera de ella. Fue durísimo con su rival, le acusó de tramposo y demostró, sobre todo, lo mucho que le dolía perder. Aunque fuera a cinco sets contra un top 5. No importaba. Él estaba en Nueva York para ganar y sentía que se le había hurtado ese triunfo. Su relación con Alexander Zverev tampoco es la mejor posible. El propio Murray lo decía antes del partido de octavos de final de la pasada madrugada: "No somos grandes amigos".

Parece un eufemismo. Murray siempre ha sido un defensor a ultranza de las causas feministas y Zverev está siendo investigado por violencia de género. Aparte de la edad, les separa una sospecha. Quizá por eso, el alemán repetía tanto lo de "quiero ganar a Murray para poder decir que he ganado a los cuatro miembros del Big 4". Quizá bastaba con decir "quiero ganar a Murray" y punto. Lo consiguió, pero el británico le hizo sudar tinta. Se puso 3-1 por delante en los dos sets y dejó puntos para el recuerdo. Le faltó consistencia, sobre todo en el saque, ante un jugador que ahora mismo debería estar fuera de su alcance.

No importó. El público se fue con la sensación de que Murray estaba en lo cierto en su empeño por seguir jugando y esa es la batalla que el británico quiere ganar: llevarle la contraria al mundo, que se empeña en repetirle desde hace años que se retire, que ya no pinta nada aquí, que no manche su trayectoria. Él piensa que es al revés, que con este esfuerzo honra aún más su carrera, y busca ese torneo improbable, esa racha mágica de cinco (o siete) partidos que le permita, ya por fin, decir adiós desde el éxito y no desde el dolor y el fracaso. Que ninguno contemos con ello no hace más que motivarle. Y Murray, motivado, puede que ya no sea un campeón, pero es un placer para la vista. Con eso, probablemente, nos valga.

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